29 diciembre, 2011

Vienes acompañada del sentimiendo del hogar, porque solo a tu lado estoy en el lugar al que pertenezco.

Había oído miles de veces en las películas que, cuando estás a punto de morir, ves toda tu  vida pasar por delante de tus ojos. Pero lo que nunca me habían dicho es que cuando la persona que va a sufrir esa desgracia es aquella a la que más quieres, lo que ves son los recuerdos de los momentos que pasaste junto a ella.
Intenté agarrarla de la mano cuando el semáforo cambió bruscamente de rojo a verde y el coche aceleró. Pero ella se había perdido en el brillo de las estrellas, que parecían despedirla aumentando su fulgor al máximo. Como siempre, movía los pies como una bailarina experta y fui incapaz de sujetarla a tiempo. Ella dio un giro, hasta quedarse de espaldas, mirándome, y, al ver mi expresión aterrada, fue cuando el coche la atropelló.
Justo en aquel instante, mientras su cuerpo volaba unos metros hasta chocar contra el frío pavimento, recordé el momento que la vi por primera vez.
Estaba en las escaleras exteriores de la biblioteca pública en una mañana gélida de enero, con apenas una chaqueta ligera y una bufanda cubriendo su pequeño cuerpo. También llevaba un gorro, de esos con un pompón en la punta. Devoraba un libro, uno de tantos, haciendo caso omiso de mí y del resto de personas que iban y venían a su alrededor.
Me atreví a hablar con ella una semana después. Cada mañana estaba en el mismo lugar, fuera del edificio. Y le pregunté, tímidamente, porqué no entraba. Ella me miró, sonrió, y me contestó que le gustaba el frío. Esa fue la siguiente imagen que cruzó mi mente, su sonrisa mientras me decía que le encantaba sentir el viento helado en las mejillas, que lo prefería con creces a la falsa calefacción de la biblioteca.
Tardé mucho en decirle algo más que hola. Como una sucesión de imágenes inconexas, la siguiente que me embargó fue cuando le propuse tomar café en un establecimiento cercano, porque estaba tiritando de frío. Y su risa, repiqueteando en el local mientras bebía a sorbos un chocolate caliente con un poco de nata. Como a ella le gustaba.
La secuencia siguió en un período de tiempo que apenas fueron unos segundos. Lo recuerdos se sucedían con rapidez: aquella vez que fuimos al cine, las pizzas en el italiano de la calle trasera de la biblioteca, sus sonrisas, la forma que tenía de fruncir el ceño, su manía de tirarse de las mangas de la chaqueta para que le cubrieran las manos. Y su risa, una y otra vez resonando en mis oídos.
Corrí hasta su cuerpo tirado en la carretera. No había sangre, pero tenía los ojos cerrados con una dolorosa expresión de vacío.
-          ¡Abbie! – chillé, mientras las lágrimas pugnaban por ahogarme. – Abbie, despierta, por favor.
Oí gritos de fondo. Alguien decía que llamaran a una ambulancia. El conductor repetía una y otra vez que él no tenía la culpa, que la chica había cruzado con el semáforo en rojo. Un perro ladraba y había un bebé llorando en alguna parte no lejos de nosotros.
Pero nada de aquello importaba. Solo que Abbie despertara, que me volviera a mirar de esa forma tan particular, como si estuviera analizándome.
-          Maldita sea, Abbie – supliqué con la voz rota de dolor. – No me puedes dejar, no ahora. ¡Vuelve conmigo! Yo… te necesito. Te quiero. Joder, te quiero más de lo que podría decir con palabras, con actos y con besos. Eres… tú. – Se me atragantaban las palabras en la tráquea, porque el nudo del estómago me impedía respirar.
Alguien me tocó el hombro, pero lo aparté bruscamente.
-          ¡¡Abbie!! – Volví a gritar, desgarrándome por dentro. No quería mis pulmones sin que ella los llenara de oxígeno. – Sin ti, no puedo seguir adelante. Necesito tu risa y tus manos cálidas apartándome el pelo de la cara. ¿No te has dado cuenta de que dejo que me caiga sobre los ojos solo para que seas tú la que lo quite de ahí?
-          Claro… que me… he dado cuenta – susurró. Por un momento, pensé que mis oídos me engañaban.
Entonces, ella parpadeó, muy lentamente. Sus ojos permanecieron desenfocados por un momento y luego se centraron en mi rostro, rebosante de lágrimas.
-          Hey – consiguió decir a pesar del dolor.
-          Abbie – mi voz sonó como un suspiro de alivio. Sonreí. - ¿Cómo se te ocurre hacerme esto? Creía que te perdía.
-          ¿Tan importante soy? – era incapaz de hablar más alto del volumen de un murmullo, pero yo no tenía problemas para escucharla, pues solo sus palabras podían atravesar el muro que me rodeaba.
-          Más. Te quiero, Abbie. Te quiero desde la primera vez que te vi helándote de frío en las afueras de la biblioteca. Todos los cafés a los que te invité venían acompañados del aroma de la necesidad que sentía de tus caricias. Eras la persona a la que dibujaba mientras esperaba sentado en el banco de la estación. Iba quince minutos antes de la hora acordada, solo para estar ahí cuando aparecieras doblando la esquina. Siempre vienes acompañada del sentimiento del hogar, como si solo a tu lado estuviera en el lugar al que pertenezco. Maldita sea, te quiero.
-          ¿Y por qué me has hecho esperar tanto tiempo para oírlo? – susurró con una sonrisa en los labios antes de dejarse llevar por la inconsciencia.  

