24 febrero, 2012

El amor es el caos originado por la colisión entre tú y yo.


Estábamos sentados uno al lado del otro, con la botella de vodka recién abierta en medio, observando cómo la ciudad cobraba vida al anochecer, con la luna presidiendo el cielo repleto de estrellas.
Cogí la botella y di un sorbo rápido y seco. Cerré los ojos mientras el líquido resbalaba por mi garganta, quemándolo todo a su paso, hasta llegar al estómago. Luego, le pasé la botella a Steve, que repitió mi gesto, con un trago corto. Nunca habíamos sido muy aficionados al alcohol, pero aquella noche necesitábamos sentarnos en lo alto de la colina del norte, mirar la ciudad que encendía sus luces nocturnas y emborracharnos. Ambos lo sabíamos.
-          ¿Cómo es? – me preguntó él de pronto, pasándome de nuevo la botella.
-          ¿El qué? – pregunté, aunque ya sabía a qué se refería. Steve no había sacado el tema aún, pero sabía que ese momento llegaría tarde o temprano, porque si la situación hubiera sido a la inversa, a mí también me hubiera estado carcomiendo la curiosidad desde dentro.
Tomé la botella entre mis manos, pero no volví a beber. Simplemente, esperé a que Steve formulara su pregunta al completo y me preparé para contestarla, porque la respuesta era una de esas que cuesta encoger y encarcelar entre frases. Los sentimientos siempre habían sido para mí imposibles de expresar con palabras.
-          Enamorarse. – Respondió él, silabeando con cuidado.
-          Es… brutal – repliqué después de varios segundos de reflexión.
Acerqué nuevamente la botella a mis labios y dejé que el vodka me permitiera soltar mis pensamientos.
-          Pensé que dirías… bonito, o alguna cursilada así. – Steve frunció los labios, mientras me arrebataba la bebida. Él tampoco bebió nada más cogerla, si no que sopesó las cosas con calma. - ¿A qué te refieres? – acabó por preguntar.
-          Sin duda, es bonito. Pero… no sé, es una palabra demasiado simple. Sería como decir que el cielo es grande. No basta para definir la inmensidad que lo compone.
>> Imagina… – lo medité un instante. – Imagina dos planetas. Ambos girando a una velocidad rapidísima sobre sí mismos y moviéndose a toda pastilla, ambos atrayéndose de una forma en extremo peligrosa. Y, llegado el momento, los dos planetas chocan inevitablemente, porque la gravedad siempre hace de las suyas. El amor es el caos originado por la colisión de los dos planetas. Y es jodidamente devastador. Te hace pedazos, ¿sabes? Pierdes la lógica, pierdes cualquier vestigio de razón, pierdes la capacidad de analizar los sucesos con calma. Los sentimientos lo devoran todo a su paso.
Sonreí inevitablemente al recordar el momento exacto en el que colisioné con ella, en el que me encontré por primera vez inmerso en sus iris azules oscuros casi negros y lo supe. No me hizo falta una señal divina, ni un cartel enorme con la verdad escrita en él, como sale en los dibujos animados. Fue la simple forma en la que ella entrecerró los párpados y enarcó una ceja la que me alteró la respiración y me apresó en sus redes.
-          Ya no es “tú y yo”, ahora es un “nosotros”. Y te dicen, siempre te dicen: “colega, baja la intensidad. Estás yendo demasiado rápido, estas completamente loco por ella. Y, cuando te deje, te hará tanto daño que no podrás recuperarte”. Pero, Steve, permíteme decirte que la gente es idiota. No saben de lo que hablan.
Bebí otro trago de vodka, porque no podía seguir hablando de sentimientos tan profundos estando tan sobrio. El alcohol alteraba la percepción y me hacía entender mejor a mi pobre cerebro descolocado.
-          Cuando te enamoras, no eres capaz de controlarlo. No puedes decir “la querré hasta este punto y ni un poco más, porque si no, será demasiado”. Vaya gilipollez – me reí de esos malditos consejos estúpidos que tanto había oído en las últimas semanas. – Te vuelves adicto. Empiezas a necesitar pasar 25 horas al día con ella. Le regalas tu corazón, aunque sabes que podría romperlo. Pero es que eso no te importa, te da exactamente igual. Porque, sin ella, no lo quieres.
>> ¿Cómo es estar enamorado, dices? Es demoledor. Rompe todas las reglas y todos los esquemas. Los planes que tenías se van a la basura y te importa una mierda. Olvidas quién eres sin darte cuenta siquiera. Es brutal, Steve. Pero, como tú dices, es bonito. Es terriblemente hermoso. Y, créeme, no hay nada mejor en esta vida que enamorarte… y ser correspondido. Porque pierdes mucho, porque te vuelves loco, porque apenas eres capaz de pensar, pero todo eso, todas las consecuencias que se te ocurran… merecen la pena.
Dejé la botella en el suelo y me tumbé boca arriba, con la vista fija en los millones de estrellas que sabía que estaban ahí, en alguna parte. Y me pregunté cuántos planetas, justo en ese momento, estaban colisionando donde fuera y ocasionando un caos denominado amor.

