26 noviembre, 2011

25-11. Contra la violencia de género no existen vacunas.

  La comisaría estaba muerta a las once y media de la noche, hora en la que la mujer entró con paso firme. Iba bien vestida, con unos sencillos vaqueros y una camisa negra, a juego con las botas de tacón. Mantenía un gesto frío y serio en su rostro, que tenía diversas magulladuras y moretones. Uno el pómulo, un ojo ligeramente hinchado, el labio partido.
  Se acercó al mostrador de recepción, donde la redirigieron hacia la pequeña mesa de un policía gordo y de espeso bigote, que esperaba impaciente el fin de su turno para volver a casa.
  Se sentó en la silla con aire tranquilo y lo miró a los ojos. Él no fue capaz de pasar por alta los desperfectos de su cara y, durante un largo momento, no dijo nada. Finalmente, consiguió aclararse la garganta con un carraspeo, antes de preguntarle a la mujer el motivo de su visita a comisaría.
  - Vengo a poner una denuncia.
  - ¿De qué? - empezó a teclear en el ordenador.
  - Maltrato de genero - pronunció ella con lentitud, vocalizando cada sílaba.
  El policía levantó la vista hacia ella como un resorte y la observó, estupefacto.
  - Agresión física, si lo prefiere. - Continuó ella. - También amenazas y agresión verbal. Coacción.
  - Señora… esa es una denuncia grave.
  - Pero cierta.
  La mujer cruzó las piernas y se apoyó la cara en la mano. Hizo un movimiento de dolor y la retiró, cuidando de no volver a tocar las zonas afectadas por los golpes.
  - He oído que para que te crean tras una agresión de este tipo necesitas pruebas de que ha sucedido.
  - Exacto… - susurró el policía. Era obvio que la cara de aquella mujer era una prueba irrefutable.
  Ella asintió, se levantó de la silla y se levantó la blusa hasta la altura del pecho. Dejó al descubierto la piel de su estómago, con lo que varias personas de los alrededores giraron la vista sorprendidos del espectáculo.
  En la zona de las costillas, se podían apreciar varias manchas amoratadas.
  - Por el dolor, diría que son dos costillas rotas. Quizá tres. - Luego, se levantó la manga de la camisa, dejando a la vista el antebrazo. - Esguince de muñeca, porque no llega a ser una rotura. Cuando vaya al hospital, me confirmarán los daños. Y los golpes en la cara, por supuesto.
  - Señora… ¿no ha ido usted al hospital? - el policía no pudo ocultar su estupefacción.
  Ella volvió a tomar asiento y sonrío.
  - Quería asegurarme de dejar constancia de todo esto antes de pasar por allí.
  - Debería ir de inmediato, no sabe la gravedad de sus lesiones.
  - ¿Queda puesta mi denuncia? - replicó ella con firmeza.
  El policía titubeó y desvió la vista del rostro magullado, incapaz de mirarla a los ojos mientras le decía la cruel realidad.
  - Verá… Si su marido no tiene cargos anteriores por agresión y, aunque haya aportado pruebas… quizá no podamos encerrarlo.
  - Supuse que diría eso - ella sonrió, una mueca terriblemente fría y que transmitía una enorme crueldad. - Verá usted. Esta es la situación. Arréstelo. Me da igual porqué, digan que se ha saltado un stop o que ha provocado desacato a la autoridad de cualquier manera. Que le disgusta su cara y lo encierran por feo. Me da igual. Pero le advierto, agente, - usó la palabra con burla - que si esta noche mi marido se encuentra en la misma cama que yo, le clavaré un cuchillo en el corazón mientras duerme. La decisión está en su mano.
  - Pero, señora… Podría ir a la cárcel por algo así, casi con total seguridad.
  - Lo sé. Pero si ese cabrón se atrevió a tocarme, le aseguro que no saldrá de esta sin castigo. Si la justicia se niega a impartirlo, me encargaré personalmente.
  La mujer se levantó del asiento y empezó a alejarse del escritorio del policía, que la miró boquiabierto mientras se alejaba. Tras dar unos pasos, ella se detuvo y, sin girarse, le habló.
  - Es curioso. Tantas campañas para concienciar a las mujeres que no se callen, que deben enfrentarse al maltratador, pero luego, nos ponen dificultas para todo. Parece que quieren evitar arrestarlo.
  Suspiró.
  - Lamento decir que yo no soy una mujer maltratada. Lo pareceré, seguro. Pero no estoy dispuesta a soportarlo. He venido a denunciar, porque eso es lo que exige la ley. Pero no le quepa duda que, ahora, me vengaré. Y él maldecirá el día que se atrevió a ponerme la mano encima.
  Alguien comenzó a aplaudir en la mesa del fondo, mientras se ponía de pie. Palmadas dispersas. Seguidas de las de otra pareja de agentes. Y, apenas unos segundos después, toda la comisaría le dedicaba una ovación a una mujer que exigía vivir por encima del sufrimiento.




