24 marzo, 2012

Primavera de 1952.

 Antes de empezar a leer, yo recomendaría poner esto de fondo: rain. Creo que nada puede quedar mejor que el sonido de la lluvia de fondo para este fragmento, pero la elección es, como siempre, vuestra.


Aquella mañana, las gotas de lluvia repiqueteando contra el cristal de la ventana a través de la que miraba, conformaban la banda sonora de sus recuerdos perdidos. Observó, sentada en la mullida y vieja butaca (pero no tanto como ella misma) los árboles, que absorbían la minúscula cantidad de agua que el verano les proporcionaba en aquella región del país. La cristalina superficie del lago se ondulaba con cada minúscula gota que impactaba sobre él, creando continuas ondas que nunca llegaban a morir del todo, si no que eran engullidas por otras recién aparecidas.
Elizabeth no apartó la vista del exterior de su habitación, en la segunda planta de la residencia de ancianos Sunset, hasta que oyó unos suaves pasos detrás de ella, entrando en la sala.
Se giró con la rapidez que le permitieron sus huesos magullados por el tiempo, para ver a una desconocida de facciones bellas apoyada en el marco de la puerta, mirándola con tranquilidad y una leve sonrisa en el rostro. Intentó recordar si la había visto con anterioridad, puesto que aquella joven la miraba con confianza, como si entre ellas existiera alguna conexión que escapaba de su conocimiento. Pero no recordó nada.
-          Buenos días – saludó la visitante. - ¿Puedo pasar?
Aún sin saber quién era aquella muchacha, asintió con la cabeza para indicarle que tomara asiento a su lado. La chica lo hizo en silencio, mientras sus pasos sonaban levemente como acompañamiento a la lluvia de fondo.
-          ¿La conozco? – acabó por preguntar Elizabeth, cuando ya no pudo contener la curiosidad dentro de ella. Había algo… quizá los ojos de la joven, que le traían matices lejanos a la memoria, pero no había manera de ubicarlos en algún lugar. Parecía que al recoveco secreto donde estaban no le era posible acceder, si es que existía.
Hacía tiempo que su memoria le jugaba malas pasadas.
La muchacha sonrió de manera afable y se inclinó hacia delante, por lo que su melena castaña rubiácea le cayó sobre los hombros.
-          Sí, señora Elizabeth. Soy Patrice. Una de las… enfermeras. Quizá… - las palabras se cortaron en el aire, pero la joven carraspeó y siguió su explicación sin detenerse. – Quizá no me recuerde porque no he venido mucho últimamente; he estado algo enferma… y no he podido salir de la cama.
-          Oh, vaya. ¿Está ya bien? Y, por favor, llámeme solo Elizabeth – la anciana le devolvió la sonrisa.
-          Sí, no se preocupe. Totalmente recuperada – Patrice alargó una de sus manos, finas y delicadas, hacia ella y cogió su mano entre las suyas, apretándola con suavidad en un gesto tranquilizador.
No sabía el porqué con exactitud, pero no le molestaba la confianza aparente con la que la trataba Patrice. Quizá fuera por ese detalle familiar en sus facciones, pero no le resultaba incómodo que la tocara. Normalmente, prefería que los demás se abstuvieran de tocarla, pero… aquella vez no sintió ese impulso.
Durante algunos minutos, ambas permanecieron en silencio, mientras el sonido de las gotas contra el cristal seguía resonando de fondo. Ya se oían algunas voces más, apagadas y lejanas, de otras enfermeras y algún que otro paciente.
Elizabeth miró de nuevo a su visitante, que la miraba con un brillo especial en la mirada, casi como si el cariño refulgiera al fondo de sus pupilas.
-          ¿Le he contado alguna vez, señorita, que yo de joven fui la mejor bailarina de ballet del país? – le contó a Patrice, esbozando su mejor sonrisa de orgullo.
Aun con su mano entre las palmas, la muchacha le apretó los dedos con suavidad nuevamente. Luego, quitó una de las manos y se colocó el cabello, para luego dejarla sobre su regazo. Negó con la cabeza de forma casi imperceptible.
-          Me encantaría oír esa historia.
A Elizabeth siempre le había encantado contar sus historias. A menudo exageraba en los detalles, pero era un bello recurso para entretener a los oyentes y que se emocionaran con cada una de sus palabras. Y, aquella historia en particular, era su favorita. Carraspeó levemente, para aclararse la garganta seca por el clima y la edad, mientras intentaba volver hasta los recuerdos de la primavera de 1952.