No podía seguir viviendo tranquila sin introducir el caos en una de mis historias. Esta es una de las situaciones donde el caos me enamora, porque, para mí, el amor implica caos. Descontrol, incoherencia, desorden, confusión, imprevisible. Características del caos y del amor, ¿verdad?
Soy una cursi. Estoy condenada a seguir soñando.
 

Porque, joder, es un enemigo duro, pero yo lo soy más.


El despertador sonaba puntual todas las malditas mañanas de mi vida a las 7 menos cuarto de la mañana, cuando el Sol aun estaba intentando despertar al mundo.
Me vestía, me peinaba, desayunaba y salía de mi casa. Era la rutina, la maldita acosadora que me perseguía durante los 365 días del año sin descanso y que me asfixiaba, me ahogaba. Me hacía caer en picado.
Pero el mayor enemigo al que me enfrentaba día a día era el miedo. Siempre había sido mi punto débil, el talón de Aquiles que me hacía perder las batallas contra la vida. Me recluía dentro de mí misma, me abandonaba a mi suerte, me obligaba a esconderme en el fondo de mi corazón y a tapar con una gruesa manta negra todo aquello que lo desafiara. Y yo lo hacía, porque no me creía capaz de vencerlo.
No negaré que alguna vez, quizá demasiadas veces, muchas más de las que una persona cuerda lo habría hecho, me planteé cesar el compás de mi respiración, huir de la rutina para siempre y abolir el miedo que convertía mis órganos en trozos de cemento, que caían concentrados a la altura de mis pies.
No niego, porque sería recurrir a la mentira, que en las noches en las que me asaltaba el insomnio, solo deseaba escapar de la prisión que se había convertido en los latidos de mi corazón. Y que, quizá, llegué a reflexionar con detenimiento a qué método podría recurrir, uno rápido e indoloro.
Pero sabía que no podía. Sabía que no iba dejar de pelear. Porque sería darle la victoria a esta vida de mierda e irme sin luchar. Eso era algo que, aunque me hubiera planteado, nunca cumpliría. Lucharía. Joder, lucharía. Con uñas y dientes, me destrozaría los dedos, gritaría hasta romperme las cuerdas vocales, porque tirar la toalla no era una opción.
Era cierto que hacía tiempo que “estoy bien” sabía a mentira en mis labios, pero también era cierto que había seguido peleando desde entonces. Quizá hubiera sido pura inercia. Quizá nunca me planteé si luchar o no y me limité a hacerlo. Pero, si inconscientemente no me había rendido, tampoco lo haría sabiendo a qué me enfrentaba, no cuando todo lo que la palabra yo representaba dependía de ello.
Y puede que algún día lograra vencer al puto miedo que susurraba al oído todo lo que era incapaz de hacer. Porque, joder, es un enemigo duro, pero yo lo soy más. Y si el miedo es difícil de matar, la esperanza es inmortal.

  En este texto existe una diferencia con respecto a los otros, aunque no se puede apreciar a simple vista. Aquí, en estas pocas líneas, no he creado personajes ficticios. No he descrito una historia que nunca he visto suceder. No he utilizado ni un ápice de mi imaginación.
 Esas líneas contienen la verdad. Son mis pensamientos, los de verdad, sin el filtro de visión de cualquier personaje que cuente su propia historia. Soy yo contando la mía. 
Hoy ha sido un día raro. Pero un buen día. He reflexionado, he pensando, he decidido, me he echado atrás. Y he recibido apoyo. Cuando más sola me creía, han aparecido personas que creía perdidas para empujarme a seguir adelante, para agarrarme cuando esté a punto de caer.
Muchas de ellas no leen este blog, así que sería inútil nombrarlas si nunca verán sus nombres en mis agradecimientos. Pero sé que vosotras, Marta, Irene, sí lo leeréis. Así que, esta va para vosotras.
Gracias. Gracias por ayudarme a seguir adelante, a aconsejarme, a obligarme (directa o indirectamente) a seguir luchando, porque hay días en los que necesito que alguien lo haga.  Y, sobre todo, gracias por escucharme cuando lo necesitaba. 
Gracias.

20 febrero, 2012

Oh, it's what you do to me/ La locura también se llama amor.

