29 enero, 2012

Un vinilo que encerraba toda la magia de las estaciones. (VI)

   Mientras volvía a casa del trabajo, dediqué un instante a observar el cielo. Era una costumbre que había adoptado con el tiempo y, cada vez que levantaba la vista de la sucia acera urbana para fijarme en la enormidad del techo de la Tierra, la recordaba.
   La veía tras mis párpados con la misma nitidez que si la escena estuviera ocurriendo delante de mis ojos. Cuando la tormenta se acercaba, me invadía el recuerdo de las tardes de lluvia. A veces nos quedábamos en mi casa, viendo películas antiguas y escuchando música pasada de moda en el viejo tocadiscos que, sorprendentemente, mi pequeña Arizia llevaba conservando toda su vida. Me contó que había sido el mejor regalo que le había hecho su padre, cuando apenas tenía ocho años, y que, para ella, la música, la música de verdad, solo se podía oír en vinilo. De cualquier otro modo, su esencia, esa chispa que le confería la magia, desaparecía y se transformaba en la basura comercial que abundaba actualmente. Sonidos que no transmitían nada, denunciaba ella, que eran acordes vacíos que formaban un conjunto agradable al oído, pero muerto para el corazón. Lluvia tenía predilección por Summertime, pero siempre cantada por Ella y Louis, porque decía que sus voces eran el calmante exacto que el alma necesitaba en los días en los que los truenos intentaban ahogar nuestras palabras, que aquellas maravillosos timbres eran los únicos que merecían ser escuchados por encima del sonido de la tormenta. Y yo no podía estar más de acuerdo.
   Bailábamos en nuestro pequeño apartamento, evitando los muebles, hechizados por la melodía de nuestra felicidad. Adoraba verla, con el pelo suelto enmarcándole el rostro, los ojos cerrados en esa expresión de placer tan peculiar y la sonrisa de paz, girando por la habitación como una bailarina experta.
  Otros días salíamos a la calle, aunque la lluvia arreciara con fuerza. Normalmente, ella me lo pedía, porque decía que había que aprovechar aquellos momentos y no verlos a través de la ventana. Cogía el paraguas y la obligaba a mantenerse debajo de él, pegada a mí. A veces lo conseguía. A veces no. Pero, a veces, no puedo negar que me gustaba dejar que se escapara de mis brazos y se pusiera bajo el diluvio. Me miraba, con la felicidad brillando en sus iris color tormenta y la blusa ceñida al cuerpo y parecía que estábamos compartiendo un secreto.
   Cuando hacía sol (algo poco frecuente durante el invierno de nuestra ciudad, una lástima), Sunshine no podía permanecer a cubierto de los rayos. Necesitaba la vitamina D que no podía conseguir encerrada entre las cuatro paredes en las que vivíamos. Íbamos a pasear por las calles transitadas y, de repente, ella me guiaba hasta maravillosos callejones llenos de pequeñas tiendas que nadie parecía conocer, donde estaban escondidos recuerdos en forma de objetos, que sus dueños mimaban con esmero. Sunshine conocía a la mayor parte de los vendedores. Al parecer, había recorrido todos los recovecos de la ciudad y descubierto sus espléndidos misterios antes de que yo la hallara y, ahora, me los enseñaba a mí.
   También estaban esos días en los que era Arizia y, entonces, no seguíamos ningún patrón. A veces nos quedábamos en casa, quizá escuchando la preciosa voz de Fitzgerald o simplemente acurrucados en el sofá. O salíamos a tomar café al centro, en esa pequeña cafetería de estilo británico que me encantaba, con el fuego ardiendo en la chimenea del fondo y la música suave. Podíamos ir a cenar a un restaurante caro o comer algo en casa, sentados en la mesa de la cocina. Pero, hiciéramos lo que hiciéramos, la felicidad nunca me abandonaba; no mientras siguiera ella conmigo.
   Mientras Arizia y yo fuéramos la constante, no me importaban cuales fueran las variables. No me importaba cómo llamarla, dónde estar, qué comer o cuándo dormir, porque lo único que necesitaba como una rutina era su loca pasión por la vida, que le confería un nuevo sentido lleno de color a la mía.
   Ella era la sinfonía de mis sonrisas, un vinilo que encerraba toda la magia de las estaciones.

   La canción de hoy no podía ser otra, por supuesto que no, sería casi una falta de respeto. Debe ser el magnífico Summertime de Ella Fitzgerald y Louis Amstrong. Lástima que no pueda escucharlo en vinilo, pero tendré que conformarme con oír su magia de este modo.
  Es una narraciónde Vic, como es lógico, de sus días con su Arizia. Cuando empecé a escribir, hace algo más de cuarenta minutos, no iba a redactar esto. Tenía otra idea, una que plasmaré más adelante, cuando acabé de formarse en mi mente dispersa. Pero no sé porqué, fue esto lo que se me apareció. Fue la sonrisa de felicidad de Lluvia mientras las gotitas le resbalaban por el rostro y el precioso Summertime de fondo. 
   Espero que, a pesar de haber improvisado el fragmento, esté a la altura. Quizá incluso podrías dejar tu opinión en los comentarios y me sacarías una sonrisa, también. Gracias por los preciosos e irrecuperables minutos que has gastado en leerme y, sinceramente, espero que haya valido la pena, porque esa es mi razón para escribirlo. Que sea algo en lo que valga la pena gastar un par de minutos al día.
Then you'll spread your wings and you'll take the sky.

26 enero, 2012

Reflect me.