Este es mi particular tributo al día de la no violencia de género. El maltrato entre la pareja es una enfermedad que debería erradicarse, pero no existen vacunas. Y no siempre las autoridades apoyan tanto a la mujer como es necesario (créedme, es así): tienen que reunir pruebas contra su marido, esperar meses y, en algunas ocasiones, deben ser ellas las que abandonen sus domicilios, sin dinero ni trabajo.
Pero quedarse callada es peor. Los golpes no son permisibles, ni los insultos, ni el desprecio. 
Lucha.

21 noviembre, 2011

¿Y si el mundo nos olvida?


  - ¿Y si el mundo nos olvida? ¿Y si desaparecemos, mientras los recuerdos se borran y solo quedamos tú y yo, sentados en este andén derruido y abandonado, por donde ya no pasan trenes? ¿Qué haremos entonces? ¿Y si nadie recuerda que faltamos nosotros? ¿Y si nadie nos rescata?
  >> ¿Qué haremos entonces?
  >> Cuantos sueños perdidos, cuantos días pasamos que ya no valen nada. Y aquí estamos, tú y yo, pero nadie lo sabe. Nadie nos recuerda, porque apenas fuimos borrones en sus memorias. ¿Cómo es posible? No significamos nada y, para nosotros, ellos fueron un todo. 
 >> Nos condenamos a nosotros mismos en este lugar, en medio del vacío, perdido de la vista humana, para que ellos nos olvidaran. Así nos lo pagan.
>> No voy a seguir esperando, Matt. Ya no. ¡Lo dimos todo! Y míranos. Sentados en un banco que se cae a trozos, lejos de la civilización, olvidados, dados por perdidos, quizás por muertos. ¡Nadie nos cuenta! ¡Nadie nos echa en falta!
  >> ¡Nadie nos busca, ¿cómo coño van a hallarnos?!
  >> Estoy cansada, Matt. Quiero salir de aquí. Ya. No lo aguanto, no hay ruido, no hay ulular del viento ni arrastre de las hojas secas. No hay sonrisas desgastadas ni palabras enlatadas, ni latidos desvaídos, ni risas disimuladas. No queda vida en esta estación, solo tú y yo. Me da miedo que permanezcamos aquí para siempre, nos marchitaremos demasiado rápido. ¡Tengo miedo, maldita sea! ¿Por qué lo hicimos? ¡Ellos ya no nos recuerdan! Y yo… yo… solo quiero volver. Por favor, por favor. No nos obligues a seguir en esta maldita estación vacía, sin vías, sin trenes, ¡sin vida!
  Cerró los ojos, demasiado cansada. Ella era frío, rutina, un cúmulo de monotonía cubierto de piel y sostenido por huesos. Expresar sus sentimientos siempre la dejaba agotada y Matt supo apreciar el esfuerzo que le había supuesto aquello, despertar sus emociones del letargo constante al que las había sometido.
  Ambos suspiraron al unísono, como si de un solo ente se tratara. Se miraron a los ojos, verde contra verde, negro contra negro. Similitudes rozando lo imposible, diferencias acariciando la antítesis. La misma moneda, con las dos caras que nunca podrán encontrarse, ambos perdidos en aquella estación vacía.
  -  ¿Es eso, no? Es… el tiempo – ella desvió la vista a las vías, llenas de basura, por donde hacía demasiados años que no circulaba ningún tren. – Estamos en una estación en medio de la nada, un… vacío. Siempre hay trenes que marchan, otros que llegan. Aquí no. No hay oportunidades, ni nuevas ni viejas. Estancados en el presente para siempre, como el resto, pero nosotros no disponemos de un futuro. Solo tenemos… esto.
  >> Y lo peor… - giró de nuevo sus ojos hacia él, desafiándolo con las pupilas y suplicándole una negativa con los iris – es que tú lo sabías, ¿no?
Matt sonrió, con desgana. Le habría gustado que el viento le alborotase el pelo o le hiciera cosquillas en los tobillos desnudos, pero no fue así.
  -   Sí.
  -  ¿Por qué nos condenaste a esto? ¿Por qué?
  - Porque alguien debía hacerlo. Y mejor que fuéramos tú y yo. Porque… mientras tú me recuerdes, no me importará que el resto del mundo me olvide.
 