   Dejé el paraguas de cualquier manera delante de la puerta y, una vez dentro del minúsculo piso, tiré las llaves al cuenco de cristal sobre la mesa del recibidor, mientras arrastraba el corazón, que llevaba adherido a mis pies y pesaba como una vida vacía.
   Me paré un momento en medio dela sala y apreté los puños con fuerza, maldiciéndome en mi fuero interno.
   Parker me esperaba en el salón, observando sin interés la caja tonta, en la que emitían una serie cómica con falsas risas enlatadas y situaciones absurdas. Me miró nada más oírme entrar y enarcó una ceja con curiosidad.
   -    Supongo que no ha ido bien – dijo en forma de saludo.
   Me dejé caer a su lado en el sofá marrón que no pegaba con el color de la pared. Ni con el resto del mobiliario. Era nuestro piso de estudiantes, descolorido, mal conjuntado, desordenado y sucio. Nuestro hogar.
   Eché la cabeza hacia atrás y la apoyé en la fría pared, mientras apretaba con fuerza los ojos para borrar de mi memoria sus ojos azules atónitos. Y, luego, por alguna razón, enfadados.
   -    Qué va. Diría que no se lo tomó bien.
   Parker desconectó el sonido y se acomodó para oír la historia que sabía que yo estaba ansioso por contarle. Inspiré profundamente, preparado para dejar salir todo lo que había pasado, en un vago intento por comprender mi situación.
   -    Fui a buscarla. Estaba en el parque, con algunos amigos y… él – pronuncié la palabra con un desprecio casi palpable. Apreté la mandíbula. – Ese capullo. Su novio. Le dije que tenía que hablar con ella; me acompañó hasta un banco apartado donde pudiéramos estar a solas.
   -    ¿Y entonces? – Parker vivía enganchado a los culebrones y aquello, mi vida actual, era casi tan interesante como uno.
   -    La miré a los ojos y se lo solté de golpe. Le dije que la quería. Le dije que no podía dejar que estuviese con ese gilipollas cuando somos la pareja perfecta. Le dije que no podía seguir soportando verla así, porque necesitaba estar con ella todos los segundos del día y despertarme a su lado. Le dije que me eligiera a mí, que estaba completamente enamorado de ella, de su risa y del modo en el que me fastidia cada vez que puede.
   -    ¿Y qué contestó? – miré a mi compañero de piso de reojo y pude comprobar que estaba a punto de dar saltos de emoción en el sofá.
   -    Nada – exhalé todo el dióxido de carbono en esa palabra, acompañado del dolor que me comprimía por dentro. – No dijo nada. Se quedó mirándome allí, al menos dos minutos, en silencio. Negó con la cabeza, abrió la boca, la cerró, se levantó y se largó corriendo. Y me quedé sentado solo en el banco como un idiota que acaba de confesarle sus sentimientos al aire – se me quebró la voz irremediablemente. Tenía dentro tantos sentimientos que sentía que me iba a explotar el pecho y la cabeza del dolor. Era frustración, rabia. Rabia hacia ella por no decirme que me quería también, rabia hacia mí por haber esperado demasiado para confesarlo todo, rabia hacia el tío que me la había arrebatado. Impotencia.
   -    Vaya – y eso fue todo lo que se le ocurrió decir.
   Nos quedamos en silencio, yo con los ojos cerrados y él mirándome preocupado, casi como si temiera que rompiera a llorar de pronto. Pero no tenía ganas de derramar lágrimas, porque sabía que eso no aliviaría ni una pizca de lo que sentía. Quería gritar, romperme los pulmones chillando su nombre. Karen.
   -    ¿Y qué piensas hacer? – me preguntó de repente.
   -    No lo sé. Lo único que tengo claro es que la quie… - mis palabras fueron cortadas por el insistente sonido del timbre. Una, dos veces. Pausa. Tres toques más, muy rápidos, desesperados.
   Crucé una mirada con Parker y me decidí a abrir la puerta, puesto que mi compañero de piso no dio señas de levantarse del sillón, donde seguía cómodamente repantigado.
   No miré por la mirilla. No sé por qué no lo hice. Estaba demasiado absorto en mis problemas y en mis lamentaciones para hacer algo tan trivial, algo que nos recuerdan siempre nuestros padres: mira antes de abrir.
   Mi sorpresa fue mayúscula cuando la vi. Tenía el pelo largo y oscuro pegado al cuerpo, totalmente empapado por la lluvia que arreciaba fuera, al igual que su ropa. No llevaba paraguas, ni bolso. Estaba doblada sobre sí misma, con las manos en las rodillas y jadeando en un intento de recobrar el aliento.
   De pronto, levantó la vista hacia mí y clavó sus iris, perennemente desafiantes, en los míos. Y así fue como supe que a Karen se le había pasado toda la sorpresa y venía dispuesta a darme guerra. E, inevitablemente, sonreí.
   -    ¿Quién te crees que eres? – chilló sin más. No hubo preliminares, no empezó con un tono razonable. - ¿Quién coño te crees que eres para venir y poner mi vida patas arriba, Lucas?