  Estaba sentada frente a mí, con las rodillas cruzadas. Parecía tranquila, pero la posición tensa de su espalda me reveló su nerviosismo.
  Había algo que me resultaba familiar en su cara, aunque no podía deducir el qué ni era capaz de ubicar su rostro en mis recuerdos, aunque estaba allí, en alguna parte. Me quedé sentada en el suelo, mirándola durante un buen rato sin decir una sola palabra y ella hizo lo mismo, con sus iris marrones clavados en los míos. 
  Empecé a analizarla, quizá por simple aburrimiento. O porque quería descubrir algo más de ella, algo que las palabras no pudieran contarme, aun sin saber su nombre.
  Tenía una forma curiosa de morderse el labio, que me revelaba un atisbo de inseguridad que deseaba ocultar a toda costa. Supuse que no le gustaba que nadie fuera capaz de ver sus miedos y por eso mantenía neutra la expresión de su rostro.
  El simple gesto de apartarse el pelo de la cara con brusquedad me permitió saber que aquella chica no era paciente, que no era una de esas personas que se quedan horas esperando que las cosas sucedan sin más. Pero que tampoco era lo suficientemente valiente para provocarlas, para obligarlas a suceder, y por eso se quedaba sentada mirándome, sin atreverse a musitar una sola palabra. Eso la dejaba en un impasse, en un punto muerto del que no conseguía salir e intentaba aflojar un poco el nudo de su impaciencia con gestos nerviosos que no solucionaban nada.
  Entonces, me concentré en sus ojos, el punto del que podría obtener más información sobre ella. Probablemente, fuera una chica simpática, aunque la bloqueaba a menudo su timidez, lo que quedaba patente por la forma en que, repentinamente, a veces desviaba la mirada, incómoda ante mi escrutinio. Quizá podría incluso considerarla introvertida.
  Dando rienda suelta a mi imaginación, empecé a crear su personalidad. Sería educada, porque era una de las cualidades que me habían inculcado de pequeña y que me parecía importante en cualquier persona.
  Le gustaría reírse, porque la vida sin risas no es vida. Quizá incluso utilizaría el humor como defensa, para escurrirse de las situaciones incómodas de la vida y usaría el sarcasmo a menudo, aunque eso podría hacerla parecer antipática. Podría llegar a ser divertida.
  Podía deducir que era perezosa por la posición de su espalda, ligeramente encorvada, como si le faltaran las ganas de mantenerse completamente erguida. Parecía ser una persona que, a menudo, se dejaba llevar por la pereza, aunque no le gustaban sus consecuencias.
  También sería olvidadiza, porque esa impresión me daba al ver las notas escritas en sus manos, detalles que querría recordar con el tiempo y que su frágil memoria a veces no retenía como debía.  Y desordenada, aunque no había nada que delatase tal cualidad. Quizá era una sensación, pero, por alguna razón, la imaginaba perdiendo los bolígrafos al dejarlos en el lugar que no les correspondía.
  Pero, sobre todo, imaginaba a aquella chica imperfecta. En sus pupilas podía leer inseguridad y miedo, características terriblemente humanas.
  Por alguna razón que no conocía, la chica empezó a llorar, mientras a mí me invadía una enorme tristeza y una desazón ilógicas. Parpadeó un par de veces para eliminar las lágrimas, aunque  eso no fue capaz de eliminar la congoja de su expresión.
  Alargué la mano con la intención de confortarla, de darle algún tipo de apoyo aun sin saber quién era, porque aquella sensación de familiaridad no había desaparecido desde que empecé a observar su cara. Ella, casi al mismo tiempo, también levantó su mano y empezó a acercarla a la mía, aun con la mirada fija en mi rostro.
  Desvié la vista hacia nuestras manos un segundo antes de que se tocaran. Pero en lugar de sentir la cálida piel de su mano, mis dedos tocaron el duro y frío tacto del cristal. Apoyé la palma en el enorme espejo de mi habitación y observé mi reflejo, aun con las lágrimas derramándoseme por las mejillas y la sensación de desazón en mi interior.
  Cerré los ojos con fuerza y mi mundo se oscureció, mientras el sonido de la realidad atronaba en mis oídos.
  Abrí los ojos de golpe, tumbada en la cama y con el despertador dándome los buenos días.

21 enero, 2012

¿Vienes? / Dakota.

  Me despertó el ruido de un cristal al chocar contra otro, ese sonido tan característico que consiguió sacarme del sueño. O quizá fue que percibí que ella se había escapado de mis brazos, no lo sé.
  La busqué con la mirada, pero no estaba en mi habitación. El despertador marcaba las tres y media y, por alguna razón, empezaba a acostumbrarme a despertarme sin Dakota a mi lado en la cama. No me gustaba, prefería el calor de su cuerpo desnudo contra el mío en las madrugadas.
  Salí del dormitorio en su busca, sin preocuparme de vestirme.
  Encontré a Dakota perdida en la cocina, rebuscando entre los armarios y con un vaso de agua reposando en la barra. Llevaba puesta mi camisa, sin nada debajo, y le cubría justo hasta donde terminaba su trasero, dejando sus largas piernas bronceadas a la vista. No recordaba que la visión de ninguna mujer en mi cocina antes me hubiera parecido tan sensual como sus curvas marcándose contra mi camisa, que le quedaba demasiado grande.
  -    ¿Se puede saber qué estas haciendo? – le pregunté con una sonrisa, apoyándome en la barra y bebiendo un poco de su vaso de agua.
  No pude evitar reírme al verla dar un brinco por el sobresalto de oír mi voz mientras trasteaba en mi cocina, como un niño al que hubieran pillado en medio de una travesura. Se giró, enarcando una ceja en un gesto de protesta.
  -    ¿Quieres provocarme un infarto? No se asusta a la gente así a las tres de la madrugada. – Se quejó. Se acercó hasta mí, por el otro lado de la barra, y me arrebató el vaso para beber un sorbo.
  -    La cuestión es qué haces curioseando en mi cocina.
  -    No podía dormir. – Puso los ojos en blanco. – Insomnio, a veces peor que un cáncer.
  -    ¿Te sucede a menudo?
  Me sorprendió descubrir aquel pequeño detalle de ella e imaginarla por las noches despierta en su cama, observando con aburrimiento el techo.
  -    Tomo unas pastillas para evitarlo, pero las he olvidado. Y, además, siempre me cuesta más cuanto estoy fuera de… mi cama – esbozó una sonrisa pícara.
  -    Quizá deberías volver a la cama para ver si consigo… ayudarte a dormir. – Me acerqué a ella, hasta que nuestras caras quedaron a apenas unos centímetros.
  -    ¿Vas a cansarme hasta que quede en coma por agotamiento?
  Aspiré hondo su aliento, ese aroma que me encantaba, femenino, ligeramente floral y de su champú de limón. Saboreé la cadencia de su voz mientras su proposición revolucionaba todas las hormonas de mi cuerpo.
  -    Ese era mi plan maestro – acerté a contestar. Luego, sin poderme contener, apresé sus labios con los míos.
  Alargué el beso todo lo posible, pero al final ella emitió una risa suave y se separó de mí.
  -    Deja que me termine el agua y soy toda tuya. – Me estaba haciendo sufrir, lo sabía, y me encanta. Adoraba la forma en la que jugaba conmigo, porque convertía mis rutinas en explosiones de color.
  -    De acuerdo. Mientras, cuéntame, ¿desde cuándo tienes insomnio?
  Mi intención había sido sacar un tema anodino, algo sobre lo que conversar a las tres de la madrugada de un viernes por la noche, pero no me esperaba que ella apartara la vista, que apretara la mandíbula y tensara los nudillos. Su reacción me puso sobre aviso del terreno pantanoso en el que me había adentrado.
  -    Bastante.
  -    ¿Quieres hablar sobre ello? – le acaricié la mejilla con cuidado, de arriba abajo, como había descubierto que le gustaba.
  -    No es agradable.
  -    No me importa – sonreí, para darle confianza. Ella inspiró hondo.
  -    Empezó el día en el que perdí a mi primer paciente en la mesa de operaciones. – Soltó de golpe, como si diciéndolo rápido le doliera menos.  Me mantuve en silencio. – El 25 de octubre de hace dos años. Acababa de terminar la interinidad y empezaba la residencia. No era mi primera operación en solitario, pero fue la primera que salió mal.
  Se obligó a beber agua para originar una pausa que me permitiera procesar toda aquella información. Carraspeó y continuó.
  -    Aquella noche, tumbada en mi cama, no pude conciliar el sueño. Solo pensaba en que había sido error mío, de algún modo; que había fallado durante la operación en algo y había matado a mi paciente. La culpa me desgarraba por dentro. Acabé yendo durante un tiempo a un psicólogo del hospital, que me hizo darme cuenta de que no era mi culpa. De que no siempre puedo salvar a todos mis pacientes, que algunos no tienen cura, por muy duro que sea. Lo acepté y me propuse, al menos, salvar más vidas con mis operaciones que las muertes que sucedieran.
  Me sonrío, mientras dejaba el vaso de agua vacío en el fregadero.
  -    Lo llevo a rajatabla. Pero el insomnio no se ha ido desde ese entonces. Los pensamientos empiezan a zumbar en el cerebro cuando intento dormir y necesito las pastillas. Pero bueno, son gajes del oficio. – Se encogió de hombros.
  -    Nunca me había planteando lo difícil que debe ser médico – dije a media voz, comprendiendo al fin su dolor. El porqué de su humor esa tarde en el ascensor. La compasión pintada en los rostros de los compañeros a los que saludaba. Y su frustración.
  -    Eh – susurró ella, entrelazando sus dedos con mechones de mi cabello. – Fue mi decisión y no me arrepiento. Me encanta la neurocirugía. Y, ahora, ¿qué tal si volvemos a la cama? – Me besó, lo que aligeró un poco el nudo que se había formado en mi estómago tras sus palabras.
  Ella se adelantó rumbo al dormitorio. Me quedé unos segundos mirándola, vestida solo con mi camisa y con el cabello suelto y enredado. Pensé en lo fuerte que era. En el sonido de su risa. En ella agarrada a mi cintura con fuerza en la moto. En lo mucho que me gustaba.
  -    ¿Vienes o qué? – me preguntó, girándose con esa sonrisa pícara que me enloquecía.
  Y no lo dudé ni un segundo más.