-          Yo acaba de cumplir los veintidós, ¿sabe? – comenzó, sonriendo al rememorar los tiempos de su juventud, cuando aun la tecnología no poblaba cada rincón de la vida de todos los seres humanos de un mundo globalizado. – Mi padre quería que me casara con sir William Thomas, uno de nuestros vecinos más adinerados. Pero yo tenía un sueño: quería bailar ballet. Y quería triunfar. Había empezado a los doce años y, para ese año, 1952, ya era una verdadera experta. Mi profesora decía que nunca había tenido una alumna tan brillante.
Los ojos de la anciana mujer se iluminaron al volver a encontrarse, tras sus párpados cerrados, en el estudio de ballet donde había pasado la mayor parte de su juventud, ensayando día tras día, con el único objetivo en mente de ser la mejor, de ser insuperable. Ella no quería casarse, no quería tener hijos, no quería nada que no fuera subir al escenario y recibir una salva de aplausos que durara hasta el infinito al terminar su actuación.
-          Mi padre se enfadó muchísimo, pero a mí ya no me importaba. Era mi vida, no la suya; me decía a mí misma. La primera vez que actué apenas vino nadie a ver la representación. Recuerdo… recuerdo que fue el Lago de los Cisnes. Era espectacular.
-          Me hubiera encantado verla bailar, Elizabeth. Estoy segura de que no hay nada comparable.
La anciana se rió y estrujó la mano de Patrice, en un gesto de reconocimiento que no solía compartir con nadie.
-          Ahora también hay buenas actuaciones… pero las artistas de antes eran mejores. Bueno, continúo. Al tercer día, los rumores de nuestro espectáculo habían corrido como la pólvora y la sala estaba llena. Pude disfrutar de mi salva infinita de aplausos. Triunfé, niña. Le demostré a mi padre que, siendo una simple mujer, podía ganarme el respeto de los hombres más poderosos de la ciudad. Así fue como me convertí en la mejor bailarina de ballet: entrené duro, luché, peleé con uñas y dientes, desafié a todos los que se pusieron en mi contra y perseveré hasta alcanzar mi sueño. Porque no hay otro modo de conseguir llegar a las estrellas que luchar contra la gravedad.
Patrice sonrió efusivamente, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Pero Elizabeth no la vio, porque aun estaba ensimismada en los recuerdos de una vida pasada, una etapa de éxito que fue la más feliz de su vida. Luego, abrió los ojos con cansancio. Recordar el pasado siempre la dejaba agotada.
-          Creo que me voy ya, Elizabeth. Quizá le apetecería descansar.
-          Sí… Me parece que dormiré un rato – susurró la anciana mujer. – Por cierto, Patrice es un nombre muy bonito. -  Murmuró justo antes de sumirse en un profundo sueño. Su respiración se volvió regular y, poco a poco, su mano perdió la fuerza con la que sostenía la de la joven muchacha sentada a su lado, hasta que la soltó por completo.
-          ¿Todo bien? – preguntó una voz a la espalda de Patrice.
Esta se giró a toda velocidad, con las lágrimas rodando por sus mejillas del mismo modo que las gotas de lluvia competían en una carrera en el cristal de la ventana. En la puerta había una enfermera, que tenía la mano apoyada en el marco.
Patrice asintió, sin eliminar la sonrisa de su rostro.
-          Sí. Me ha vuelto a contar la historia de su carrera de bailarina; es su favorita.
La enfermera la contempló un segundo, asintió con la cabeza y siguió su camino rumbo a la siguiente habitación, dejando a Patrice sola frente a Elizabeth, que continuaba descansando en la misma mullida butaca de siempre.
Siempre le habían gustado los días de lluvia y siempre le había gustado contar la historia de su etapa como exitosa bailarina de ballet. Debía haber oído aquella historia quinientas veces a lo largo de su vida, pero no le importaba. Al contrario, cada vez que la oía, Elizabeth añadía un detalle nuevo que la hacía más conmovedora y perfecta a sus oídos.
Patrice se levantó y observó durante otro par de segundos a la anciana mujer que dormía plácidamente y se preguntó una vez más cómo era posible que el alzheimer estuviera devorándola por dentro, obligándola a olvidar quién era y todo cuanto tenía, empujándola a estar encerrada en aquel centro para evitar que se dañara a sí misma. Se preguntó como alguien tan fuerte, tan lleno de vida como Elizabeth, podía haber sucumbido a aquella endemoniada enfermedad que lo arrasaba todo a su paso y que no se detendría hasta reducir hasta el mínimo resquicio de vida en cenizas.
Contuvo las lágrimas, mientras se agachaba para depositar un beso de despedida en la frente de la anciana.
-          Adiós, mamá. Hasta mañana – susurró.