28 diciembre, 2011

Big Fish + K-ON! / Sin texto.

"  Dicen que cuando conoces al amor de tu vida, el tiempo se para. Y es verdad. 
  Lo que no dicen es que cuando vuelve a ponerse en marcha, se mueve aun más rápidamente, para recuperar lo perdido."

  No sé porqué, hoy he recordado justo ese párrafo. No es mío. Es de una película, aunque esa palabra se queda corta. Peliculón. Big Fish. Me encanta, es rotundamente genial. Todo será insuficiente para recomendarla con la suficiente fuerza.
   Hoy no subo ningún texto, no tengo ganas ni ideas que plasmar. Estoy vacía. Intentaré volver a llenarme de palabras mañana, quizá aparezca Lluvia. O quizá alguno otro astronauta extraviado entre estrellas fugaces, quién sabe.
  Voy a dejar también una canción, porque me sabe a poco esta entrada:  http://www.youtube.com/watch?v=3dhe2bHvmgg&feature=related Está en japonés, pero lo que me encanta es el ritmo y la voz de la chica. Y el video, también, por el vestuario de las protagonistas. El anime al que pertenece se llama K-ON! y me lo empecé la pasada noche. De momento me va gustando, esperemos un poco más para saber si me engancha.
  Vuelvo a disculparme por no subir texto hoy, pero, ¡yo también merezco un día de descanso! Un beso enorme y feliz Navidad.


* Secreto blogger: Si haces click en las fotos, se ven mucho mejor :)

27 diciembre, 2011

Derramé un océano de lágrimas, pero a ti ya no te importaba.