  No me gusta demasiado, pero quería subir algo, porque dudo que esta semana tenga tiempo de subir nada más. Dakota y Mark de nuevo. Como ya llevo cuatro entradas suyas (¡que se dice pronto!) he decidido abrirles un pequeño huequito en el blog.
  ¡¡Pero hay cambios!! Ahora, las historias "largas" están en una columna a la derecha. La primera es la de Arizia y Vic, que la he cambiado de sitio. Exactamente igual, pero en el lado contrario, para que la de Dakota y Mark (que se llama Midnight love y está justo debajo de la otra) no esté sola.
  Por lo demás, no hay muchos cambios, aunque ahora debajo de la imagen hay un pequeño texto. ¿Está bien así el diseño del blog o mejor como antes?
  Como siempre, agradezco muchísimo que lo leas y, si además me dejas un comentario, me sacarás una sonrisa. No lo dudes ni un segundo más.

15 enero, 2012

Exhalar con un último suspiro la vida a través de una bocanada de dióxido de carbono. (V)

  Aunque el invierno ya se había empezado a retirar de las calles y del clima, aun se podían apreciar ciertas características suyas a través de la ventana. Por ejemplo, la incesante lluvia que limpiaba la perenne contaminación urbana y decoraba las calles con la variedad de colores de los paraguas de los viandantes.
  Lluvia estaba sentada entre mis piernas, porque le había prohibido terminantemente que volviera  a encaramarse al alféizar de la ventana si no quería matarme de un infarto. Ella solo había aceptado quedarse tras el cristal de la ventana si la dejaba acurrucarse entre mis brazos y recostarse en mi pecho. De vez en cuando emitía un sordo ronroneo, que me recordaba a un gato. Un precioso felino que había recogido de las calles y domesticado, pero que seguía perteneciendo a la inmensidad de las afueras de mi piso.
  La apreté con fuerza y deposité un beso entre sus cabellos, mientras inspiraba el suave aroma de su pelo, que siempre me trastornaba. Pude ver su sonrisa reflejada en el cristal y a una de sus manos jugueteando con un mechón de su cabellera castaña. Ambos observábamos las lágrimas que lloraban las nubes y que le daban a mi pequeño gato callejero su nombre en aquellos días del año.
  -    Vic – me llamó ella en voz baja, como hacía siempre que quería confesarme uno de sus oscuros pensamientos.
  Al principio me había aterrado cuando me contaba cómo funcionaban los mecanismos internos de su cerebro. Ella tendía a la auto-destrucción, a la impulsividad, a la demencia. La vez que me contó que se solía hacer cortes para no olvidarse de lo que se sentía al sufrir estuve a punto de llevarla a un psiquiatra de urgencia.
  Pero luego me fijé en sus ojos. Aquello siempre me devolvía la cordura. O me volvía más loco, es algo que nunca podría averiguar.
  Esa primera vez, cuando me fijé en sus iris grises tormenta, supe que mi Lluvia no necesitaba ayuda. Y que yo la amaba tal como era, con sus ideas incoherentes y sus besos de medianoche; que, cuando más la amaba, era precisamente cuando se sentaba a esperarme en el alféizar de la ventana, con la impaciencia notable en el movimiento inquieto de sus piernas, y cuando me contaba los extraños pensamientos que guardaba en pequeños huecos en las esquinas de su cerebro.
  -    Dime, Lluvia – le susurré al oído, besándole el lóbulo con cuidado.
  -    ¿Alguna vez has pensado en cómo morir? – me preguntó de repente.
  Me detuve y me alejé de ella, con la pregunta resonando en mis oídos.
  -    ¿Tú sí? – murmuré, con el corazón empezando a latir asustado.
  Asintió con la cabeza, sin dejar de observar con una ilusión infantil las gotas que se estrellaban contra el cristal y se enfrentaban en una carrera a vida o muerte resbalando por él.
  -    Siempre he pensado que, llegado el momento, me suicidaría.
  -    ¿Qué… qué estás diciendo, pequeña? – no pude contener el dolor de mi voz, no esa vez.
  -    La idea de ser yo quien pusiera fin a mi existencia siempre me ha parecido… inquietantemente fascinante. Saber cuáles serán los últimos latidos de tu corazón, escucharlos resonar en tus oídos hasta que se apagasen por completo. Contar las respiraciones para, finalmente, exhalar con un suspiro la vida a través de una bocanada de dióxido de carbono. Ser el director de orquesta que dirige los últimos compases de la gran obra maestra con la que terminar el espectáculo y dejar al público mudo de asombro.
  >> Además, parecía que si era yo quien decidía reunirme con ella, tenía menos miedo a la muerte que si el corazón me fallaba de pronto un día cualquier en el que estuviera andando por la calle. Sé que sonará a locura, pero me parece una idea espléndida. Claro, que no lo haría ahora. Tendría que ser en el momento justo, cuando hubiera tenido y perdido las razones que me mantienen anclada a un cuerpo viviente.
  >> Últimamente he vuelto a pensar en ello, ¿sabes? En mi muerte. Y he descubierto que sigo queriendo ser yo, y no el destino, quien decida cuando debe suceder, pero la cuestión es que, a diferencia de antes, ahora estoy más que dispuesta a retrasar el momento. No quiero que llegue, porque desaparecer de este mundo sería dejar de estar a tu lado. Y eso sería peor que morir, sería destruir mi alma en el proceso. Por eso, voy a seguir viviendo todo el tiempo que estés a mi lado, Vic, cueste lo que cueste.
  La estreché más fuerte contra mi pecho y cerré los ojos, con su pelo haciéndome cosquillas en las mejillas. Aquella era su forma de expresar sus sentimientos, de decirme que me quería, porque Lluvia no sabía (más bien, era incapaz) de expresarse con burdas palabras vacías. Ella las llenaba de significado y las impregnaba de sentimientos, aunque pudiera parecer que lo que decía y lo que realmente deseaba expresar no se ajustase.
  -    El día que tú me faltases moriría de pena. Necesito los rayos del sol en cada una de mis mañanas y las lluvias en mis tardes, para ver las gotas a través de la ventana contigo en todos mis poros, Arizia. Mis pulmones no solo necesitan oxígeno, también tu perfume es una sustancia imprescindible para llevar a cabo mis funciones vitales. -  Le susurré las palabras al oído, mientras le recorría el cuello con la nariz y los labios. Ella se rió y agarró una de mis manos contra su pecho.
  -    Vic, ¿puedo sentarme en la ventana? – me preguntó con voz tímida.
  Irremediablemente, sonreí, mientras le decía que sí. No podía negarme. Porque cuando me decía esas cosas, la amaba más de lo que la coherencia permitía.