   El alzheimer es, indudablemente, una de las enfermedad degenativas más duras. Olvidas quién eres, olvidas a  tu familia, a todo lo que amas en esta vida. Sin los recuerdos... ¿quiénes somos sin nuestros recuerdos? Ellos nos definen, son nuestras vivencias. Nos han formado, han trazado el contorno de nuestra personalidad. ¿En qué nos convertiríamos al perderlos?
   No podría imaginarlo.

17 marzo, 2012

¿Sabes? Te echaría de menos aunque no te conociera.


Todo había ido mal, desde el principio. La operación de la señora Ramírez se había alargado demasiado porque el pequeño tumor de su cerebro no había querido ponérmelo fácil y se había agarrado con decenas de terminaciones nerviosas a cualquier resquicio que pudo, con lo que me costó una hora y cuarto más de lo que había calculado salvarle la vida a aquella paciente. Pero, en realidad, la tardanza mereció la pena por ver la sonrisa agradecida de su marido cincuentón y la emoción brillando en las pupilas de sus hijos adolescentes.
El terrible atasco con el que tropezamos Kayla y yo de vuelta a casa lo empeoró todo. Había quedado con Mark a las ocho y media y atravesé la puerta corriendo un poco antes de las ocho menos diez, aun con el olor a desinfectante impregnado en el cuerpo después de tantas horas en el quirófano.
-          No te preocupes, Dak. Yo entretendré a tu príncipe azul mientras te arreglas – las dulces palabras de Kayla me auguraron lo que, sin posibilidad de error, sucedió cuando Mark se sentó enfrente de ella en el sillón del salón.
Oí toda la conversación mientras me maquillaba, me ponía la ropa interior adecuada para mi declaración de esa noche y el vestido azul que tenía que amortizar, porque comprarlo había supuesto un pequeño agujero en mis ahorros. Pero todo era por esa noche.
-          Dime, Mark, ¿a qué te dedicas? – la voz de mi compañera de piso me llegó alta y clara  a través de la puerta del dormitorio y no pude contener un gemido. Sabía que Kayla se preocupaba por mí, pero eso no le daba derecho a comportarse como un progenitor sobreprotector.
-          Soy arquitecto – respondió él con tranquilidad, aunque podía imaginarme su expresión de desafío. Sonreí inevitablemente mientras me ponía los tacones, al imaginarme el silencioso duelo de miradas entre dos de las personas más importantes en mi vida en esos instantes.
-          Y… ¿eso te reporta un buen salario a fin de mes?
Tuve que agarrarme a la pared para no caer fulminada al escuchar semejante pregunta y, de repente, mis ganas de ahogar a Kayla con una almohada mientras dormía se volvieron incontenibles.
-          Bastante bueno, la verdad. – Mark se rió y carraspeó. – Verás, Kayla, nací en Connecticut y me mudé aquí hace 4 años, nada más terminar la carrera, con mi compañero de habitación en la universidad y montamos nuestro propio bufete de arquitectos. No somos una gran empresa, pero nos va bien. Mis padres son una pareja normal, que nunca abusó de mí en mi infancia ni me maltrató. Ella es ama de casa, mi padre está jubilado; fue mecánico toda su vida. Tengo dos hermanos y una hermana, la mayor. Nos queremos mucho y no tenemos traumas. No tengo antecedentes de alopecia en mi familia, ni de ninguna enfermedad genética. No fumo y solo bebo de vez en cuando y, normalmente, con el fin de atreverme a seducir a la chica de la barra. Prefiero el tequila al whisky, pero no le hago ascos al vodka, sobre todo al negro. ¿Suficiente?
-          No está mal. ¿Qué me dices de…?
Abrí la puerta de golpe antes de que aquella pequeña inquisidora estropeara aún más mi cita. La observé con los ojos entornados, transmitiéndole todo mi odio sin decir una palabra, y luego le dediqué mi sonrisa predilecta a Mark, que estaba tan insufriblemente guapo como siempre. Llevaba unos pantalones de pinzas, con una camisa blanca (con el botón superior abierto) y la barba de dos días que me enloquecía, que le daba ese aspecto de chico malo. Su chaqueta de cuero negro estaba doblada en el antebrazo, síntoma indiscutible de que había traído la moto. Mierda, no podía ir en moto con ese vestido.
-          Nos vamos, Kayla. Pórtate bien – le gruñí sin miramientos, antes de coger a Mark del brazo y sacarlo corriendo de nuestro piso.
Nada más cerrar la puerta a mi espalda, me atrajo hacia sus brazos y enlacé mis manos detrás de su cuello. Buscó mis labios con los suyos y ambos nos perdimos en el otro solo un segundo después. Sabía a gloria. El movimiento de su lengua, pasional y escalofriante, siempre conseguía evaporar de golpe de todos los pensamientos que zumbaban a toda velocidad por mi cabeza. Con sus manos en mis caderas, atrayéndome hacia su cuerpo, hasta confesarle un “te quiero” parecía fácil.
Intenté obligar a mis cuerdas vocales a pronunciar las palabras, pero no hubo manera. Me di por vencida, mientras me dejaba llevar al restaurante mexicano que él había elegido, que estaba solo a un par de manzanas, por lo que no hacía falta coger la moto, lo que me supuso un gran alivio.
La cena fue incómoda, por mi culpa. No podía dejar de pensar en lo que quería decirle, pero el miedo se hizo una bola en mi estómago del tamaño de un balón de rugby y me impidió declararle mis sentimientos. Comí poco, porque mi poco apetito había sido sustituido por nervios y sudoración fría en las palmas de las manos.
Me decidí a decírselo tras la cena, pero sabía que me estaba autoengañando. Que como siguiera así, no se lo diría nunca.
No dejaba de repetirme eso en el camino de vuelta a casa, incapaz siquiera de aparentar que todo marchaba con normalidad. Estaba claro que Mark se había dado de que algo raro pasaba, pero aún no había encontrado las fuerzas para soltarlo todo. Inspiré hondo.