   Parpadeé varias veces, desconcertado ante tales preguntas. Ella parecía esperar una respuesta, pero no sabía que decirle.
   -    Perdón – opté por murmurar finalmente.
   -    ¡¿Perdón?! Vaya disculpa. – Se detuvo un instante y bajó la vista a sus pies. – Llevo cinco años totalmente enamorada de ti. 
   El golpe de sus palabras me hizo soltar el aire de golpe, del mismo modo que si alguien me hubiera pegado un puñetazo en las costillas. Karen volvió a clavar sus pupilas en las mías, afrontando las consecuencias de su revelación y plantándole cara a la vergüenza.
   -    Cinco años pasan despacio. Y tú nunca, jamás, mostraste el mínimo interés por mí. Yo siempre estaba ahí, dispuesta a ayudarte. ¿Crees que las chicas de verdad somos tan disponibles? Pero para ti yo quería serlo. Me esforcé, te lancé medio millón de indirectas. Pero tú nunca decías nada, nunca reaccionabas. – Se detuvo y cerró los ojos con fuerza. – Nunca me besaste, como deseaba que hicieras cada instante. Así que me convencí, me aseguré a mí misma que nunca lo harías. Que tú y yo no teníamos futuro, que éramos una probabilidad de 0. Tardé cinco putos años, Lucas. Y ahora, justo ahora que me he decidido a pasar página, a estar con otro y olvidarme de lo mucho que te quiero, me confiesas que tú también estás enamorado de mí. ¿Quién te crees que eres para decírmelo ahora? – apretó los puños con toda la rabia que la desbordaba desde dentro.
   La observé fijamente. Estaba tan preciosa como siempre, con el pelo desordenado tapándole partes del rostro, los iris azules brillantes, la ropa húmeda pegada al cuerpo y sus sensuales labios pidiendo a gritos un beso que yo sabía que no debía darle.
   -    No lo sabía, Karen. Yo también me convencí de que éramos una imposibilidad, pero cuando te vi con ese gilipollas no pude soportarlo. Tenía que decirte la verdad, tenía que asegurarme de que lo elegías a él.
   -    Y ahora me dejas en medio de una encrucijada. – Negó con la cabeza con impotencia y leí en su mirada cuál iba a ser su respuesta. Y que no me elegía a mí.
   Se dio la vuelta y dio dos pasos. Empezaba a cerrar la puerta cuando oí de nuevo su voz, esta vez como un suave murmullo.
   -    ¿Sabes qué es lo peor? Que estoy completamente loca. Porque, aun ahora, aun siendo tan gilipollas como eres y yo tan tozuda, estaría más que dispuesta a mandarlo todo a la mierda, a mandar al mundo a tomar por culo. Porque, joder, te sigo queriendo. – Se dio la vuelta y me miró con fijeza a la cara. – Llevo cinco años convenciéndome de que no tengo ninguna posibilidad contigo, de que nunca seremos compatibles, de que tú te enamorarías tarde o temprano… de otra. Pero siempre supe, mientras intentaba aplastar mis sentimientos, borrar tu nombre de mis pensamientos y obligarme a olvidarte, que no podría dejar de amarte ni aunque pasaran mil años. Que solo te querría a ti. Eso es lo peor. Que sé demasiado bien que solo podré ser feliz contigo. Y, aun peor que eso, es que todavía deseo con toda la fuerza de mi alma que me beses de una maldita vez.
   Nos miramos fijamente a los ojos una décima de segundo más, antes de que avanzara los tres pasos que me separaban de ella en el tiempo que dura un suspiro y la abrazara con fuerza, mientras enganchaba mis labios en los suyos. Sentí su pelo mojado contra mis dedos inquisidores y las curvas de su cuerpo contra el mío. Sus manos aferradas a mis hombros desde atrás, mientras sus uñas se clavan ligeramente en mi piel. No era de un modo doloroso, era de un modo que quería decir que era suyo. O quizá yo fuera masoquista y eso me gustara.
   Karen sabía a vida. Llevaba seis años, desde la primera vez que la vi sentada en la cafetería de la universidad, un año antes de atreverme a “conocerla por casualidad”, imaginándome a qué sabría su boca. Por fin lo había descubierto. Tenía un suave gusto a fresas mezcladas con chocolate y a azúcar, a lluvia, a pasión, a sueños cumplidos.
   Me separé de ella un instante para ahogarme en la inmensidad de sus ojos como me gustaba hacer. Sonreí mientras le recorría el rostro desde la mejilla hasta el cuello con la palma de la mano.
   -    Debo de estar loca – susurró ella con su nariz apoyada en mi mejilla.
   -    Y yo. Tú me has vuelto loco. Pero no me importa. Nunca me ha gustado la cordura – le susurré las últimas palabras al oído, las mismas que ella me solía decir cuando íbamos a beber por las noches.
   Su risa me hizo vibrar de arriba abajo. Volví a besarla con suavidad, saboreando el momento de tenerla entre mis brazos.
   -    ¡Lo sabía!
   Tanto Karen como yo nos giramos a la vez, para ver a Parker aplaudiendo en la puerta de nuestro piso. Y ninguno de los dos pudimos contener la risa.