  El texto de hoy es azul por una razón obvia. Lluvia ha vuelto, una visita esporádica por primera vez en este año. Aunque Vic la ha reparado, ella sigue siendo la demencia, los trazos dibujados por fuera del contorno del dibujo de la normalidad. 
  No quiero ser mediocre. No quiero escribir un conjunto de palabras vacías que no digan nada de verdad, que solo tengan coherencia y no expresen nada. Quiero mejorar, quiero intentar Escribir. Así que, para ello, necesito saber si voy por el buen camino. ¿Por qué no me lo cuentas en los comentarios? 

  Hoy, siendo Lluvia la protagonista de mi blog, no puedo limitarme a seguir la normalidad. Así que, en lugar de una canción, voy a escribir una cita de un libro, que me parece realmente fabulosa (es un pelín largo):
  Empezó con algo muy pequeño y que no podía parecer más inocuo, que es como empiezan la mayor parte de las catástrofes. Una mariposa mueve las alas en alguna parte y de pronto el viento cambia de dirección, y un frente cálido choca con un frente frío en la costa del África occidental y antes de que te puedas preguntarte qué está pasando, tienes un huracán que viene directamente hacia ti. Para cuando alguien se dio cuenta de que iba a haber tormenta, ya era demasiado tarde para hacer nada que no fuese asegurar las escotillas y tratar de minimizar daños...
  Y con esto marco el punto y final de la entrada de hoy. Espero que haya gustado, de verdad, y que no se haya hecho pesado ni el texto en sí ni esta parte final (que no hace falta leerla, solo soy yo hablando sobre mis gustos y cosas así). ¡Gracias, gracias, gracias!

14 enero, 2012

Una sonrisa pícara asomando a la comisura de sus labios. / Dakota.

  Apreté la mandíbula con fuerza y cerré los puños, clavándome las uñas hasta dejarme las marcas en la piel de las palmas de la mano, con los nudillos blancos.
  Clavé la mirada en el suelo para que nadie viera las lágrimas que estaban a punto de escaparse de mis ojos y me obligué a ser fuerte. Pulsé el botón del ascensor, desesperada por esconderme dentro y conseguir huir de aquello. Aunque, realmente, sabía que no había escapatoria.
  El ascensor emitió un sonido cuando llegó y me apresuré a meterme dentro, sin reparar en el otro único pasajero en mi viaje. Estaba pulsado el botón de la planta baja, mi destino también, así que me apoyé en una de las paredes y cerré los ojos, dispuesta a ignorar el mundo durante los dieciséis pisos que me separaban de mi coche.
  -    ¿Un mal día? – preguntó mi acompañante.
  Por un segundo, lo maldije para mis adentros por romper el silencio que tanto necesitaba. Pero… algo en su voz lo delató. Quizá el matiz con el que pronunciaba la d, como arrastrándola. Recordaba ese detalle con exacta precisión porque adoraba oírlo cuando pronunciaba mi nombre.
  Casi involuntariamente, sonreí. Y, de alguna manera, el enorme peso que cargaba ese día sobre mí se aflojó al volver a ver sus ojos azules y rememorar el sabor de sus labios.
  -    ¿Cómo me has encontrado tan rápido? – pregunté, devorándolo con la mirada.
  -    Tampoco fue tan difícil – se apoyó a mi lado en la pared y buscó mi mano con la suya. – Eres la mejor neurocirujana de la ciudad, ¿sabes? Una simple búsqueda en Google fue suficiente.
  Me reí, lo que aligeró aún más el nudo del estómago. Sentí como las lágrimas se secaban y desaparecían detrás de mis párpados cerrados.
  -    Y, encima, ¡trabajas en el hospital más grande del Estado! – exclamó él, fingiendo un tono de indignación. - ¿Subestimas mi inteligencia?
  -    La verdad es que el otro día no la pude apreciar en todo su esplendor. Apenas podías balbucear dos sílabas seguidas. – Repliqué, con el simple fin de molestarlo.
  -    Cierto. Maldita sea, tengo que dejar el alcohol. – Suspiró. – Así nunca conseguiré ligar.
  -    Conmigo funcionó – me encogí de hombros.
  Nos miramos a los ojos, pupila contra pupila durante una milésima de segundo antes de que nuestros labios empezaran a acercarse por cuenta propia. Sentí el impulso de parar el ascensor allí, entre dos plantas, y dejarle que me liberara por completo del dolor del día.
  Pero alguien había llamado al ascensor en la quinta planta y la puerta se abrió de repente, justo el instante antes de que consiguiera alcanzar su boca. Me separé de él de golpe, como si alguien me hubiera empujado, y observé a la persona que entraba en el diminuto espacio.
  Era una de las enfermeras-cotillas, como las llamábamos el grupo de cirugía. Estaba concentrada rellenando unos papeles, lo que me salvó de ser el cotilleo del hospital durante la siguiente semana. Levantó la vista y me miró por encima de sus gafas marrones. Luego, sus ojos se desviaron hacia Mark, para después regresar a mí. Sonreí.
  -    Buenos días, Marion.
  -    Buenos días, doctora Rise. – Respondió con tono aburrido.
  El resto del trayecto, Mark me dirigió miradas ardientes, suplicándome un beso por detrás de la maldita enfermera, pero yo me negué en todas las ocasiones. Tuve que contener la risa ante su puchero. Y descubrí lo mucho que aquel hombre me atraía con su actitud, el timbre de su voz y la manera en la que me hacía reír. Conseguía aliviar los tormentos de mi alma.
  Me siguió a una distancia prudencial hasta el garaje, mientras yo me despedía de otros médicos y enfermeras que me deseaban un buen día con educación y un toque de compasión que me sacaba de quicio.
  Cuando llegamos a la puerta que daba al sótano, él se adelantó mientras rellenaba unos documentos. Lo seguí con la mirada, intrigada.
  Me apresuré a ir detrás de él. Justo mientras cruzaba el umbral, una mano fuerte tiró de mí. Un gemido bajo escapó de mis labios, listo para desembocar en un grito, pero unos brazos fuerte me rodearon y acabé con la cabeza apoyada sobre un marcado pecho masculino. No grité, porque recordaba a la perfección al portador de aquella colonia masculina que alteraba mis hormonas.
  Entonces, quedé atrapada por sus labios y por sus brazos rodeándome, apoyada sobre él y él sobre la pared del garaje.
  No podría definir el tiempo que estuvimos allí, perdidos el uno en el otro, quizá porque estaba centrada en otra cosa. Probablemente por eso. Pero, finalmente,  hubo un momento en el que conseguí separarme de él.
  -    No voy a quedarme en el garaje de este maldito hospital ni un segundo más. – Susurré.
  -    Me parece bien. Vámonos de aquí.
  Me guió hasta una enorme moto negra y me tendió un casco, con una sonrisa pícara asomando a sus comisuras. Silenció mis quejas acerca del peligro de las motos y de que no podía dejar mi coche allí con uno de sus demoledores besos. Y ya no tuve nada que argumentar.
  Rodeé su cuerpo con mis brazos, aprovechando la excusa de no caerme de la moto. Una excusa terriblemente peligrosa.
  Cuando arrancó y la velocidad comenzó a ascender, mientras veía el paisaje pasar demasiado cerca, la adrenalina fluyó libremente por mis venas, inyectándome directamente un subidón emocional. En mi mente ya no hubo lugar para el dolor de haber perdido un paciente en la mesa de operaciones esa mañana, porque estaba saturada de Mark. Y me encantaba.