Hace tiempo que dejé de beber por diversión y empecé a hacerlo por necesidad. Porque en el fondo de un vaso vacío casi parecía que pudiera sentir lo que me faltaba entre tus brazos. No sé el momento exacto en que desapareció, pero los dos sabíamos que allí no había nada. Rigidez. Y tu mirada perdida mientras te esforzabas por aparentar quererme.
No dudo que yo también erré, pero es que… dolía tanto. Cuando me mirabas y no había nada. Cuando pronunciabas mi nombre con frialdad, como si no valiera nada, como si fuéramos dos perfectos desconocidos en un bar de carretera. Y parecía que todos aquellos malditos años acurrucándome contra tu pecho noche tras noche ya no significaban nada.
Nunca, en toda mi vida, me he sentido tan perdida. Tan sola. Porque tus caricias me sabían a poco, tú no querías seguir cogiéndome la mano cuando salíamos a pasear. Tú ya no querías salir a pasear, ni verme, ni sentirme, ni saber que seguía existiendo.
Empecé a caer.  Aquella vez, tu mano no vino a socorrerme, a evitar que llegara al final del abismo. Intenté buscar algún consuelo en los brazos de otros, pero, joder, los encontré igual de vacíos. El alcohol parecía aliviar las penas, pero el truco es que su efecto se pasaba… casi al mismo tiempo que terminaba de ingerir el contenido del diminuto vaso y mis bolsillos se quedaban hambrientos.
No puedo recordar con exactitud cuántas lágrimas derramé. Quizá un océano entero, aunque creo que no llegó a ser el Pacífico. Y mi corazón me dolía a cada latido. No quería pensar, no quería sentir, no quería ver tus ojos con aquella decepción pintada en el fondo de las pupilas. Y, sobre todo, no quería ver lo poco que te importaba.
Aquella noche me tortura todavía ahora, aquí, encerrada. Cuando las tormentas se desatan de noche, puedo volver a sentir mi sangre resbalando por las muñecas y manchándome la ropa. Créeme, no dolía tanto como lo que sentía por dentro. El calor me proporcionaba cierto consuelo, mientras aquel líquido espeso me recorría los brazos y el cuerpo.
Me dijeron que me encontraste inconsciente y me llevaste al hospital. Y que, de ahí, me mandaron directamente a este centro psiquiátrico. He dejado la bebida. Te prometo que nadie ha vuelto a tocarme, porque me he dado cuenta de que solo quiero tus brazos. Me da igual lo vacíos que estén.
Pero sé, maldita sea, que tú no me amas. Aquí encerrada, tan rota, tan hecha pedazos, destrozada y semiderruida, solo me quedan fuerzas para preguntarte ¿por qué? ¿Por qué yo no fui lo suficientemente buena para ti?

26 diciembre, 2011

Ojalá volvieras a susurrarme un "ahora vuelvo".


Recuerdo la primera vez que me dijo “ahora vuelvo”, porque, aquella fue la única vez que el ahora se mantuvo en un período de tiempo adecuado. Tardó diez minutos en regresar a mi lado y abrazarse a mí tumbada en la cama, con su pelo rubio desparramándose sobre la almohada.
La siguiente noche me desperté justo cuando ella separaba su cuerpo del mío. Se dio cuenta de que había abierto los ojos, sonrió y volvió a susurrarme las mismas palabras, con ojos dulces. Asentí, aun en las garras del sueño, y me acurruqué para volver a sumirme en la inconsciencia. Una hora más tarde me desperté y ella seguía sin estar en su lado de la cama. Me levanté, preocupado, y, justo cuando iba a salir por la puerta del dormitorio en su busca, ella apareció con un vaso de agua en la mano. Sin decir una palabra, me cogió la mano y volvimos a la cama. Jamás le pregunté a dónde había ido, quizá porque temía descubrirlo. Y tampoco lo hice ninguna de las otras noches en las que la pillé cuando se escabullía por la puerta.
No sabía por qué lo hacía de noche, pero algo en mi interior me gritaba que no podía ser bueno. Reconozco que me asusté y que más de una vez el insomnio fue el que me hizo compañía mientras esperaba su regreso.
Porque sus “ahora vuelvo” cada vez se alargaban más y más. Ella siempre sonreía antes de marcharse y cuando volvía, pero el período de tiempo se estiraba como un chicle usado. Y lo que al principio fueron diez minutos se convirtieron en cinco, seis horas. En la noche entera.
Al final, regresaba casi al alba. Se tumbaba en la cama, me pasaba el brazo por la cintura con un suspiro y esperaba los minutos restantes hasta que sonaba el despertador. Entonces, me deseaba un buen día en el trabajo, sin comentar nada acerca de mis ojeras por esperarla toda la noche en vela, y se dormía con los rayos solares iluminando su rostro.
Ahora sé que fui un estúpido, que debería haberle preguntado desde el primer día por sus desapariciones. Preocuparme por sus idas y venidas, averiguar qué estaba haciendo y porqué, ayudarla si era posible. Pero no lo hice, me mantuve como un idiota ignorante despierto cada noche esperando su regreso sin decir una palabra.
Sus “ahora vuelvo” desaparecieron una mañana de abril. Esperé mucho después de que la alarma me avisara de que algo iba mal, de que ella ni siquiera había vuelto antes de la salida del sol aquel día. De algún modo, supe que sucedía algo terrible y me quedé en la cama, con los ojos cerrados y bloqueando el miedo, rezando para que ella regresara de pronto y me dijera, riendo, que se le había hecho tarde aquella vez.
No sucedió. Denunciaron su desaparición tras dos días sin aparecer por casa y entonces sí que dejé que el terror me sumiera en la decadencia. Y que las lágrimas fueran la única compañía en su falta.
Nunca, jamás, descubrí qué la ocupaba cada noche, qué la hacía volver tarde y la preocupaba de tal modo. Fui un cobarde y fui recompensado con su ida. Pero tampoco pude saber nunca si fue voluntaria o no.
Y ahora, echando un vistazo al pasado, me doy cuenta de cuánto la echo de menos. Y de que no debería haberla dejado escapar nunca de mi cama, donde estaba a salvo entre mis brazos.