¡Te quiero, Mark! Pensé las palabras con fuerza, deseando que él pudiera leerlas en mi cerebro, en mis ojos o en las comisuras de mis labios. O en la forma en la que mi cuerpo lo buscaba, como si fuera un satélite rotando sin control alrededor de su planeta.
Sé que no llevamos mucho juntos, pero creo que me estoy enamorando. Demasiado cursi.
¿Cuáles eran las palabras adecuadas?
Oí que Mark me hablaba, pero no presté atención a sus palabras, demasiado centrada en encontrar la frase exacta con la que confesarle la verdad. Pero se me resistía.
De pronto, él se detuvo en medio de la acera y tiró de mi mano para que yo también parara. Me obligó a girarme para encararlo, pero no fui capaz de clavar mis ojos en los suyos por miedo a desmoronarme.
-          Entonces, ¿qué pasa, Dakota? Y no me mientas.
El momento había llegado. Abrí la boca para gritarle las palabras que me explotaban el pecho, pero boqueé como un pececillo asustado fuera del agua. Clavé la vista en nuestros zapatos.
-          Yo… yo… no sé qué decir. – Apenas podía elevar el tono de voz. Me estaba ahogando. Era como si mis pulmones se hubieran colapsado y ya no fuera capaz de procesar el oxígeno que recogía en cada inspiración. Mi respiración se aceleró y apreté, inconscientemente, las manos hasta convertirlas en puños.
-          Simplemente, dilo, por favor.  – La voz de Mark sonó tan baja como la mía. Parecía que él también estaba sufriendo, aunque no entendía el porqué. ¿Qué se había imaginado?
Debía poner fin a toda aquella locura ya. ¡Dilo, joder! Me chillé a mí misma. En mi mente, las palabras mágicas se repetían una y otra vez en un bucle sin fin, pero no podía llevarlas a mis labios. Siempre me había considerado una valiente y, en el momento de la verdad, me comportaba como una niña asustada. Sentía unas ganas incontrolables de salir corriendo y esconderme en alguna parte donde nadie pudiera encontrarme para llorar durante horas. Donde ni Mark, ni Kayla, ni el amor pudieran alcanzarme.
-          Dakota – Mark susurró mi nombre como una oración, suplicándome algo que no podía descifrar.
Su tono bajo e hipnótico tenía algo de magnético también, que atrajo de inmediato mis ojos a los suyos, que estaban embargados por la tristeza. Y, ahí, oculto en el fondo de sus pupilas, encontré el valor que me faltaba.
Tragué saliva e inspiré hondo.
-          Yo… Mark, yo… Joder, ¡te quiero! – grité, a la vez que cerraba los ojos.
Oí como mi voz resonaba como un eco patético a mi alrededor, humillándome hasta un punto sin retorno. Sentí como las lágrimas empezaban a derramarse por mis mejillas y mi pulso acelerado parecía ser una señal inequívoca de mi vergüenza.
Gemí en voz baja, mientras el pánico se apoderaba de mí, y me solté de golpe de la mano de Mark, que aun me sujetaba. Y, para acabar mi espectáculo de patetismo, me eché a correr por la acera vacía, perdiendo ambos tacones por el camino.
No me detuve hasta que unas manos demasiado fuertes para ignorarlas tiraron de mí, obligándome a pararme apenas dos calles antes de que llegara a casa.
-          ¡Dakota! – exclamó Mark a mi espalda.
No me giré, porque no estaba preparada para ver la burla en sus ojos. No sería capaz de soportarlo, acabaría por destrozarme.
-          Mírame, Dakota.
-          No – mi voz se quebró de forma ridícula en esa única sílaba, mientras las lágrimas seguían corriendo descontroladas por mis mejillas.
-          Dakota – esta vez, su tono era un reclamo ineludible.
Me giré lentamente, con el corazón incrustado en la garganta y el terror recorriéndome el cuerpo, transportado por mis venas y arterias hasta cada célula. Mark estaba allí, con el pelo alborotado y sin la chaqueta de cuero. Me miraba con la cabeza ladeada, confuso.
-          Has dicho que… que me querías.
-          Sí, supongo que sí. Ya lo sé, soy patética. – Bajé la vista hasta el suelo, pero sus dedos me obligaron a levantarla para que no pudiera evitar el contacto entre nuestras miradas.
-          No eres patética, Dakota. Eres la mujer más increíble que he conocido nunca, la única capaz de abandonar sus tacones en la huida, tras desnudar su corazón. Y… yo también te quiero. Estoy plena e irrevocablemente enamorado de ti.
Parpadeé, atónita. Al igual que antes, boqueé sin ser capaz de decir ni una palabra, a lo que él me respondió con su sonrisa de seductor.
-          ¿Sabes? Te echaría de menos aunque no te conociera. Y, aunque hasta a mí me parece ridículo, estoy completamente loco por ti desde la primera vez que me clavaste las uñas en la espalda, la noche en la que nos conocimos. Y desde el momento en el que te apretaste contra mí en nuestro primer viaje en moto. Y, también, desde todos los instantes en los que pronunciaste mi nombre como una caricia al llegar al orgasmo.
-          ¿Cómo puedes quererme? – conseguí susurrar con voz quebrada, mientras continuaba llorando.
-          ¿Cómo podría no hacerlo? – replicó él con una sonrisa.
Abrí la boca para refutarlo ese argumento tan vago, pero él acalló mis palabras colocando un dedo sobre mis labios entreabiertos.
-          Basta de discusiones por hoy, cariño – me susurró el oído, justo en ese tono que me ponía todos y cada uno de los pelos del cuerpo de punta y me ocasionaba un escalofrío en la columna vertebral.
Antes de que pudiera responderle, Mark clavó sus pupilas en las mías, sin decir nada más. Y aquello me bastó, ese sencillo instante calmó mi atolondrado corazón. Y, allí, yo descalza y él perdido, nos fundimos en uno.