  ¡Quiero/necesito opiniones! No me vale  un "me gusta", quedáis advertidos. Algo un pelín más extenso.
  ¡Gracias de antemano!
  Canción de hoy:  Stay. La escuché hace muchíísimo y me encantó. Hoy la he recordado de nuevo y por eso está aquí.

08 enero, 2012

Que comience el juego, cariño. / Dakota.

Bajé las escaleras despacio, porque me sentía incapaz de mantenerme en equilibrio sobre los tacones de aguja con aquella sensación oprimiéndome el pecho. Me detuve un segundo para respirar profundamente, para alejar de mí la sensación de estar ahogándome con el oxígeno que me llenaba los pulmones.
Ojalá no fuera así, pero me estaba resquebrajando. El alcohol ya no me hacía ningún bien y, definitivamente, estaba cansada de saltar de cama en cama, mientras los rostros borrosos de desconocidos que no volvería a ver se convertían en una neblina translúcida.
Por mucho que quisiera hacerme la fuerte, con todas aquellas parrafadas absurdas de evitar el amor y buscar sexo esporádico, mentía con cada falso sarcasmo y con cada broma ocultando la triste verdad de mis deseos. Al igual que cualquier otra chica tonta, buscaba el amor, las estúpidas mariposas en el estómago y los besos en el pelo cuando te acurrucas contra él en las noches frías. Solo que, a diferencia de esas otras chicas, yo era más irracional, apasionada e independiente, lo que me daba esa apariencia engañosa que repelía las relaciones estables.
Aquel chico me había gustado de verdad. Mark.
Su nombre me hizo sonreír, apoyada en la barandilla, aun parada, mientras recordaba su tímida mirada a través del bar, de una punta de la barra a otra. Cómo se había acercado lentamente, ya ligeramente embriagado y me había soltado un manido “Eres preciosa, ¿sabes?”. Pero en sus labios el halago había sabido a gloria. Aunque ni la mitad de lo fabuloso que era el sabor de sus dulces labios y del tacto de sus manos sobre cada parte de mi cuerpo mientras me desvestía, con la desesperación pintada en su mirada. Durante ese instante, me había sentido extrañamente poderosa, como si él estuviera bajo mi hechizo. Me había encantado, de la misma forma en la que me había llevado al éxtasis cuando me llamó cariño al llegar al orgasmo.
Las pisadas de alguien bajando las escaleras me hicieron darme cuenta de que estaba en medio de la escalera, embobada con mis recuerdos y mirando una pared completamente blanca.
Negué con la cabeza y continué bajando, cuando un grito me hizo darme la vuelta.
-          ¡Dakota! – era su voz. El mismo tono apremiante con el que me había dicho aquel placentero cariño.
Me quedé quieta, sin saber qué hacer. Él dobló la esquina y apareció en mi campo de visión, solo con unos vaqueros puestos y la camisa a medio abrochar, descalzo. No pude contener una pícara sonrisa, pero sí las ganas de volver a besarlo.
-          ¿Sí? – respondí, enarcando una ceja.
-           Yo… esto… - Frunció los labios, inseguro. – Quería decirte que… anoche me lo pasé mejor que bien. Fue… completamente maravilloso. Nunca había conocido a nadie como tú.
Parpadeé un par de veces y me rasqué el brazo, incómoda.
-          Pues… gracias. Ya te dije que para mí también…
-          Escúchame. – El tono de su voz me hizo mirarlo. – Sé que para ti fue solo sexo, pero quiero… de verdad que sí, volver a verte. Una cena. O llevarte al cine, o a bailar. Me da igual.
-          ¿Me estás pidiendo una… cita?
-          Sé que no buscas amor de larga duración, pero…
-      Supongo que podría probar eso de una cita – me encogí de hombros, con indiferencia, aunque mi estómago estaba saltando de la emoción.
-       ¿Me vas a dar tu número entonces? – ladeó la cabeza, recorriéndome entera con sus ojos inquisidores. Tuve que apretar la mandíbula para resistir el impulso de volver a llevarlo a su cama y desvertirlo.
Abrí la boca para recitárselo, pero lo pensé mejor. Sonreí. Aquello podría ser más divertido para ambos y no limitarnos a una aburrida salida.
-          ¿Qué te parece si lo descubres tú? Si estás de verdad interesado en volver a verme, deberías de poner esfuerzo suficiente en encontrarme.
Se lo pensó un instante, pero por la forma en la que esgrimió su sonrisa juguetona supe que también había quedado encerrado en el juego.
-          Entonces, necesitaré algo más de información. Solo sé que te llamas Dakota, que te gusta tomarte el limón antes del tequila directamente de la piel de la mano de un hombre y que eres increíble bajo las sábanas. Y, fuera de ellas, también.
-          ¿No tienes suficiente con eso? – pregunté, mordiéndome el labio para provocarlo.
-          Dame al menos un apellido, ¿no?
Puse los ojos en blanco para hacerme la difícil, pero hubiera estado dispuesta a darle hasta mi dirección de habérmela pedido.
-          Rise. Dakota Rise. ¿Crees que con eso bastará? – lo estaba retando y él lo sabía.
-          Espero que sí.
Nos retamos con la mirada, hasta que, sin que yo lo previera, él me tomó entre sus brazos y me marcó con un beso claramente pasional que me puso todos los pelos de punta.
-          Nos veremos pronto, Dakota Rise.
-          Lo estoy deseando – le susurré al oído antes de separarme de él.
Me alejé de allí contoneándome sobre los tacones, mientras sentía su mirada clavada en mi cuerpo.
El juego había comenzado.