24 diciembre, 2011

Siempre había sido una reacción química con demasiadas posibilidades de explotar.


Me miré en el enorme espejo del baño público, que estaba completamente vacío. Tenía las mejillas rojas y una fina capa de sudor me cubría el rostro. Aun llevaba el gorro bien calado, pero me había deshecho de la bufanda porque parecía estar asfixiándome. Y no había suficiente oxígeno en la atmósfera para evitar que mis pulmones siguieran ese ritmo frenético. Por un momento, estuve segura de que me iba a dar un maldito infarto.
Agaché la cabeza y me eché un poco de agua fría en la nunca, intentando (aunque sabía que no serviría de nada) calmarme.
Sus manos me rodearon la cintura y sus labios empezaron a recorrerme la oreja.
Abrí los ojos, sobresaltada y nuestras miradas se cruzaron en el espejo. Sus ojos azules brillaron, con las pupilas tan dilatadas por el deseo como las mías.
En aquel instante, mientras sus manos empezaban a ascender por mi espalda, me di por perdida. La lujuria se había apoderado de mi cerebro. Su mirada me había hipnotizado, sus labios me mantenían cautiva bajo las caricias ascendentes de sus manos. Y sentí un deseo inaguantable de acercarlo todo lo posible a mí, de sentir cada uno de sus músculos contra mi piel y de unirnos hasta fusionarnos en uno solo.
Me di la vuelta y él me aferró con fuerza, pero sin hacerme ningún daño. Sus manos volvieron a descender hasta llegar a mi trasero. Me levantó con facilidad y me colocó encima del lavabo, donde mis piernas rodearon su cintura casi por voluntad propia.
Aun no sabía su nombre, pero, joder, no me hacía falta. No me hacía falta nada más que su mirada clavada en mis pupilas y su sonrisa, experta en acelerar mi corazón hasta el límite permitido.
-          ¿Te he dicho ya que eres preciosa?
-          No hace falta que me hagas la pelota. Ya soy tuya.
-     Cariño, las verdades nunca sobra decirlas. – Una de sus manos abandonó mi cintura para acariciarme el rostro.
Sonreí como una idiota mientras me recorría las mejillas con los dedos, hasta llegar a mi cuero cabelludo. Siguió ascendiendo, hasta que alcanzó mi gorro y me lo quitó de un tirón. Mi cabello color zanahoria cayó ocultándome parcialmente el rostro y se extendió por mis hombros como un escudo infranqueable.
-          Debí imaginarlo. Siempre me ha enloquecido el aroma de las pelirrojas.
-       Oh, vaya. Y yo que pensaba que era la única -  bromeé, acercándome peligrosamente a él.
Debí haberme olvidado la cordura en casa aquella mañana, porque la demencia era la que guiaba todos y cada uno de mis actos. Aspiré su olor, aquella extraña mezcla de cuero, atracción, pasión y un matiz desconocido, que me llevaba a la locura por completo. Con nuestros labios a esa distancia, era incapaz de razonar. De pensar, de cavilar. Todas mis neuronas parecían haberse roto y me guiaba el hipotálamo, por lo que mi comportamiento había empezado a ser ilógico. Oh, maldita y adorada lujuria.
-        Oh, cariño. Nunca había encontrado ninguna como tú – respondió él. El destello de sus dientes mientras esbozaba aquella sonrisa de chico malo fue demasiado para mi bienestar mental.