    Debo una disculpa. O dos, no estoy segura. Primero que nada, siento haber tardado tanto en actualizar. Prometí hacerlo el viernes por la noche y ya estamos a lunes (aunque es muy temprano). Y, después, que sé que esta entrada no está a la altura. Lo sé. Pero quería escribir algo con un final feliz, porque últimamente tengo la sensación de que no existen. Y eso me ha hecho sentir como una mierda desde hace tiempo. Si en la realidad no tienen lugar, al menos que en la ficción, en mi blog, algún personaje (aunque sea inventado) pueda ser feliz. Espero que, aunque no sea tan bueno, sirva para entretener y que haga sonreír. No pido más hoy.
   La canción que da nombre a esta entrada es Hey there Delilah que es un verdadero amor de canción. Me transmite sentimientos de larga distancia, de estos que ni siquiera los kilómetros pueden romper. Si te apetece, échale un vistazo a la letra. A mí ya me tiene enamorada.
   De nuevo, lo siento. Pero supongo que menos es nada :).

14 febrero, 2012

¿Cuánto dura la inercia de una vida?

   Llevábamos sentándonos en el mismo banco quince años. Parecían pocos, pero allí, entre las pintadas en negro y los chicles mal pegados estaban mis mejores recuerdos.
   Lo habíamos descubierto cuando teníamos doce años, de vuelta a casa, huyendo de los capullos que intentaban robarnos el dinero del almuerzo, casi corriendo como si nuestra vida dependiera de la velocidad de nuestras zancadas. O al menos, así lo creíamos. Pero, claro, solo teníamos doce años.
   Sam me tiró de la manga del jersey y me obligó a seguirlo por dentro del parque, hasta llegar a una zona de espesa arboleda donde, oculto entre el follaje, había un banco casi invisible desde el paseo. Nos sentamos allí aquel día, rezando para que no nos descubrieran, con nuestras preciadas mochilas bien sujetadas al pecho como si fueran un tesoro de valor incalculable en lugar de un trozo de tela con cremalleras y medio millón de manchas de arrastrarlas por el suelo.
   Volvimos la mayor parte de los días aquel año. Y el siguiente, y el siguiente. Hablábamos de chicas, de fútbol, de crecer y largarnos de aquel maldito pueblo que asfixiaba a sus habitantes. Grabamos nuestros nombres en la vieja madera desteñida del banco con todo lo que encontramos. Y fechas, y más fechas, hasta que casi olvidamos cual era cual.
   Pero, mientras ahora estaba sentado allí, observando cómo el viento mecía las hojas de los árboles a mi alrededor y completamente solo, solo podía recordar una de las miles de ocasiones en las que compartí mi tarde en ese lugar con Sam.
   Haría dos meses, quizá un poco más. Era invierno, el crudo invierno de un pequeño pueblo del norte de un país, por lo general, helado. Hacia frío, así que calentábamos nuestros maltrechos cuerpos de veintitantos años con cerveza barata y cigarrillos.
   Recuerdo que le había prometido a Ana dejarlo, pero siempre me escapaba de mis juramentos en el banco, porque ninguna ley se aplicaba allí, ni promesas.
   Sam tenía la vista clavada en el suelo de piedra, en una hoja muerta que se arrastraba con su último hálito de vida llevada por el viento. Un cigarro se consumía entre sus dedos, mientras las cenizas caían olvidadas en la tierra a sus pies.
   Sin mirarme, comenzó a hablar. Y jamás olvidaré la expresión de su rostro, aunque pasen otros quince años, ni el desapasionado tono de su voz.
   -    Ryan, he descubierto que nos movemos por inercia. – Susurró. Luego, dio otra calada devastadora al cigarrillo y lo tiró al montón de cenizas, asesinándolo por completo al aplastarlo con el pie.
