La comisaría estaba muerta a las once y media de la noche, hora en la que la mujer entró con paso firme. Iba bien vestida, con unos sencillos vaqueros y una camisa negra, a juego con las botas de tacón. Mantenía un gesto frío y serio en su rostro, que tenía diversas magulladuras y moretones. Uno el pómulo, un ojo ligeramente hinchado, el labio partido.
Se acercó al mostrador de recepción, donde la redirigieron hacia la pequeña mesa de un policía gordo y de espeso bigote, que esperaba impaciente el fin de su turno para volver a casa.
Se sentó en la silla con aire tranquilo y lo miró a los ojos. Él no fue capaz de pasar por alta los desperfectos de su cara y, durante un largo momento, no dijo nada. Finalmente, consiguió aclararse la garganta con un carraspeo, antes de preguntarle a la mujer el motivo de su visita a comisaría.
- Vengo a poner una denuncia.
- ¿De qué? - empezó a teclear en el ordenador.
- Maltrato de genero - pronunció ella con lentitud, vocalizando cada sílaba.
El policía levantó la vista hacia ella como un resorte y la observó, estupefacto.
- Agresión física, si lo prefiere. - Continuó ella. - También amenazas y agresión verbal. Coacción.
- Señora… esa es una denuncia grave.
- Pero cierta.
La mujer cruzó las piernas y se apoyó la cara en la mano. Hizo un movimiento de dolor y la retiró, cuidando de no volver a tocar las zonas afectadas por los golpes.
- He oído que para que te crean tras una agresión de este tipo necesitas pruebas de que ha sucedido.
- Exacto… - susurró el policía. Era obvio que la cara de aquella mujer era una prueba irrefutable.
Ella asintió, se levantó de la silla y se levantó la blusa hasta la altura del pecho. Dejó al descubierto la piel de su estómago, con lo que varias personas de los alrededores giraron la vista sorprendidos del espectáculo.
En la zona de las costillas, se podían apreciar varias manchas amoratadas.
- Por el dolor, diría que son dos costillas rotas. Quizá tres. - Luego, se levantó la manga de la camisa, dejando a la vista el antebrazo. - Esguince de muñeca, porque no llega a ser una rotura. Cuando vaya al hospital, me confirmarán los daños. Y los golpes en la cara, por supuesto.
- Señora… ¿no ha ido usted al hospital? - el policía no pudo ocultar su estupefacción.
Ella volvió a tomar asiento y sonrío.
- Quería asegurarme de dejar constancia de todo esto antes de pasar por allí.
- Debería ir de inmediato, no sabe la gravedad de sus lesiones.
- ¿Queda puesta mi denuncia? - replicó ella con firmeza.
El policía titubeó y desvió la vista del rostro magullado, incapaz de mirarla a los ojos mientras le decía la cruel realidad.
- Verá… Si su marido no tiene cargos anteriores por agresión y, aunque haya aportado pruebas… quizá no podamos encerrarlo.
- Supuse que diría eso - ella sonrió, una mueca terriblemente fría y que transmitía una enorme crueldad. - Verá usted. Esta es la situación. Arréstelo. Me da igual porqué, digan que se ha saltado un stop o que ha provocado desacato a la autoridad de cualquier manera. Que le disgusta su cara y lo encierran por feo. Me da igual. Pero le advierto, agente, - usó la palabra con burla - que si esta noche mi marido se encuentra en la misma cama que yo, le clavaré un cuchillo en el corazón mientras duerme. La decisión está en su mano.
- Pero, señora… Podría ir a la cárcel por algo así, casi con total seguridad.
- Lo sé. Pero si ese cabrón se atrevió a tocarme, le aseguro que no saldrá de esta sin castigo. Si la justicia se niega a impartirlo, me encargaré personalmente.
La mujer se levantó del asiento y empezó a alejarse del escritorio del policía, que la miró boquiabierto mientras se alejaba. Tras dar unos pasos, ella se detuvo y, sin girarse, le habló.
- Es curioso. Tantas campañas para concienciar a las mujeres que no se callen, que deben enfrentarse al maltratador, pero luego, nos ponen dificultas para todo. Parece que quieren evitar arrestarlo.
Suspiró.
- Lamento decir que yo no soy una mujer maltratada. Lo pareceré, seguro. Pero no estoy dispuesta a soportarlo. He venido a denunciar, porque eso es lo que exige la ley. Pero no le quepa duda que, ahora, me vengaré. Y él maldecirá el día que se atrevió a ponerme la mano encima.
Alguien comenzó a aplaudir en la mesa del fondo, mientras se ponía de pie. Palmadas dispersas. Seguidas de las de otra pareja de agentes. Y, apenas unos segundos después, toda la comisaría le dedicaba una ovación a una mujer que exigía vivir por encima del sufrimiento.