 
 
 
 
Debo reconocer que la última frase no es mía, es una cita del libro Kafka en la orilla (Haruki Murakami), pero me pareció tan perfecta como deselance que la tuve que añadir.

14 noviembre, 2011

Un problema de metro ochenta.


  Se levantó con el pelo enmarañado, la marca de la sábana en la cara y los ojos casi cerrados. Se arrastró fuera de la cama y condujo sus pesados pies al baño, con el fin de lavarse la cara, limpiarse un poco, peinarse y empezar a ser humana, porque, en aquellos momentos, no se la podía considerar como tal.
  Paseó su desnudez hasta la ducha y abrió el agua caliente al máximo, consciente de que su compañera de piso la reñiría por ello. Daba igual. Necesitaba el agua caliente para despertar la mente del letargo y ocuparse del problema que tenía entre manos. Luego vendrían un par de litros de café, sin duda.
-            - Joder – susurró, pasándose las manos por los ojos.
  Recordaba un tercio de la noche anterior, justo hasta el momento en el que el tequila había afectado en exceso a su ya maltrecho organismo, después de haber salido toda la semana. Pero no podía quedarse en casa, donde los recuerdos la asaltaban por las esquinas.
  Rebuscó en su armario por algo de ropa limpia, con la toalla envolviendo sus curvas y el cabello oscuro, suelto y rebelde por la espalda. Luego volvió al baño. Se vistió con movimientos rápidos, se aplicó el maquillaje, se aseguró de que el pelo estuviera decente y volvió al dormitorio. Miró a su problema. Debía medir cerca de metro ochenta y no estaba mal; siempre había estado dotada de buen gusto para aquellos asuntos. Con el pelo bastante rubio, tirando a dorado, y rasgos marcados, pero sin resultar excesivamente rudos; simplemente viriles. Para una chica normal, habría sido atractivo y un placer levantarse compartiendo cama y sueños con él. Para ella era un suplicio. Ni siquiera podía recordar su nombre, sus caricias. Era una mancha negra en su memoria y ahora, encima, tendría que conseguir que se largara sin pedirle su número, dejándole muy claro que no quería que volviera.
  Volvió a mirar el desconocido y el cansancio volvió su cuerpo más pesado. No quería hacer aquello, no podía. Estaba harta. Solo quería olvidar.
  Echando un último vistazo a la habitación, se dio la vuelta y se fue. Cerró la puerta con sigilo a sus espaldas y se marchó sin un “buenos días”. Porque en días de resaca, nunca le apetecía resolver problemas de metro ochenta excesivamente atractivos.

09 noviembre, 2011

¿Cariño?