Bueno, lo prometido es deuda. Probablemente, no vuelva a subar nada hasta dentro de unos cuantos días. El inicio de las clases nunca me hace demasiada ilusión, con la llegada de un aluvión de exámenes y trabajos, deberes y compañeros pesados. Esperemos que venga un buen trimestre (y te deseo lo mismo).
 Hoy no hay canción. Solo me quedan las ganas de acurrucarme bajo la manta y desaparecer. Pero nada, habrá que levantarse mañana de nuevo (y, encima, a las 7).

Tenía su desenfrenada pasión tatuada en mi cuerpo. / Dakota & Mark.

Me despertó ella al levantarse de la cama y apartarme con cuidado de su lado. Entonces, el efecto de las copas de la noche anterior me golpeó con fuerza en las sienes, obligándome a contener un gemido para que la guapa chica que se alejaba de mi cama y de la que no recordaba el nombre no se diera cuenta de que me había despertado.
No había bebido tanto como para olvidar la fiesta, ni el coqueteo, ni el sexo. Espié a mi invitada entre las pestañas, simulando seguir en las redes del sueño, y descubrí que seguía siendo tan hermosa como la noche anterior. Esta vez, el tequila no me había jugado una mala pasada, alterando mi percepción hasta el punto de confundir belleza con simpatía.
Al mirarla mientras buscaba su ropa interior entre el desorden reinante en mi dormitorio, recordé sus manos en mi cuerpo y sus labios recorriéndome dulcemente la oreja, mientras yo me perdía en ella, una y otra vez. Sus manos apretándome con fuerza al morderme el lóbulo. Sonreí. Al principio había pensando que ella era dulzura, suavidad, que tendría de desfogar mi necesidad de cualquier modo. Pero, vaya que sí, las apariencias engañan. Tenía su desenfrenada pasión tatuada en mi cuerpo, con las marcas de sus dientes en el hombro y los arañazos en la espalda. No me había gustado, había sido mucho más que simplemente eso.
Una necesidad desconocida para mí de preguntarle su número me sorprendió, pero la desterré con un parpadeo, del que ella se dio cuenta.
Clavó su mirada en mí, mientras se abrochaba el sujetador, sin decir nada. El silencio incómodo se volvió insoportable y me obligué a decir algo.
-      Yo… Tú… Esto… ¿Tú? – No sabía cómo preguntarle su nombre sin quedar como el cabrón que realmente era.
-          Dakota. Puedes llamarme así. ¿Y tú eres…?
-       Mark – tartamudeé, incapaz de ocultar lo atónito que estaba. Me estaban dando a probar mi propia medicina y no podía discernir si me gusta o no.
-          Ah, sí. Genial.
Rebuscó un poco en un montón de ropa y soltó una exclamación triunfante al encontrar su tanga de encaje negro a juego con el sujetador. Mientras seguía buscando su vestido, aquel tan sensual que yo le había quitado bruscamente para descubrir lo antes posible su cuerpo desnudo, se recogió el largo cabello rubio ceniza en una coleta alta, con una destreza que demostraba práctica.
Por la forma en la que me había besado la noche anterior, estaba seguro de que también tenía práctica en otras actividades… más placenteras. No pude evitar rememorar la forma en que su cuerpo se acoplaba el mío, con sus piernas rodeándome las caderas y su aliento haciéndome cosquillas mientras la devoraba entera.
-          Esto… Dakota, ¿no? – Ella asintió, al tiempo que cogía el vestido del suelo. – Yo… quería decirte…
-         No hace falta  - se lo puso rápidamente y volvió a mirarme, ya completamente vestida y con los letales tacones de aguja en la mano. -  Sé lo que vas a decir y estoy de acuerdo. Fue solo sexo. No busco amor de larga duración ni que me pidas el número. Tampoco me hubiera importado no averiguar tu nombre ni que tú te molestaras en preguntarme el mío. Los dos buscábamos lo mismo anoche en el bar, igual que otras decenas de las personas que estaban allí. Tuvimos suerte al encontrarnos. Fue una buena noche, realmente… placentera. – La palabra vibró entre ambos casi de forma física.
Se calzó los zapatos, aumentando cinco centímetros del golpe. Se deshizo la cola, peinó su pelo con los dedos y volvió a recogérselo del mismo modo. Me sonrió.
-       Si tu ego necesita un empujón, te diré que este polvo entra en el ranking de los cinco mejores de mi vida. Me alegra que nos encontráramos. – Se mordió el labio, esperando alguna respuesta por mi parte. Yo no podía articular ni una sílaba, se me habían quedado las cuerdas vocales totalmente bloqueadas.
Finalmente ella desistió en su espera.
-       Me voy ya, llamaré un taxi cuando baje. Un placer conocerte. – Su sonrisa de nuevo. – Adiós, Mark.
   No me dio tiempo de procesar una despedida ni de llevarla a mis labios entumecidos de sus besos de la noche anterior. Y, cuando Dakota salió por la puerta dejándome en mi propia cama, totalmente desnudo, me di cuenta de que se había llevado con ella los restos de mi cordura.Y de que pensaba ir a recuperarla donde quiera que ella estuviese lo antes posible.

  Mañana habrá continación de este, para despedir a las vacaciones de Navidad desde mi blog. No, no tiene nada que ver con las fiestas ni tiene espíritu navideño ni nada de nada. Pero es que yo puedo ser muchas cosas, pero convencional te aseguro que no.
  El inicio de las clases me deprime hasta un punto casi sin retorno. Me he llegado a plantear ir a buscar alguien a quien arañar en la espalda en una cama que no conozca, pero, como siempre, me gana el miedo. Solo me queda suspirar y esperar que se me pase... el miedo.
  We found love. Esta en la canción de hoy, porque, de algún modo, se sincroniza con el significado de mi fragmento. 

04 enero, 2012

Búscame cuando recuerdes nuestro destino. Te seguiré echando de menos hasta entonces.