 Me he portado bien y la he subido "el viernes". Bueno, vale, es sábado, pero siempre hago trampas. No sé qué opinar, solo que me ha quedado bastante extenso (mis disculpas, Dakora tenía demasiado que sentir para poder contenerlo en unos pocos párrafos). Pero, bueno, supongo que ha quedado... aceptable, aunque con un matiz cursi para mi gusto.
Lo hecho, hecho está. La canción de hoy es She's a genius de Jet, que gusta muchísimo. Con esta entrada, de momento dejo las historias "largas", tanto la de Dakota y Mark como la de Arizia y Vic por un tiempo. A partir de ahora me centraré más en las cortas, porque creo que me expreso mejor en ellas, que transmito más en una historia que tiene un punto y final a una con continuación. Pero bueno, no descarto la posibilidad de una visita espontánea en cualquier momento, ¿quién sabe?
Espero que os haya gustado tanto como he disfrutado yo escribiéndolo.

15 marzo, 2012

Varsovia me la arrebató antes de que amaneciera.

   Julia cogió aquella mañana el primer tren que se la llevaría a Varsovia, una hora y media antes del amanecer. Se marchó sin decirme adiós, aunque me hubiera prometido solo un mes antes que jamás me abandonaría sin darme un beso de despedida, sin mirarme por una última vez a los ojos y jurarme regresar a por mí algún día.
   La esperé sentado en mi cama, observando la noche desde allí, rezándole a un Dios en el que no creía para que la chica por la que mi corazón se desangraba, por ella, por su pelo color caramelo y sus labios color coral; para que cumpliera sus promesas. Supongo que Dios no me defraudó, porque nunca confié en él.
   Julia me abandonó, al igual que solía hacer con las colillas que se terminaban de consumir entre sus dedos; las tiraba al suelo con un gesto vacío y las devastaba con la punta de sus zapatos de tacón, del mismo modo en el que pisoteó y olvidó mis sentimientos. Me dejó sentado, esperando su regreso, incapaz de cerrar los ojos para que el sueño no me apartara de ella. Un suplicio eterno que culminó con el brillo de los primeros rayos del sol de la mañana, que se burlaban de mis esperanzas de idiota enamorado.
   Quizá allí, en la helada Varsovia, ella creyera encontrar a un pálido y rubio polaco, de los que le gustaban, para llenar el hueco que dejé en su cama. Pero no podía reemplazarme, porque nadie sería capaz de amarla tanto como lo había hecho yo... y como seguiria haciendo el resto de mi vida sin su presencia. Seguí echándola de menos cada latido de corazón hasta que estos se detuvieron y nunca dejé de buscar su particular perfume, esa mezcla inconfudible de jazmín y tabaco, entre la multitud.
   Y cuando el Alzheimer vino a arrebatarme todo mi pasado, me la dejó a ella, el recuerdo de sus labios de coral, de su pelo caramelo y de su perfume especial, para que siguiera sufriendo el tormento de su ausencia.


   ¡Mañana por la noche subo el de Dakota y Mark, lo prometo! Esta semana no he tenido demasiado tiempo (este fragmento lo escribí en clase, porque tenía un mono de escritura terrible). Pero mañana, en serio, termino con ellos. 
   Espero que estéis teniendo suerte en los exámenes. See u tomorrow.
   Nota: el nombre yo lo imagino como |yulia|, al igual que si fuera inglés :).

10 marzo, 2012

Veintitrés milisegundos de paradas cardíacas.

