24 marzo, 2012

Primavera de 1952.

 Antes de empezar a leer, yo recomendaría poner esto de fondo: rain. Creo que nada puede quedar mejor que el sonido de la lluvia de fondo para este fragmento, pero la elección es, como siempre, vuestra.


Aquella mañana, las gotas de lluvia repiqueteando contra el cristal de la ventana a través de la que miraba, conformaban la banda sonora de sus recuerdos perdidos. Observó, sentada en la mullida y vieja butaca (pero no tanto como ella misma) los árboles, que absorbían la minúscula cantidad de agua que el verano les proporcionaba en aquella región del país. La cristalina superficie del lago se ondulaba con cada minúscula gota que impactaba sobre él, creando continuas ondas que nunca llegaban a morir del todo, si no que eran engullidas por otras recién aparecidas.
Elizabeth no apartó la vista del exterior de su habitación, en la segunda planta de la residencia de ancianos Sunset, hasta que oyó unos suaves pasos detrás de ella, entrando en la sala.
Se giró con la rapidez que le permitieron sus huesos magullados por el tiempo, para ver a una desconocida de facciones bellas apoyada en el marco de la puerta, mirándola con tranquilidad y una leve sonrisa en el rostro. Intentó recordar si la había visto con anterioridad, puesto que aquella joven la miraba con confianza, como si entre ellas existiera alguna conexión que escapaba de su conocimiento. Pero no recordó nada.
-          Buenos días – saludó la visitante. - ¿Puedo pasar?
Aún sin saber quién era aquella muchacha, asintió con la cabeza para indicarle que tomara asiento a su lado. La chica lo hizo en silencio, mientras sus pasos sonaban levemente como acompañamiento a la lluvia de fondo.
-          ¿La conozco? – acabó por preguntar Elizabeth, cuando ya no pudo contener la curiosidad dentro de ella. Había algo… quizá los ojos de la joven, que le traían matices lejanos a la memoria, pero no había manera de ubicarlos en algún lugar. Parecía que al recoveco secreto donde estaban no le era posible acceder, si es que existía.
Hacía tiempo que su memoria le jugaba malas pasadas.
La muchacha sonrió de manera afable y se inclinó hacia delante, por lo que su melena castaña rubiácea le cayó sobre los hombros.
-          Sí, señora Elizabeth. Soy Patrice. Una de las… enfermeras. Quizá… - las palabras se cortaron en el aire, pero la joven carraspeó y siguió su explicación sin detenerse. – Quizá no me recuerde porque no he venido mucho últimamente; he estado algo enferma… y no he podido salir de la cama.
-          Oh, vaya. ¿Está ya bien? Y, por favor, llámeme solo Elizabeth – la anciana le devolvió la sonrisa.
-          Sí, no se preocupe. Totalmente recuperada – Patrice alargó una de sus manos, finas y delicadas, hacia ella y cogió su mano entre las suyas, apretándola con suavidad en un gesto tranquilizador.
No sabía el porqué con exactitud, pero no le molestaba la confianza aparente con la que la trataba Patrice. Quizá fuera por ese detalle familiar en sus facciones, pero no le resultaba incómodo que la tocara. Normalmente, prefería que los demás se abstuvieran de tocarla, pero… aquella vez no sintió ese impulso.
Durante algunos minutos, ambas permanecieron en silencio, mientras el sonido de las gotas contra el cristal seguía resonando de fondo. Ya se oían algunas voces más, apagadas y lejanas, de otras enfermeras y algún que otro paciente.
Elizabeth miró de nuevo a su visitante, que la miraba con un brillo especial en la mirada, casi como si el cariño refulgiera al fondo de sus pupilas.
-          ¿Le he contado alguna vez, señorita, que yo de joven fui la mejor bailarina de ballet del país? – le contó a Patrice, esbozando su mejor sonrisa de orgullo.
Aun con su mano entre las palmas, la muchacha le apretó los dedos con suavidad nuevamente. Luego, quitó una de las manos y se colocó el cabello, para luego dejarla sobre su regazo. Negó con la cabeza de forma casi imperceptible.
-          Me encantaría oír esa historia.
A Elizabeth siempre le había encantado contar sus historias. A menudo exageraba en los detalles, pero era un bello recurso para entretener a los oyentes y que se emocionaran con cada una de sus palabras. Y, aquella historia en particular, era su favorita. Carraspeó levemente, para aclararse la garganta seca por el clima y la edad, mientras intentaba volver hasta los recuerdos de la primavera de 1952.
-          Yo acaba de cumplir los veintidós, ¿sabe? – comenzó, sonriendo al rememorar los tiempos de su juventud, cuando aun la tecnología no poblaba cada rincón de la vida de todos los seres humanos de un mundo globalizado. – Mi padre quería que me casara con sir William Thomas, uno de nuestros vecinos más adinerados. Pero yo tenía un sueño: quería bailar ballet. Y quería triunfar. Había empezado a los doce años y, para ese año, 1952, ya era una verdadera experta. Mi profesora decía que nunca había tenido una alumna tan brillante.
Los ojos de la anciana mujer se iluminaron al volver a encontrarse, tras sus párpados cerrados, en el estudio de ballet donde había pasado la mayor parte de su juventud, ensayando día tras día, con el único objetivo en mente de ser la mejor, de ser insuperable. Ella no quería casarse, no quería tener hijos, no quería nada que no fuera subir al escenario y recibir una salva de aplausos que durara hasta el infinito al terminar su actuación.
-          Mi padre se enfadó muchísimo, pero a mí ya no me importaba. Era mi vida, no la suya; me decía a mí misma. La primera vez que actué apenas vino nadie a ver la representación. Recuerdo… recuerdo que fue el Lago de los Cisnes. Era espectacular.
-          Me hubiera encantado verla bailar, Elizabeth. Estoy segura de que no hay nada comparable.
La anciana se rió y estrujó la mano de Patrice, en un gesto de reconocimiento que no solía compartir con nadie.
-          Ahora también hay buenas actuaciones… pero las artistas de antes eran mejores. Bueno, continúo. Al tercer día, los rumores de nuestro espectáculo habían corrido como la pólvora y la sala estaba llena. Pude disfrutar de mi salva infinita de aplausos. Triunfé, niña. Le demostré a mi padre que, siendo una simple mujer, podía ganarme el respeto de los hombres más poderosos de la ciudad. Así fue como me convertí en la mejor bailarina de ballet: entrené duro, luché, peleé con uñas y dientes, desafié a todos los que se pusieron en mi contra y perseveré hasta alcanzar mi sueño. Porque no hay otro modo de conseguir llegar a las estrellas que luchar contra la gravedad.
Patrice sonrió efusivamente, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Pero Elizabeth no la vio, porque aun estaba ensimismada en los recuerdos de una vida pasada, una etapa de éxito que fue la más feliz de su vida. Luego, abrió los ojos con cansancio. Recordar el pasado siempre la dejaba agotada.
-          Creo que me voy ya, Elizabeth. Quizá le apetecería descansar.
-          Sí… Me parece que dormiré un rato – susurró la anciana mujer. – Por cierto, Patrice es un nombre muy bonito. -  Murmuró justo antes de sumirse en un profundo sueño. Su respiración se volvió regular y, poco a poco, su mano perdió la fuerza con la que sostenía la de la joven muchacha sentada a su lado, hasta que la soltó por completo.
-          ¿Todo bien? – preguntó una voz a la espalda de Patrice.
Esta se giró a toda velocidad, con las lágrimas rodando por sus mejillas del mismo modo que las gotas de lluvia competían en una carrera en el cristal de la ventana. En la puerta había una enfermera, que tenía la mano apoyada en el marco.
Patrice asintió, sin eliminar la sonrisa de su rostro.
-          Sí. Me ha vuelto a contar la historia de su carrera de bailarina; es su favorita.
La enfermera la contempló un segundo, asintió con la cabeza y siguió su camino rumbo a la siguiente habitación, dejando a Patrice sola frente a Elizabeth, que continuaba descansando en la misma mullida butaca de siempre.
Siempre le habían gustado los días de lluvia y siempre le había gustado contar la historia de su etapa como exitosa bailarina de ballet. Debía haber oído aquella historia quinientas veces a lo largo de su vida, pero no le importaba. Al contrario, cada vez que la oía, Elizabeth añadía un detalle nuevo que la hacía más conmovedora y perfecta a sus oídos.
Patrice se levantó y observó durante otro par de segundos a la anciana mujer que dormía plácidamente y se preguntó una vez más cómo era posible que el alzheimer estuviera devorándola por dentro, obligándola a olvidar quién era y todo cuanto tenía, empujándola a estar encerrada en aquel centro para evitar que se dañara a sí misma. Se preguntó como alguien tan fuerte, tan lleno de vida como Elizabeth, podía haber sucumbido a aquella endemoniada enfermedad que lo arrasaba todo a su paso y que no se detendría hasta reducir hasta el mínimo resquicio de vida en cenizas.
Contuvo las lágrimas, mientras se agachaba para depositar un beso de despedida en la frente de la anciana.
-          Adiós, mamá. Hasta mañana – susurró.