   Exhaló el humo hacia el cielo, con los ojos semicerrados, formando círculos tal y como nos había enseñado su tío cuando teníamos diecisiete.
   -    ¿Qué quieres decir? – repliqué. Yo siempre había sido el de letras, el menos inteligente de los dos. Sam era el genio, el que había estudiado Física en la universidad y se había doctorado con alabanzas de sus profesores.
   Me miró con una media sonrisa.
   -    Verás, hay un fundamento físico que dice que, cuando un cuerpo termina de realizar un movimiento, continúa desplazándose durante un período de tiempo por la fuerza del movimiento simplemente, hasta que, finalmente, la fuerza de gravedad y la de rozamiento lo detienen por completo. Nosotros somos la inercia. Hubo un tiempo, buenos tiempos, en los que nos movíamos de verdad, en los que nuestras vidas tenían fuerza suficiente para generar un movimiento. Teníamos razones para luchar; un motivo que nos impulsara a levantarnos cada mañana.
>> Pero, ahora… Joder, no hay nada que merezca la pena. La sociedad nos oprime, nos aplasta. Ni siquiera tenemos un empleo que nos motive, ni una relación que nos apasione. En este puto mundo donde todo se nos da hecho, ¿qué nos motiva a movernos? Nada. Por eso, ahora solo somos la inercia, Ryan. Somos lo que resta de una vida plena y de nosotros solo queda estas cenizas que pronto se llevará alguna racha de viento. – Le dio una patada al cigarrillo que continuaba a sus pies y las cenizas se elevaron en el aire por el movimiento, para luego volver a posarse en el suelo. – Y, ahora, lo único que nos queda por preguntarnos es, ¿hasta cuándo durará la inercia? ¿Cuándo las fuerzas que nos obstaculizan, que impulsan nuestras vidas al desastre, nos pararán por completo? – no me miró a los ojos ni una sola vez mientras musitaba las palabras, y por eso supe que las decía completamente en serio.
   Me quedé callado, con la cerveza entre mis manos congeladas y la respiración atascada en los pulmones. Carraspeé, buscando algo qué decir.
   -    No digas tonterías – me obligué a recriminarle.
   Él se rió, un sonido vacío, y olvidó el tema. Volvió a preguntarme por mi futuro viaje a Londres y a encausar la conversación y yo me limité a sentirme aliviado. Pero las palabras se quedaron grabadas a fuego en mi mente.
   Y las rememoré, una por una, cuando un mes y medio después de aquel día entré en mi apartamento, el que compartía con Sam, y encontré su cuerpo sin vida sobre el sillón. El día en el que perdí a mi mejor amigo.
   Cuando la ambulancia se hubo llevado su cadáver, la encontré en la mesa del salón. No sé cómo pude pasarla desapercibida, pero supongo que se debió al enorme shock de encontrarme el recipiente vacío de lo que hasta entonces había sido una de las personas más importantes de mi vida.
   Era una nota. Pequeña, sencilla. Escrita con su caligrafía gruesa, pero elegante.
   Lo siento, Ryan. La inercia nunca dura para siempre.
   Y eso fue todo.
   Ahora, quince días más tarde, estoy sentado en el mismo banco en el que siempre estuvimos los dos, pero en esta ocasión, solo. En el mismo banco donde él, sin yo saberlo, me confesó su suicidio. En el mismo bando donde yo decidí ignorar el tema porque sus palabras daban miedo, esas malditas palabras que ahora yo tenía grabadas en mi memoria, las que recordaba todas las noches al acostarme, con la voz hueca de Sam.
   Permanecí allí un tiempo que no pude percibir, viendo a Sam una y otra vez en mi mente, todo lo que habíamos compartido. Tantos años. En algún momento comenzó a llover, con fuerza, y las gotas limpiaron el paso por el mundo de mi mejor amigo, mientras yo seguía solo en aquel puto banco.