En el trayecto de vuelta a casa del restaurante, caminando entre las ya casi vacías calles de la ciudad, me di cuenta de nuevo de que Dakota parecía extrañamente nerviosa esa noche.
La había llevado a cenar a uno de mis restaurantes favoritos, el mexicano de la calle de detrás del cine antiguo, a donde llevaba yendo más años de los que recordaba. No era íntimo ni romántico, pero me parecía perfecto para nosotros. Porque no éramos una pareja romántica ni melosa. Ambos éramos demasiado sarcásticos, apasionados y duros para ir a un restaurante con velitas aromáticas y rosas rojas en los floreros.
Pero quizá estuviera equivocado, porque durante toda la noche ella se había mostrado distante y distraída. Quizá no le hubiera gustado tanto el restaurante como yo había pensando, quizá esperaba algo mejor.
Intenté recordar en qué momento exacto empezó a comportarse así y me remonté al inicio de la cita, cuando pasé a recogerla por su piso, que estaba a cuatro manzanas a pie del mío. No pude evitar sonreír ante mi primer encuentro con su alocada compañera de piso.
-          Kayla está rematadamente loca.
Se rió, pero hasta en sus carcajadas quedaba patente que algo no andaba bien.
-          Y eso que la acabas de conocer. Pásate diez años con ella y no te quedará ni un ápice de cordura.
Rememoré el interrogatorio al que me había sometido nada más acomodarme en el mullido sillón del salón, mientras esperaba que Dakota terminara de vestirse y arreglarse. Kayla me contó de manera rápida y superficial que una operación se había alargado más de la cuenta y que por eso tendría que esperar unos minutos más, que ella aprovecharía para conocerme mejor. Así lo había llamado.
Era lo más parecido a una conversación con un padre cargado con una escopeta que había mantenido en mi vida, pero la joven cardiocirujana me había caído bien. Puede que estuviera un poco desequilibrada, pero sin duda era la clase de amiga con la que se podía contar siempre.
Y la espera valió la pena, solo por ver salir a Dakota con su vestido hasta las rodillas de color azul oscuro, de un solo tirante; los tacones de apenas tres centímetros a juego y el pelo suelto rubio suelto alrededor de su rostro. El corazón se me había detenido veintitrés milisegundos al verla en el marco de la puerta, con la sonrisa de bienvenida que siempre me dedicaba. Luego, clavó su mirada en su mejor amiga y le bufó un “nos vamos, Kayla; pórtate bien”, antes de sacarme corriendo fuera del apartamento. Eso fue todo lo que pude esperar antes de estrecharla contra mi cuerpo y saborear su pintalabios color coral seguido del perenne regusto de su boca, que me enloquecía cada vez que chocaban nuestros labios con desenfrenada pasión.
Pero, desde el mismo instante en enganchó sus manos detrás de mi cuello, noté su titubeo, que había durado toda la cena y nos acompañaba de vuelta a casa.
-          ¿Va todo bien? – acabé por preguntarle, incapaz de seguir fingiendo que todo marchaba como debía ser. - ¿No te ha gustado el restaurante?
-          Sí, sí. Me ha gustado, en serio. – Noté la sinceridad en su voz, pero también el trasfondo que intentaba ocultar.
Me detuve en medio de la acera y le cogí de la mano para frenarla también. Ella se giró, pero no me miró a los ojos, sino que clavó la mirada en mis zapatos, otro síntoma inequívoco de que algo extraño sucedía. Dakota siempre, siempre, clavaba sus pupilas con decisión en las mías, retándome a cada instante a que la tomara en brazos y me perdiera entre su cuerpo, porque ella lo estaba deseando.
-          Entonces, ¿qué pasa, Dakota? Y no me mientas. – Le apreté la mano con suavidad, para reclamar su atención, que seguía centrada en algún punto del suelo a nuestros pies.
Frunció los labios y levantó levemente la vista, pero siguió evitando mi mirada, como si la atemorizaran mis iris azules.
-          Yo… yo... No sé qué decir – susurró, con la voz entrecortada. Empezó a respirar de forma acelerada, poniéndose nerviosa.
-          Simplemente, dilo, por favor. – Mi tono tampoco era muy elevado, pero es que el miedo había empezado a florecer en mi pecho.
Aquellas reacciones… parecían una clara señal. Si le sumaba que llevaba toda la semana algo distante conmigo, que siempre empezaba una frase y la dejaba a medias, como si perdiera el valor para terminar todas las sílabas, y que llevaba toda la noche evitando mi mirada, todas las piezas encajaban a la perfección. Dakota iba a romper conmigo.
El pensamiento hizo que a mí también se me aceleraran el corazón y la respiración, mientras el miedo me atenazaba el estómago. ¿Qué había hecho mal? Hasta esa noche (esa fatídica noche), pensaba que nuestra relación era lo más parecido a la perfección que pudiera suceder entre dos seres humanos en este mundo, pero probablemente esas esperanzas eran el resultado de las ilusiones de un idiota y, en realidad, ella no pensaba así. Se había cansado de mí. Me iba a dejar. Me expulsaría de su vida de una patada y no volvería a contemplar su rostro por las mañanas, cuando se quedaba a dormir en mi casa y yo la llevaba al trabajo en moto. No volvería a sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo cuando desafiáramos a la gravedad corriendo sobre dos ruedas.
Me obligué a contener el dolor, a esperar que pronunciara las palabras que me partirían en dos.
-          Dakota – susurré su nombre como una oración, mientras cada célula de mi cuerpo le rogaba que no me abandonara, que no me tirara al suelo como una colilla usada y me pisoteara con sus tacones azules.
Ella dudó un instante más, antes de levantar la vista y, de pronto, clavarla con fijeza en mis pupilas.
-          Yo… Mark, yo… Joder, ¡te quiero!
El eco de su voz resonó en toda la calle, mientras sus palabras me paralizaban el corazón.