Se acercó al mostrador de recepción, donde la redirigieron hacia la pequeña mesa de un policía gordo y de espeso bigote, que esperaba impaciente el fin de su turno para volver a casa.
Se sentó en la silla con aire tranquilo y lo miró a los ojos. Él no fue capaz de pasar por alta los desperfectos de su cara y, durante un largo momento, no dijo nada. Finalmente, consiguió aclararse la garganta con un carraspeo, antes de preguntarle a la mujer el motivo de su visita a comisaría.
- Vengo a poner una denuncia.
- ¿De qué? - empezó a teclear en el ordenador.
- Maltrato de genero - pronunció ella con lentitud, vocalizando cada sílaba.
El policía levantó la vista hacia ella como un resorte y la observó, estupefacto.
- Agresión física, si lo prefiere. - Continuó ella. - También amenazas y agresión verbal. Coacción.
- Señora… esa es una denuncia grave.
- Pero cierta.
La mujer cruzó las piernas y se apoyó la cara en la mano. Hizo un movimiento de dolor y la retiró, cuidando de no volver a tocar las zonas afectadas por los golpes.
- He oído que para que te crean tras una agresión de este tipo necesitas pruebas de que ha sucedido.
- Exacto… - susurró el policía. Era obvio que la cara de aquella mujer era una prueba irrefutable.
Ella asintió, se levantó de la silla y se levantó la blusa hasta la altura del pecho. Dejó al descubierto la piel de su estómago, con lo que varias personas de los alrededores giraron la vista sorprendidos del espectáculo.
En la zona de las costillas, se podían apreciar varias manchas amoratadas.
- Por el dolor, diría que son dos costillas rotas. Quizá tres. - Luego, se levantó la manga de la camisa, dejando a la vista el antebrazo. - Esguince de muñeca, porque no llega a ser una rotura. Cuando vaya al hospital, me confirmarán los daños. Y los golpes en la cara, por supuesto.
- Señora… ¿no ha ido usted al hospital? - el policía no pudo ocultar su estupefacción.
Ella volvió a tomar asiento y sonrío.
- Quería asegurarme de dejar constancia de todo esto antes de pasar por allí.
- Debería ir de inmediato, no sabe la gravedad de sus lesiones.
- ¿Queda puesta mi denuncia? - replicó ella con firmeza.
El policía titubeó y desvió la vista del rostro magullado, incapaz de mirarla a los ojos mientras le decía la cruel realidad.
- Verá… Si su marido no tiene cargos anteriores por agresión y, aunque haya aportado pruebas… quizá no podamos encerrarlo.
- Supuse que diría eso - ella sonrió, una mueca terriblemente fría y que transmitía una enorme crueldad. - Verá usted. Esta es la situación. Arréstelo. Me da igual porqué, digan que se ha saltado un stop o que ha provocado desacato a la autoridad de cualquier manera. Que le disgusta su cara y lo encierran por feo. Me da igual. Pero le advierto, agente, - usó la palabra con burla - que si esta noche mi marido se encuentra en la misma cama que yo, le clavaré un cuchillo en el corazón mientras duerme. La decisión está en su mano.
- Pero, señora… Podría ir a la cárcel por algo así, casi con total seguridad.
- Lo sé. Pero si ese cabrón se atrevió a tocarme, le aseguro que no saldrá de esta sin castigo. Si la justicia se niega a impartirlo, me encargaré personalmente.
La mujer se levantó del asiento y empezó a alejarse del escritorio del policía, que la miró boquiabierto mientras se alejaba. Tras dar unos pasos, ella se detuvo y, sin girarse, le habló.
- Es curioso. Tantas campañas para concienciar a las mujeres que no se callen, que deben enfrentarse al maltratador, pero luego, nos ponen dificultas para todo. Parece que quieren evitar arrestarlo.
Suspiró.
- Lamento decir que yo no soy una mujer maltratada. Lo pareceré, seguro. Pero no estoy dispuesta a soportarlo. He venido a denunciar, porque eso es lo que exige la ley. Pero no le quepa duda que, ahora, me vengaré. Y él maldecirá el día que se atrevió a ponerme la mano encima.
Alguien comenzó a aplaudir en la mesa del fondo, mientras se ponía de pie. Palmadas dispersas. Seguidas de las de otra pareja de agentes. Y, apenas unos segundos después, toda la comisaría le dedicaba una ovación a una mujer que exigía vivir por encima del sufrimiento.
Este es mi particular tributo al día de la no violencia de género. El maltrato entre la pareja es una enfermedad que debería erradicarse, pero no existen vacunas. Y no siempre las autoridades apoyan tanto a la mujer como es necesario (créedme, es así): tienen que reunir pruebas contra su marido, esperar meses y, en algunas ocasiones, deben ser ellas las que abandonen sus domicilios, sin dinero ni trabajo.
Pero quedarse callada es peor. Los golpes no son permisibles, ni los insultos, ni el desprecio.
Lucha.