La descubrí mientras caminaba por los oscuros callejones de la ciudad una noche de esas que parece que hace tanto frío que se te congelaría incluso el alma.
Iba sin rumbo, moviéndome buscando algún lugar donde evitar que los dedos se me cayeran por la baja temperatura, cuando la vi. Estaba sentada en la azotea del edificio más alto de la manzana, aunque no podía compararse con un rascacielos. Parecía una especie de ángel vengador, con su melena azabache ondeándose por el viento y el cuerpo en una posición relajada. No tenía miedo, aunque la caída desde esa altura le ocasionaría una muerte segura.
No sé por qué elevé la cabeza justo en el instante en que ella cambió de posición. Podría no haberlo hecho, o hacerlo en cualquier otro momento mientras ella permaneciera quieta y, allí, vestida completamente de negro, como un depredador camuflado con su entorno, jamás la habría hallado.
Quizá fue el destino. O quizá eso es lo que quiero pensar. Casualidad, suerte. ¿Existen las coincidencias? O ella forzó nuestro encuentro. ¿Cómo podría saberlo? Pero, aun así, estoy seguro de que no fue fruto del azar.
Mi cuerpo reaccionó a su presencia casi con violencia y sentí la imperiosa necesidad de encontrarla. Era casi un impulso primario, inevitable, como el hambre. Teniéndola así de cerca, no había posibilidad de negarme a mí mismo aquella satisfacción, que casi era una necesidad de tanto como dolía. Si un imán gigante especialmente fabricado para atraer mi sangre, solo la mía, hubiera sido la causa de que mis pasos fueran directos a las puertas del edificio, no me habría sorprendido. Aquello no era racional. No sabía quién era, solo que necesitaba ver su rostro.
El sentimiento que me embargaba era curiosamente similar al de extrañar a alguien durante muchísimo tiempo y volver a encontrarte con esa persona un día de repente. Pero, ¿cómo era posible que echara de menos a alguien que en mi vida había visto?
Subí los escalones de tres en tres, al principio andando, luego saltando. Mi corazón empezó una carrera contra mi alocada respiración. Al llegar a la última puerta, donde las escaleras llegaban a su fin, no me detuve. Atravesé la puerta con fuerza, haciéndola rebotar contra la pared del otro lado.
Mi mirada la buscó y, como si pudiera sentirla de alguna manera, me giré exactamente hacia el lugar donde permanecía sentada en el borde del balcón. Me observaba con la curiosidad reflejada en sus bellas facciones, mientras el pelo le azotaba el rostro. Tenía las piernas vueltas hacia dentro y estaba peligrosamente echada hacia atrás, como si estuviera a punto de dejarse caer.
Avancé un paso hacia ella y me perdí en la oscura inmensidad de sus pupilas.
-          Vaya. Esta vez has tardado en encontrarme.
Su voz también me resultaba terriblemente familiar y me ahogaba el sentimiento de añoranza. Algo en mi interior me impulsaba a abrazarla, pero me contuve.
-          ¿Nos conocemos? – Dejé a la lógica al cargo de la situación. No podía continuar siguiendo impulsos.
Ella ladeó la cabeza y parpadeó un par de veces lentamente. Una socarrona sonrisa se extendió por su rostro.
-      Así que en esta ocasión no me recuerdas. Qué divertido. Supongo que así el juego no caerá en la rutina, cazador.
-       ¿Cazador? – repliqué. No entendía ninguna de sus palabras, pero me hipnotizaba el timbre de su voz. Cantarina, suave, cristalina. Como el ronroneo de un gato.
Se rió con ganas, antes de bajarse de un salto del muro donde estaba sentada y acercarse hacia mí. Se puso de puntillas al pararse frente a mí, para que nuestros ojos se encontraran.
Y aquel sentimiento de nuevo, como si la conociera desde siempre. Sentía que la necesitaba y, a la vez, que debía odiarla. Pero no podía, ahora que la tenía de nuevo, la nostalgia desaparecería para siempre…
¿Nostalgia? ¿Qué nostalgia?
Mi cerebro también se había vuelto tan incoherente como el resto de mi cuerpo.
-          Alguien debe haberte limpiado los recuerdos. Divertido, sin duda, pero molesto. ¿Te educarán igual de bien esta vez que las anteriores? ¿Te enseñarán tu misión? – hizo una pausa y desvió la mirada hacia las estrellas. - ¿Serás capaz de llevarla a cabo después de tanto tiempo fallando? – Cerró los ojos. Su aroma me estaba embargando lentamente y el sentimiento de familiaridad me desgarraba las entrañas. – Búscame, cazador. Cuando sepas quién soy y por qué estas condenado a matarme. Por qué ambos estamos condenados.
De pronto, con un movimiento fulgurante, estrelló con violencia sus labios contra los míos mientras me sujetaba la nuca con una de sus manos. Parecía un beso dado con rencor. No lo entendía. Aunque ella aparentaba odiarme, con aquel contacto su cuerpo ardió de pasión. Lo pude sentir en todos los poros de mi cuerpo, que me pedían a gritos que la estrechara con fuerza y la mantuviera lejos del mundo. Que la salvara.
La apreté contra mí y me perdí en las caricias de sus labios. No quería pensar, puesto que nada de aquello tenía sentido. Jamás la había visto, pero era como si ella fuera, en realidad, mi vida. La razón por la que había vagado por el mundo veintiún años era encontrarla… de nuevo. Para no perderla una vez más, recé.
Ella se separó de mí con tanta precipitación con la que me había besado. Me miró a los ojos y pude ver que contenía las lágrimas dentro de ella. Suspiró.
-          Nunca debimos conocernos. Maldito sea el destino, siempre jugando con nosotros, seres incapaces de derrotarlo. Las parcas se creen con derecho a divertirse a nuestra costa.
Tampoco entendí ni una palabra de las que había dicho, pero me limité a quedarme en silencio. Quizá ella estuviera loca, pero una voz en mi interior me susurraba que tenía que despertar. Que Lyra me necesitaba.
-          Lyra… - susurré mientras ella se alejaba de mí.
Abrió los ojos, sorprendida. Y entonces sonrió lentamente.
-          No hicieron un buen trabajo. Solo bloquearon los recuerdos, no los borraron. Siguen ahí, dentro de ti. – Llegó hasta el muro y se detuvo para hablarme con seriedad. – Encuéntrate, Damian. Tienes que recordar quién eres, para que puedas cumplir el destino que se ha decretado.
-          Lyra, no te vayas – las palabras escaparon de mis labios. No sabía qué significaban, pero una parte de mí sí. Parecía que habían dos personas en mi cuerpo; yo, ignorante de aquella extraña realidad, y Damian, que conocía a la perfección a Lyra. Y la amaba con toda su alma, aunque eso le doliera más que el peor de los tormentos.
-          Cuando llegue la hora, cuando… recuerdes – titubeó y miró al suelo, visiblemente apenada – sabrás cuál es tu obligación. Y donde encontrarme. Hasta la vista, Damian. Te seguiré echando de menos.
Se subió al muro de un salto y avanzó hasta quedar en el borde.
Mi corazón rugió de pánico. Me acerqué un par de pasos a ella, pero mis pies se detuvieron sin razón alguna. Damian, la parte de mí que estaba bloqueada, había asumido un ligero nivel de control y me impedía caminar. ¡Pero tenía que salvarla, no podía dejarla suicidarse!
-          No… no saltes. Te matarás. – Susurré, con el temor abrumándome.
Ella se rió de nuevo y eso me aligeró el corazón. Entonces, elevó la vista al cielo estrellado y cerró los ojos, mientras extendía los brazos hasta formar la posición de la cruz. En aquel instante, comenzó a llover; apenas unas pocas gotas que vaticinaban una tormenta cercana.
-     Las chicas como yo somos muy duras de matar. Créeme, eso te será un problema. – Tras decir aquello, saltó.
Corrí hasta el muro, porque mis piernas se liberaron en el mismo instante en que ella realizaba su salto del ángel. Intenté visualizar su cuerpo cubierto de negro estrellado contra la acera, con la sangre formando un charco alrededor de su cráneo roto y la vida escapando con cada exhalación. Pero allí no había nada.
Nada.
Ni un cuerpo vivo ni uno muerto. Las calles estaban desiertas, iluminadas por la tenue luz de las farolas.
El chillido de un halcón me hizo levantar la vista. El ave se alejaba de allí con su vuelo rápido, agitando las alas como si su vida dependiera de ello. En apenas unos segundos, desapareció por completo, mientras la lluvia borraba cualquier señal de su existencia.
Me quedé allí parado mucho tiempo con las preguntas rondando por mi mente. Cientos de interrogantes. El más acuciante era la identidad de la chica y su paradero. Y cómo había logrado sobrevivir a la caída y desaparecer en apenas un segundo.
Al cabo de una hora, totalmente empapado y con la cabeza media ida, otra pregunta me invadió.  
¿Cómo era posible que hubiera un halcón sobrevolando la ciudad a esas horas de la noche?