Mis labios buscaron los suyos por voluntad propia mientras mis manos se aferraban a su cuello, apresándolo contra mi cuerpo. Le mordí el labio en un arranque pasional que no pude racionalizar y él me apretó más contra su torso. Sus manos atravesaron la barrera de mi abrigo, se deslizaron bajo mi blusa y buscaron mi ombligo. Luego, comenzaron a subir.
Quise sentirme disconforme por su atrevimiento. Quise desear que parase, ser… ¿decente? Debería haber sido una chica respetable y… mojigata. Pero no lo era. Siempre había sido una reacción química con demasiadas posibilidades de explotar. La sensatez no había sido nunca mi punto fuerte, ni la capacidad de detenerme una vez perdido el control.
Solía dejarme arrastrar por las emociones. Y aquella vez, deseaba tanto hacerlo que mandé a la mierda la moral y la ética sin demasiado detenimiento.
Mi lengua buscó la suya, mientras mi cabello nos hacía cosquillas a ambos. El beso empezó siendo simplemente apasionado y terminó volviéndose voraz. Parecíamos querer consumirnos en el otro, convertirnos en las cenizas restantes, los rescoldos de una pasión devastadora. Le arañé el cuello sin querer y él se río, de ninguna manera disgustado.
Busqué el extremo de su camisa con las manos y me colé por debajo, para recorrerle los abdominales con las manos. Luego, subí hasta los pectorales.
Él se alejó un paso de mí y yo gemí, disconforme. Se quitó la camisa con un gesto rápido y volvió a mis brazos expectantes. Mientras su boca volvía a buscar la mía, me deshice del abrigo. Y él se encargó de mi blusa, dejándola tirada en algún lugar a mi espalda.
Trazó una serie de dibujos invisible en la parte baja de mi espalda con sus dedos, causándome escalofríos por todo el cuerpo por su tacto suave. De alguna manera, era terriblemente dulce, aunque pareciese fiero. Era como si representara los dos extremos. Me hacía perder la razón.
Justo cuando él buscaba el cierre de mi sujetador y yo el de su pantalón, la puerta del lavabo se abrió lentamente.
Y, entonces, fui capaz de recordar que estábamos en un baño público en una estación de trenes abarrotada. Y que no sabía su nombre. Que estaba medio desnuda, con mis piernas rodeando su cintura y mis labios anclados a los suyos, y que era un completo desconocido.
Lo alejé de mí mientras buscaba frenéticamente mi camisa perdida. La encontré tirada en algún lugar a mi espalda, sobre el lavamanos. Me la puse mientras él se colocaba la suya, pero la mujer que había abierto la puerta ya nos había pillado in flagrante delito. Nos miró a ambos, con los ojos abiertos de par en par, retrocedió, negó con la cabeza desconcertada y tuvo el detalle de darse la vuelta e irse. Podría haber sido una mirona o, peor aún, una gritona.
Al menos, nos dejó intimidad.
Lo miré, aunque no sabía si era una decisión acertada. Siempre eran sus ojos los que me hechizaban.
-          Quizá no deberíamos hacerlo aquí – conseguí decir.
-          Es cierto. Podrían entrar más mujeres con necesidad específicas.
Me reí, bajándome de un salto de mi asiento improvisado.
Creí que me sentiría ridícula o avergonzada, pero no. Debía estar abochornada por mi comportamiento, y tampoco.
-          Tengo que llamar al trabajo.
-     Espero que para decir que estás enferma – replicó él, con su perenne sonrisa asomando a su rostro.
-      Por supuesto. Tú me has dejado taquicárdica y no podría concentrarme.
Huimos de allí en busca de un lugar, cualquiera, donde poder conocer nuestros nombres.