   El alzheimer es, indudablemente, una de las enfermedad degenativas más duras. Olvidas quién eres, olvidas a  tu familia, a todo lo que amas en esta vida. Sin los recuerdos... ¿quiénes somos sin nuestros recuerdos? Ellos nos definen, son nuestras vivencias. Nos han formado, han trazado el contorno de nuestra personalidad. ¿En qué nos convertiríamos al perderlos?
   No podría imaginarlo.

2 comentarios:

  1. Ella no quería nada que no fuera subir al escenario,pero al final tuvo una hija.
    Me gustó el sonidito de la lluvia *-*
    Sobre la historia,solo puedo decirte,o más bien advertirte de que al final vas a conseguir que de verdad te odie,eh,eh?

    ResponderEliminar
  2. Yo ya la odio, mucho.
    Me ha encantando; he cerrado la ventana, he apagado la luz, he puesto los altavoces a un sonido decente y... oh, preciosa arizia jajajajjajaja ( ya sé que en realidad no significa eso)
    Está bien variar de temática, y es una buena conmemoración a esas personas que padecen, y sobretodo a los familiares que en cierto modo también la sufren...Porque creo, que al fin y al cabo, quien la padece, no se da cuenta. Pero tiene que ser duro, como en este caso, que tu madre no te recuerde.

    ResponderEliminar