Piiii… ¿Cariño? ¿Estás ahí? Bueno, supondré que no. Espero que no estés tumbada en la cama, con la música al máximo volumen oyendo pasar el tiempo. Ya te he dicho que tienes que salir, no mirar el techo buscando nuevas manchas de humedad. No me hagas llamar a tu hermana.
Volveré este fin de semana. Lo prometo, este sí. Y nadie podrá evitar que te lleve al cine, a ver esa comedia romántica que siempre marcas con un corazón en el periódico. ¿Qué te parece una cena? En el italiano de la calle trasera del cine, en el que consentiste en venir a vivir conmigo. ¡Y ni siquiera tuve que suplicártelo! Pero hubiera estado dispuesto a hacerlo, estaba dispuesto a enfriar el infierno por ti. Quería verte en todas mis madrugadas, costara lo que costase, aunque me gustó no tener que recurrir al secuestro.
Cariño, te echo de menos. Muchísimo. Sé que tú también a mí. Pero no puedes quedarte encerrada en estas cuatro paredes, dejando que te venzan los recuerdos. Sal por ahí y encuentra nuevos, esos que me susurrarás al oído cuando al fin te estreche entre mis brazos y me pierda en el sonido de tu risa.
Ah, antes de que se me olvide…

      Piii.
Piiii…. ¡Se ha cortado! Bueno, no pasa nada. Lo que quería decirte es… que te quiero. Con toda la fuerza de mi alma. Y que nunca lo olvides. Te veré el viernes por la noche. Adiós, princesa.

06 noviembre, 2011

Las enanas blancas se acaban apagando.


  Empecé a besarla por los labios, con cuidado, porque parecía tan frágil que pensaba que se rompería si actuaba con demasiada ferocidad. Ella no movió su boca, no reaccionó a mis besos. Se mantuvo impertérrita, con la mirada perdida en algún punto a mi espalda y las manos quietas a ambos lados de su cuerpo.
  Intenté hacerla revivir deslizando mis labios por su mandíbula, incluso le mordisqueé con muchísima suavidad la piel del cuello, pero sus brazos continuaron inertes, no me rodearon ni dio muestras de estar disfrutando mis caricias. Titubeé y levanté la vista de su suave piel morena para mirarla a los ojos. Las lágrimas se habían desbordado y caían formando un riachuelo por sus mejillas, pero no parpadeaba. Ni un solo músculo se le movía en el cuerpo, parecía un maniquí de infinita belleza, pero totalmente vacío de sentimientos.
  -    ¿Annie? ¿Estás… bien? – susurré, con el temor en la voz. La sensación de que estaba haciendo algo incorrecto, erróneo, me llenaba por dentro y me obligó a apartarme de su cuerpo inmóvil.
  Se limitó a asentir una única vez, aún sin ser capaz de mirarme y llorando sin poder detenerse. En su rostro se leía un inconfundible dolor, su mirada cargada de angustia, su respiración pesada y sus labios entreabiertos en un mudo gemido de tristeza. Parecía que algo la desgarraba por dentro y que empeoraba cada vez que la tocaba, por mucho que yo intentara que mis roces la reconfortaran. Estaba rota, como una muñeca de porcelana consumida por el tiempo, y cuando la mirabas fijamente, se hacía perceptible que no tenía arreglo. Que su corazón estaba partido en demasiados pedazos para reconstruirlos, que sus costillas se habían fragmentado y sus pulmones estaban encharcados de lágrimas. Y, lo más importante, que ella no quería volver a estar entera.
  -    No tenemos porqué hacer esto si no quieres. Puedo irme…
  Antes de que terminara de hablar, ella ya negaba enérgicamente con la cabeza. Al fin, clavó sus pupilas en mi rostro, descompuesto por el desconcierto y la tristeza, por ella, porque no era capaz de arreglarla. No era suficientemente fuerte para salvarla de sí misma.
  -    Quédate conmigo, Andy – susurró. – Por favor, no me dejes sola. Porque entonces, creo que me empezarán a fallar los pulmones, el corazón y el cerebro. Y no tendré fuerzas para luchar contra ellos, para seguir sobreviviendo. No me dejes, por favor.
  Fui incapaz de contener las lágrimas al escuchar su voz, rota, cada sílaba impregnada de la certeza de que su vida se había apagado y que su respiración era un eco del pasado, una rutina que había adoptado y que mantenía sin estar segura del porqué. Sabía que me lo pedía porque, si no, se dejaría llevar por la nada y, aun estando tan destrozada, tampoco quería desaparecer para siempre; prefería seguir estando en el interior de un recipiente caliente.
  Pero, en realidad, Annie era como una enana blanca, el resultado de la muerte de una estrella. Ella había sido la más grande del firmamento, había brillado como ninguna. Pero, llegado un  momento, su combustible acabó.  De repente, su luz se volvió muy leve y perdió las fuerzas para seguir siendo una estrella.
  Como pasa con muchos astros, los demás no se enteraron de que se había apagado su fulgor hasta demasiado tiempo después, pero es que las estrellas están demasiado lejos de nosotros para que las percibamos en todo su esplendor a cada instante.
  Siguió emitiendo un brillo apagado durante unos instantes más. Y ahora, con la cantidad de energía rozando la total desaparición, se estaba convirtiendo en una enana negra. Eso suponía su muerte total, ni un hálito de ella seguiría permaneciendo.
  Eso era lo que ella temía, que el poco combustible que le restaba se acabara porque no era capaz de mantenerlo activo. Aquella noche, con las lágrimas desbordadas y los labios temblando, me pidió que yo la mantuviera encendida. Incapaz de dejar que algo tan hermoso se extinguiera para siempre, me tumbé a su lado, la estreché con fuerza entre mis brazos y le susurré al oído que fuera fuerte, que sobreviviera, que no nos negara su perfección. Pero creo que ella ya no escuchaba.