   Canción de hoy: Beat the Devil's tattoo. Tiene algo muy lúgubre, no sé. Me encanta, porque me transmite. Me transmite a secas y eso es lo que busco en todo lo que me rodea.
   Estoy pensando en cambiar el diseño del blog a algo mucho más simple, porque me abruma tanto color en el formato. No sé, supongo que este fin de semana haré un par de pruebas a ver si me convence una remodelación. 
  Como siempre, espero que el texto cumpla las expectativas (si estas no son demasiado altas, claro). Y también espero que vivas una vida, y no la inercia de una pasada.

12 febrero, 2012

Hold me down.

   -    ¿Sabes? A veces me cuesta muchísimo simular que soy normal. Sobre todo cuando paso tanto tiempo apartada, encerrada entre las cuatro paredes de mi casa observando el blanco inmaculado del techo, con la gata recostada sobre mi estómago. Porque, en esos momentos, pienso y pienso y desato todo lo que normalmente guardo escondido en recovecos de mí, para que no aflore a la superficie cuando intento ser normal.
   >> Entonces, recibo tu llamada y me obligas a ducharme. La mayor parte de las veces, cuando oigo tu voz ordenándome que me desnude y me meta debajo del agua helada de la ducha, ya he perdido la cuenta de los días que llevo sin moverme. A veces me olvido de comer y me quedo allí, sola, en mi cama, metida en mi propia vorágine de pensamientos y el mundo deja de importarme. Bueno, para ser sincera, el mundo nunca me importa demasiado, solo pequeños fragmentos de él. Como la anciana que vive encima de mi piso, la que siempre me baja albóndigas los viernes a mediodía. Y Yuki, por supuesto. ¿Qué haría sin mi gatita blanca de ojos miel? Y tú. Pero, aparte de eso, nada más. Muchas de las ocasiones, ni siquiera yo.
   Corinne siempre divagaba cuando empezaba a hablar. Siempre, sin excepción. Su boca se abría, la frase que decía tenía un sentido, pero la siguiente ya no. No había cohesión ni coherencia. A mí me gustaba, por eso siempre volvía a llamarla cuando pasaba mucho tiempo sin verla. Porque era como una medicina que necesitaba tomar una vez cada cierto tiempo, una vitamina que siempre me daba fuerzas para seguir luchando contra la corriente: su dulce voz, infantil e ingenua, divagando.
   -    ¿Qué decía? – me miró a los ojos al hacer la pregunta, pero su mirada nunca permanecía quieta en el mismo lugar más de unos instantes. La desvió hacia el mar antes de seguir. - ¡Ah, sí! Pues eso, que me visto, me peino y me maquillo y te espero en la calle Veintidós. Entonces, me doy cuenta de que, en realidad, todo sigue igual, pero yo lo percibo de forma distinta. No me molesta el frío, no siento la necesidad de darle los buenos días a la panadera y la sonrisa se me escurre entre los pómulos. No sé, será que, en el fondo, soy una antisocial y que tú eres el único que consigue adaptarme a la realidad. O me quedaría encerrada para siempre en casa, muriéndome de hambre sin recordarlo.
   Bebí un trago de la Coca-cola que llevaba media hora sosteniendo entre mis manos heladas y la observé con atención. Era preciosa. Tenía un halo etéreo, que me hacía pensar en ninfas y magia.
   -    ¿Y por qué no sales a la calle más a menudo?
   -    ¿Para qué? – Se encogió de hombros. – No he encontrado fuera de mi puerta nada más interesante de lo que tengo dentro. Y si, como consecuencia, tengo que ser una antisocial un par de semanas al mes y olvidarme de darle una propina al repartidor de pizzas, pues creo que es un precio justo. Aunque me mire mal.
   -    Seguro que escupe en tu pizza antes de entregártela.
   -    Al menos, tendrá un sabor especial  - dijo ella, riéndose. – En serio, Tom, eres el único que me hace encajar en… todo esto – hizo un gesto con las manos, abarcando la inmensidad de nuestra ciudad. – Siempre sabes hacerme salir a flote, por muy profundamente que me haya hundido. Y creo que nunca te he dado las gracias por ello.
   -    No es necesario.  – Dejé la Coca-cola en el banco donde estaba sentado y me puse de pie a su lado. Ella estiró sus pequeños brazos pálidos, que parecían no haber visto nunca la luz del sol, hacia mí y yo la acogí en el hueco de mi pecho, encerrándola fuerte para protegerla del mundo. – Siempre podrás contar conmigo, Corinne.
   Era distinta, siempre lo habíamos sabido. Pero eso no significa que la quisiera ni un ápice menos. Porque, al fin y al cabo, era mi hermanita pequeña, la de la voz ingenua, la mirada perdida, la sonrisa fácil, las pecas en la nariz y los abrazos acogedores.

  No podría contar la cantidad de veces que me siento así, que me paso tanto tiempo dentro de mi mente que luego no recuerdo cómo volver a integrarme en la realidad. Este texto tiene una parte de mí un poco más grande de lo normal, porque a veces pierdo la noción del tiempo tumbada en mi cama con mi perra a mi lado. Y porque siempre he querido tener un hermano mayor que me saque de la cama y me dé abrazos al lado del mar. Hoy no ha sido un buen sábado, supongo.
   Canción de hoy: Superman No tiene nada especial, pero hoy nada lo tiene.

11 febrero, 2012

La vida duele un poco menos con la nicotina en mis alvéolos.