Período de prueba para este fragmento. ¿Lo dejo? No me acaba de convencer. Pero, por otro lado, me gusta. No sé. Soy una indecisión constante. Resuélveme esta duda.

23 diciembre, 2011

Pero yo tampoco fui nunca una chica prudente.


De los miles de trenes que pasaban cada día por la estación, él tuvo que subir al mismo que yo. Y de las millares de probabilidades que podían haber sucedido, precisamente tuvo que ser esa.
Podríamos haber pasado el trayecto sin mirarnos. Podría haber llamado a cualquiera y pasarme la media hora de viaje hablando por teléfono, sin prestarle mayor atención a los demás pasajeros. Podría haber conseguido un asiento y ponerme a leer Orgullo y prejuicio, que llevaba cargándolo en el bolso desde que salí de casa sin tiempo para retomar la lectura.
Pero nada de eso sucedió. El tren iba demasiado lleno y llegaba tarde para coger el siguiente. Mi móvil había consumido la poca batería que le quedaba en la última llamada, a Sue, para pedirle que recogiera la cena del restaurante de la esquina, que yo llegaría tarde del trabajo. Y él se situó a mi lado, con los auriculares puestos y la mirada perdida del que acaba de despertarse.
El aburrimiento me llevó a observar a las demás personas que se habían visto obligadas a coger el tren esa mañana de enero, todas abrumadoramente abrigadas, porque el frío se había adueñado de la ciudad con fiereza, cubriéndola de un amedrentador manco blanco que parecía no querer desaparecer hasta la llegada de la primavera. Yo misma iba demasiado tapada, hasta el punto que solo se me distinguían los ojos azabaches y la nariz llena de pecas.
El trío de señoras mayores de la derecha no captaron mi atención más de unos segundos, con su aburrida charla insustancial sobre el tiempo y las viejas articulaciones. El hombre de negocios estaba demasiado centrado en su periódico y nunca me había gustado la prensa. Dos chicas cuchicheaban con sus móviles en las manos, tecleando más rápido de lo que mis ojos podían creer. Y, el resto de pasajeros de la línea, dormían esperando el final de su viaje particular.
No hubo modo de impedirlo. Acabé reparando en él, porque su cercanía empezaba a abrumarme. Se me cortó la respiración un segundo, al descubrir que sus ojos azules me estaban observando, con un brillo pícaro en sus pupilas dilatadas y esa sonrisa de chico malo que enloquece hasta a las menos atrevidas.
El pelo rubio pajizo le caía en mechones desordenados sobre los ojos, acentuando su aire de peligro. Y el olor del cuero de su chaqueta me hizo acercarme más de lo recomendable.
Química, peligrosa química, que impulsó a mi sistema hormonal a trabajar a toda velocidad. Retrocedí, dándome cuenta de nuestra cercanía. El rubor se extendió por mis mejillas, resaltando las manchas que sobresalían en mi piel pálida. Desvié la mirada hacia la ventana, por donde el paisaje iba a demasiada velocidad.
Debería haberme apartado de él cuando estuve a tiempo. Debería haber alejado mis ojos de su rostro y mi vida de la suya.
Pero yo tampoco fui nunca una chica prudente.
Al cabo de un minuto, volví a mirarlo a través de las pestañas, medio queriendo medio desesperándome porque siguiera mirándome. Sonreía, con sus ojos clavados en mi rostro. Y no pude evitar la sonrisa que se me escapó.