Soy rematadamente cruel y lo sé. La respuesta de Mark, en el siguiente "capítulo", que intentaré subir mañana, pero no prometo nada, porque va a haber lío por mi casa.
No es un gran texto, pero bueno, es lo que tiene. 
    Canción de hoy: Running on sunshine. You got me running on sunshine. La letra de la canción queda perfecta pafra este fragmento, la verdad. Y a mí es que me encanta.

03 marzo, 2012

La pequeña Dakota del Norte ha encontrado, por fin, su sur.

Había empezado la primavera. La nieve se estaba derritiendo allí donde el suelo se enfrentaba contra ella sobre la carretera del aparcamiento trasero del hospital. Me quedé observando la nada con expresión ausente, sentada en el muro de piedra, con las piernas colgando sobre la acera y un café cargado, el tercero de la mañana, quemándome las yemas de los dedos. Era una sensación que me gustaba, que conocía desde hacía mucho tiempo. Siempre había mantenido la taza ardiente entre mis dedos, retándome a mí misma a soportar la molestia, porque necesitaría horas de soportar incomodidades para ser una buena neurocirujana. Por eso, sentir el calor del café contra mi piel no me resultaba doloroso realmente, conocía demasiado bien la experiencia.
Pero esos sentimientos… Joder, esos me eran completamente extraños. Dejé vagar mi mirada por los árboles de los alrededores, demasiado escasos para contener algo más que hojas secas y algún que otro pájaro cantor, mientras intentaba analizar con calma el nudo de mi estómago. Llevaba varios días sin apetito, con el pulso acelerado y muy dispersa.
Había empezado a plantearme una enfermedad seria. Nunca, jamás, me había pasado algo por el estilo y, aunque la medicina no solía guardarme secretos, ahora me tenía aterrada.
Berbí otro sorbo de ardiente café, intentando ordenar mis ideas y buscar una explicación lógica para el caos que se había desatado en mi cuerpo inexplicablemente.
-          ¡Dakota! – resonó una voz a mi espalda, sobresaltándome. Al pronunciar mi nombre, Kayla siempre alargaba ligeramente la o, como si fuera su firma. Lo llevaba haciendo desde la primera vez que me llamó por mi nombre, hacía… diez años ya, cuando la conocí en el instituto. – Te estaba buscando.
Kayla se sentó a mi lado en el muro, portando una bebida idéntica a la mía. La observé de reojo y sonreí, inevitablemente. Se había vuelto a cortar demasiado el pelo y a ponerse esas chillonas mechas anaranjadas que le hacían parecer una adolescente rebelde en lugar de una cardiocirujana reconocida a nivel nacional. Llevábamos siendo amigas demasiados años; habíamos estudiado medicina juntas, y hecho la especialidad en el mismo hospital, compartiendo un pisito pequeño que podíamos pagar con nuestro mísero sueldo de internas. Nos habíamos apoyado mutuamente, cuando ella perdió a su madre, cuando murió mi padre, cuando le diagnosticaron Alzheimer precoz a su tía y cuando atropellaron a mi hermana. Habíamos estudiado juntas cada día durante los seis meses anteriores a los exámenes finales. Aquella chica de ojos divertidos y alegres era más familia mía que la que me crió en mi infancia.
-          Ya me has encontrado. ¿Qué te has hecho en el pelo? – me burlé de ella.
-          Calla, anda. ¿Me queda tan mal? – hizo un puchero y parpadeó varias veces, en su memorable expresión de pena.
-          No. Fue peor cuando te lo teñiste de fucsia y te pusiste una rasta. Ahí sí que parecías una drogadicta. Ahora solo estás… desenfadada y juvenil.
Se rió muy alto, como siempre hacía. Siempre había sido muy vital; quizá fuera una de las razones por la que me gustaba tanto su compañía. Parecía contagiarme esas ganas de vivir, de luchar, que a menudo me faltaban.
Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, disfrutando de la armonía de sus carcajadas.
-          ¿Va todo bien? – me preguntó sin más. Nos conocíamos demasiado bien.
-          No lo sé. Me siento… enferma. Creo que podría ser hepatitis o algo peor.
Kayla se quedó en silencio unos instantes, con su mano sobre la mía y removiendo el café dentro del vaso, otro de sus gestos habituales.
-          ¿Cuáles son los síntomas? – nuestra formación médica siempre acababa reluciendo, no había forma de evitarlo. Teníamos la medicina inyectada en las venas.
-          Sensación extraña en el estómago, inapetencia, alteración del pulso, pérdida habitual de la noción del mundo. Hay varias enfermedades que me cuadran, pero la hepatitis es la que más se acerca, en uno de sus primeros estadios.