   Me miró con ese puto gesto altanero que tanto odiaba y que parecía utilizar cada vez que hablaba conmigo, como si quisiera restregarme su cordura. Como si yo tuviera la culpa de que la incoherencia hubiera invadido mis sentidos y mis pensamientos.
   -    ¿Que si me gustaría desaparecer? – repetí la pregunta, sílaba por sílaba, sin saber qué responder.
   -    Eso he dicho – repitió con tranquilidad. Eso también me reventaba de su comportamiento. Su aparente incapacidad de sentir reacciones fuertes o su increíble capacidad para controlarlas. Daba igual, el resultado era el mismo.
   Necesitaba fumar. Sentía la falta de nicotina, mis pulmones clamando por una inhalada del maravilloso humo de la muerte. Sin un cigarrillo entre los dedos, se hacía más duro contener aquellos instintos psicópatas que me susurraban al oído que el asesinato tampoco era tan mala opción.
   Él seguía con la vista clavada en mí, evaluándome, analizándome, decidiendo si estaba tan jodidamente loca como parecía. Si era necesario internarme en un psiquiátrico. Si tendía hacia la auto-destrucción. Si era un peligro social.
   No sé cuántas cosas pasarían por su cabeza mientras me observaba con sus ojos de águila, que parecían escrutarme el alma. Solo quería que parara, que me dejara de hacer sentir tan pequeña que cualquiera pudiera pisotearme.
   - Supongo… supongo que sí -  barboté la verdad antes de pararme a pensarla, pero era el influjo de sus ojos negros en mí, que me impelían a ser sincera, que me prometían captar todas mis mentiras.
   -    ¿Por qué? – su tono neutro. Eso también me hacía estallar la cabeza y me aceleraba las pulsaciones.
   Había días en los que no podía evitar pensar que se comportaba así precisamente para llevarme hasta el límite, que me obligaba a no fumar para que mis nervios estuvieran a flor de piel y cualquier de sus palabras pudiera obligarme a estallar. Quería probarme, averiguar el daño que podían correr aquellos de mi entorno en caso de que me enfadara. Y, joder, yo necesitaba el tabaco.
   -    Porque… no lo sé. Porque no me quedan razones para seguir luchando. Porque todo lo que me anclaba a este mundo se ha evaporado con el paso de las estaciones y la necesidad de sujetarme a la cordura se ha desvanecido junto con las personas que me impelían a ello. Estoy sola. Terriblemente sola. No tengo familia, ni amigos. No tengo compañeros de trabajo. Ni trabajo. Solo me queda el tabaco, la nicotina que espero que me destruya poco a poco. Porque soy una cobarde, porque no me atrevo a quitarme la vida y me autodestruyo poco a poco, para aliviar un poco el sufrimiento permanente que sé que sufriré en su falta. Porque lo echo de menos y sé, joder, sé demasiado bien que no volverá. – Apreté la mandíbula con fuerza y me obligué a no llorar, porque no permitiría que un hombre extraño, un psicoanalista de poca monta que trabajaba para el estado, viera todo la vulnerabilidad y el miedo que había enterrado en mi interior bajo capas de autodesprecio y culpa.
   -    ¿Quién no volverá, Sue? – preguntó él con condescendencia, aunque sabía demasiado bien la respuesta. Contaba en mi historial, por eso me habían remitido a su consulta. Pero sabía por qué quería que lo dijera yo. Que aquellas palabras salieran de mis labios sería admitir de algún modo todo el dolor, sería admitir su pérdida.
   Me había resistido hasta entonces. Me había negado a pronunciar su nombre y a regodearme en su recuerdo, con todo el sufrimiento que eso conllevaba. Pero estaba cansada, harta de luchar contra el mundo solo con la fuerza de mis brazos. Y necesitaba fumar.
   -    A él. A mi Charlie. Mi bebé. – Me abracé a mí misma, intentando contener el dolor que amenazaba con hacer que me estallara el pecho. - ¿Por qué? – susurré, perdiendo la capacidad de controlar mis palabras. Vomité todo lo que llevaba revolviéndome el cerebro desde hacía tanto tiempo: - ¡Él no le había hecho daño a nadie! ¡Era un niño! Era un niño. No tenía derecho. Dios no tenía derecho a darle un puto tumor cerebral, no tenía derecho a hacerlo sufrir. No tenía derecho a arrebatarlo de mis manos antes de mis brazos se amoldaran a su forma. Era demasiado pronto. Demasiado pronto. – Las lágrimas se desbordaron y ya no pude contener su recorrido por mis mejillas.
   Ya no me importaba que él me viera. Ya no me importaba ir al Infierno ni haber perdido la fe en Dios y en mí. Ya no me importaba no tener un trabajo al que ir, ni tener un sueldo con el que comprarme la comida. Ya no me importaba morir. Porque él no estaba, porque había muerto por una enfermedad incurable, porque mi corazón se había roto cuando el suyo se detuvo. Porque, joder, solo era un niño de siete años.
   Sentí la mano de aquel hombre trajeado en mi hombro. Levanté la vista, esperando ver sus ojos vacíos, tan huecos como el resto de ocasiones. Pero había compasión y pena en ellos en esta ocasión.
   Me tendía un cigarrillo. Lo tomé entre mis dedos y él lo encendió antes de que pudiera pedírselo. Y fumé.
   Con la nicotina directamente inyectada en mis alvéolos, el mundo era un poco menos duro. Sabiendo que aquel cigarrillo lograría acortar mi vida, me sentía un poco más feliz. Inhalé con fuerza el humo y lo expulsé por la nariz, con los ojos cerrados para retener el dolor tras mis párpados. 

   Un cambio en la temática. Los cambios no siempre son agradables. Algunas veces son brutales. 
   Estoy tan estresada con los exámenes que ya no me queda ni imaginación para escribir algo que valga la pena. Pero supongo que, hasta que las musas vuelvan, podréis conformaros con esto. Lo siento, prometo que algún día, volveré.