Se acercó, con los auriculares en sus oídos, y pude oír el atronador sonido de la música demasiada alta rompiéndole los tímpanos. Y me gustó, me gustó demasiado para mi salud. Supe que estaba jugando a un juego peligroso cuando me acerqué a él hasta que nuestros alientos se mezclaron. Él ladeó la cabeza y yo me mordí el labio.
Atracción, en su estado más puro. Éramos como los lados opuestos del imán, atrayéndonos a una velocidad vertiginosa. Íbamos a estrellarnos y se originaría el caos más puro al estallar.
Colisión en tres, dos, uno…
Susurré las palabras, precisamente con el fin de que tuviera que quitarse los cascos para escucharme hablar. Y lo hizo, por supuesto.
-       ¿Decías? – Su voz era como la droga que tanto había buscado sin ni siquiera saberlo. Era un maldito hipnotizador de serpientes y el magnetismo de sus iris azules me tenía cautiva.
-        Que esta es mi parada. – Repetí; cada sílaba deliberadamente pronunciada. – Si me disculpas.
Vi la sorpresa en su rostro, pero pronto fue sustituida por su sonrisa de depredador al acecho. Su aroma, a una sustancia prohibida que ansiaba poseer, me mareó por un instante.
Una imagen pasó por mi mente. El baño público, sus manos recorriendo mi espalda debajo de la blusa y mis uñas clavadas en sus hombros, mientras me recorría con los labios el cuello. Y deseé con tanta fuerza que ese pensamiento fuera cierto que supe que tenía que salir de allí corriendo.
-      Si me permites. – Me escabullí de la presa de su mirada y salí del tren. En la parada equivocada.
No importaba. Ya no iría al trabajo, no podría concentrarme con el recuerdo constante de unos ojos azules buscando mi mirada azabache y mis deseos de rodear su cintura con las piernas y no dejarlo marchar hasta que nos sorprendiera el amanecer.
Huí de la salida, giré en una esquina cualquiera y me apoyé en la pared, con la respiración alterada y el corazón bloqueándome la garganta. Me clavé las uñas en las palmas de las manos, en un esfuerzo por serenarme.
-     Qué coincidencia. Esta también es mi parada. – Su voz me sorprendió. Gratamente. Y mi corazón volvió a reanudar un ritmo enloquecido, mientras la sangre me pitaba en los oídos.
-          ¿Me estás persiguiendo?
-        Puede. Te has ido sin decirme tu nombre, y no podría conciliar el sueño sin saberlo.
-         Vaya técnicas de seductor. Apuesto a que vuelves locas a las chicas. – Levanté la vista hacia el techo, esforzándome en regular mi respiración alterada.
Pronto, sus ojos entraron en mi ángulo de visión. Y entonces supe que ya estaba perdida, que la corriente me había arrastrado fuera del radio de control.
-          Dímelo tú.
De algún modo, que mi razón jamás logrará comprender, sus labios estaban en los míos. Ninguno nos movimos o quizá lo hicimos los dos. Atracción. Me fundí con él, pero conseguí mantener las manos en la pared, para no cometer más locuras. Y, aun así, la pasión fue un incendio que nos consumió a ambos, solo con nuestras lenguas bailando al mismo compás. Y su aroma enloqueciéndome, mi cuerpo a punto de estallar.
Cuando nos separamos, estaba jadeando. Y sonreía.
-         No hacía falta todo este numerito para conseguir mi número. Te lo habría dado igual.
Él se rió, mientras se apoyaba a mi lado en la pared.



Creo que, a veces, sobra la prudencia... Me planteo una continuación, ¿opinión?