Lo sé, lo sé. Me he pasado de largo, pero es que no podía dejarlo a medias. Maldito sea el destino. Hacía tiempo que no escribía nada de género fantástico y, joder, lo echaba de menos. Mi imaginación vuela mucho más libre cuando la realidad no impone sus restricciones y la magia puede flotar en el aire. Venga, hoy, por ser hoy, adjunto una canción, porque me siento... bien. Muy bien.
Quizá sea porque tengo la sensación de haber terminado un trabajo bien hecho. Me he subido. Pero de veras que me gusta este fragmento. Y Damian y Lyra, él perdido en su olvido y ella condenada a sus recuerdos. Ay, ya paro, que me alargo más con esto que con la historia (¡y eso que ya me he alargado bastante!). 
Una vez más, gracias por leerme. Espero que haya merecido la pena.

03 enero, 2012

Lúgubre Enero, maravilloso Diciembre. // Save me.


Apenas soy capaz de recordar Enero. Es una mancha borrosa, en la que se mezclan rostros de extraños y palabras de mi madre, pidiéndome que saliera a la superficie, que no podía seguir para siempre hundida. Pero, como siempre, no le hice caso. Parecía que aquel nuevo año que comenzaba venía acompañado de un manto negro de tristeza y desolación, que pretendía arrebatarme todas las cosas importantes de mi vida. Primero fue el trabajo y, luego, mi padre.
Perdí el piso en Febrero. Me negué en rotundo a ir a vivir con mi madre, un enorme retroceso en mi vida. No podía, no quería. Sería como tirar a la basura todos los avances que había hecho hasta ese momento, volviendo a casa como una niña llorona incapaz de enfrentarse al mundo. Gracias al cielo, Sofía seguía en mi camino.
Entre Marzo y Abril, la lluvia limpió la niebla que mantenía mi futuro hecho un caos y aligeró la confusión que me embargaba. Me di cuenta de que estaba viviendo de la caridad de mi mejor amiga, que apenas tenía futuro si seguía como hasta entonces. Que mi madre colgaba llorando por mi situación y que Sofía me miraba, siempre, con la preocupación tintando sus pupilas. Y, lo peor de todo, me di cuenta de que me estaba autocompadeciendo. Me estaba reblandeciendo, tirada todo el día en el sofá y con la televisión encendida sin escuchar las palabras que salían de ella. Vivía en los culebrones porque no podía soportar mi maldita vida.
Con la llegada del buen tiempo y menos lluvias, comencé a repartir currículums. Empecé con el desánimo transparente en mis andares, extrañando el sofá, que ya tenía la marca de mi cuerpo. Pero me negué a seguir siendo un lastre para los demás, a continuar llorando cada noche y a sentir que no valía nada. Era suficiente, ya no necesitaba más sufrimiento autoinfligido y drama.
Al fin, en Junio salió el sol entre las nubes, iluminando mi camino con cálidos rayos. No puedo decir que me llovieran las ofertas de empleo, pero logré un contrato indefinido en una pequeña empresa de telecomunicaciones. Me esforcé al máximo y le insistí a Sofía hasta que aceptó que compartiéramos gastos.
Conseguí salir a la superficie tras medio año ahogándome en las lágrimas y los recuerdos del pasado. Aunque la ausencia de mi padre se me clavaba constantemente el corazón como un puñal envenenado, no me rendí. Supongo que podría decir que lo superé, aunque algo así jamás se supera.
Julio y Agosto se convirtieron en rutina. Un poco de orden después de tanta agitación, tanto alcohol, tanto dolor y tanto vacío. Mamá ya no lloraba. Sofía me convenció de salir a bailar, como hacíamos antes. Y me divertí, lo que fue una enorme sorpresa.
En Octubre te conocí. Con el otoño llenando el parque de hojas caídas, me encontraste en el banco de detrás del puente y tu perro me señaló como si el destino lo llevara hasta allí.
Noviembre empezó a darle sentido a mi vida de nuevo, contigo tocando a la puerta. Volví a arreglarme para salir, a sonreír cuando caminaba sola por la calle, a reírme a carcajadas, a ir a comer a casa de mi madre. El recuerdo de mi padre ya no era amargo, ya no dolía. Podía pensar en él, echarlo de menos sin sufrir. Creo que fue gracias a ti, pero no se lo digas a nadie.
El frío de Diciembre nos unió aun más. Soñaba contigo, no desaparecías de mi cabeza durante las veinticuatro horas del día. Maldita sea, me enamoré de ti hasta las trancas. Y recuerdo la noche del quince, cuando me pediste que me fuera a vivir contigo y con nuestro perro (porque ya es nuestro).
Me salvaste. Conseguiste que aquel año fuera grandioso, de algún modo. Y que tuviera un trabajo, un piso, un perro y un amor para siempre.