Ella se quedó en silencio durante un rato, mientras me recorría el brazo con los dedos, en un gesto tranquilizador que me quería decir que estaba cavilando sobre lo que le acaba de decir. Finalmente, percibí que, incoherentemente, sonreía.
-          Sé de otra enfermedad que encaja mejor con los síntomas y es mucho más factible.
-       ¿Sí? ¿Cuál? – la miré a los ojos, verdaderamente intrigada. Ella me devolvió la mirada, con una enorme sonrisa en el rostro y un brillo curioso en los ojos que no auguraba nada bueno.
-          Parece ser que mi pequeña Dakota del Norte ha conocido, por fin, el amor. – Emitió una carcajada.
Puse los ojos en blanco, mientras resoplaba. Bebí otro trago de cafeína, para eliminar de mi cabeza todos esos tontos pensamientos que zumbaban de un lado para otro.
-          No digas tonterías, Kayla.
-      Ah, sí. Por supuesto. – Me acarició el cabello. – Cariño, te estás enamorando. Y el sentimiento ha irrumpido con tanta fuerza en tu vida y tan repentinamente que no te ha dado tiempo ni a darte cuenta. Pero, créeme, a mí era imposible que se me escapara.
Negué con la cabeza, pero sin quitarla de su hombro. Cerré los ojos, agotada de luchar contra la lógica de mi mejor amiga y contra mis propias esperanzas.
-          Ya me he enamorado antes y las sensaciones no eran tan fuertes.
-     Ah-ah. Error. Creías haberte enamorado, pero nunca habías sabido cómo era de verdad, nunca llegaste a enamorarte del todo, que es lo que te está pasando ahora. Déjame adivinar tus demás síntomas: sientes como si alguien te soplara los pensamientos, te late el corazón más rápido cuando estás con él, la vida te sabe a poco cuando no te aprieta contra su cuerpo y te susurra tu nombre al oído, acompañado de un “quiero tenerte en mi cama y en mi vida para siempre”. Te conozco, Dakota. Siempre has sido mi Dakota del Norte, fría, impasible. Te has negado a dejar que tu corazón viviera por libre, te has obligado a mantenerte alejada de una distracción tan grande como el amor. Pero no iba a durar para siempre. Al fin has encontrado tu sur. La persona que te desestabiliza y te complementa.
-          Apenas conozco a Mark desde hace dos meses. No puedo haberme enamorado. ¡Imposible!
-          Entiendo que me mientas a mí, pero, ¿hasta cuándo vas a mentirte a ti misma?
Me quedé en silencio, con la frente apoyada en el hombro de la persona que mejor me conocía en todo el mundo. Allí, oyendo el suave piar del inicio de una nueva estación, con el café enfriándose entre mis dedos, supe que Kayla, por mucho que me fastidiara, tenía razón.
Joder, me estaba enamorando. Me había prometido a mí misma no hacerlo, porque siempre, siempre, acabaría hecha pedazos. No estaba preparada para amar, ¡ni para que me amaran!
Pero no había escapatoria. Escucharlo de los labios de Kayla fue el último argumento que me hacía falta para darme cuenta de que, indudablemente, irremediablemente, violentamente, estaba cayendo presa de la sonrisa de Mark, de sus inteligentes ojos azules y sus labios peligrosamente sensuales. Había intentando evitarlo, poner barreras enormes que restringieran mis sentimientos, pero no había servido para nada. Solo había logrado no darme cuenta de algo tan aparentemente obvio y negarlo hasta parecer idiota.
Suspiré y me acabé los restos del café, mientras la última de mis defensas se derrumbaba por completo. Me erguí de nuevo, sintiendo la mirada de Kayla fija en mi rostro. La miré, sonriendo levemente.
-          Dejémoslo en un “quizás sí”. – Admití a regañadientes.
-      No te diré “¡lo sabía!”, pero dejaré que lo haga el gesto triunfante de mis cejas – puso su mejor expresión de victoria. Luego, me colocó una mano en el muslo y me dirigió una enorme sonrisa de aliento. - ¿Y, ahora, qué?
-          No tengo la menor idea, Kayla. Nunca había encontrado a mi sur.

   Así es como una neurocirujana pierde la cordura. Tenía ganas de escribir sobre ella y auguro una continuación muy pronto (no diré mañana por no meter la pata, pero ojalá pueda). No se puede huir enternamente los sentimientos, acabarán alcanzándote.
   El personaje de Kayla ha sido una improvisación, pero al final de las líneas, ya me tenía enamorada. Era justo lo que hacía falta, a mí y a Dakota, una mejor amiga atolondrada y divertida, pero que fuera razonable por las dos. Ahora solo falta saber qué pensará Mark, ¿no?
  Creo que me ha quedado bien. No tiene mucha profundidad en sí (la historia), pero es divertida (creo, espero). A lo mejor peco de optimismo y es una basura. ¿Opinión en los comentarios, por favor? Y gracias.