05 noviembre, 2011

La llamo la "cajita de guardar para luego", pero hasta su nombre es mentira.


  Tengo una cajita de madera muy antigua, con relieve en la parte superior formando espirales. Por lo demás, es completamente lisa, aunque, la verdad, tiene muchas marcas y muescas, porque ha sobrevivido a duras penas al paso del tiempo y no la he cuidado bien. Siempre la olvido por ahí y la recuerdo cuando ya estoy muy lejos, cuando ya ha sufrido las inclemencias del entorno o cuando alguien me la ha robado.
  En ella, en mi cajita de madera, guardo todos los sentimientos que prefiero dejar de lado. No soy capaz de soportarlos dentro de mí, intentándome volverme loca con las reacciones que provocan en mi cerebro e impulsándome a estallar. La llamo “la cajita de guardar para luego”, pero hasta su nombre es mentira. No lo guardo para más tarde, lo expulso para no volverlo a encontrar. Y cada vez que lo hago, una parte de mí muere. Mi corazón se marchita con cada sentimiento perdido, renunciado, desahuciado. Se me congelan los latidos. Creo que me estoy volviendo de piedra, porque estoy relegando demasiadas emociones a mi cajita de madera. Pero no lo puedo evitar, no estoy preparada. No estoy lista para sentir la sensación que producen tus manos al acariciarme el pelo, ni cuando tus labios me recorren el cuello o cuando susurras mi nombre. Hiperventilación, taquicardia, inicios de un infarto, continuo rubor en las mejillas, escalofríos, el vello de punta. Y levito, pero me da miedo. Porque nadie me ha enseñado a volar y, cuando tú me llevas a lo más alto, el terror a caer me retuerce por dentro. Me atemorizo, gimo y me apresuro a bajar, a sacarte de mí, a alejarme de tu cariño, porque sé que, si no, me volveré adicta a él. A ti. Y entonces, estoy segura de que romperás mi cajita de manera y, todos esos sentimientos que he atesorado con el paso de los años, reprimiéndolos con tanto esfuerzo para proteger a mi débil corazón, explotaran en mi interior. Y eso también me da miedo.
  Quizá es solo inseguridad. Quizá solo necesito que me des la mano y me prometas que cuidarás de mí cuando eso pase, que me reconstruirás si me rompo en pedazos cuando ya no queden más que las cenizas de mi cajita de madera. Quizá necesite oír un te quiero, aunque mis labios no sean capaces de pronunciar ninguno. Aún no estoy lista para abrirte mi corazón, pero quizá, y solo quizá, necesite que el tuyo lata por mí durante un tiempo.