27 abril, 2012

A veces amar es dejarlo ser feliz, aunque duela. Y, joder, duele.


No podía mirarlo a la cara al decírselo, así que mantuve mi expresión neutra mientras observaba por la ventana. No había nada que ver, ni siquiera llovía. Solo el cielo, demasiado azul e idílico para mi gusto, sin una maldita nube que aflojara el nudo de mi pecho.
-          ¿Qué ha pasado? – pregunté, manteniendo la voz serena.
Jake se había sentado a mi lado, sin tocar mi cuerpo con ninguna parte del suyo, por puro hábito. También mantenía la vista lejos, pero sabía que él no estaba contemplando el cielo a través de la ventana, sino sus ojos en sus recuerdos.
-          Ha cogido su maleta azul y se ha ido entre gritos. ¿Sabes qué? – explotó. - ¡Que se largue! No puedo con ella, Julie. Está loca, como una cabra. Siempre está gritándome y ni siquiera ella sabe el porqué; imagínate yo.
-          Siempre ha sido así y siempre la has querido por ello. ¿Qué ha cambiado? – me alejé un centímetro imperceptible de él, intentando protegerme, aunque sabía que pagaría las consecuencias de cada una de mis palabras igual.
-          ¡Ya estoy harto! Maldita sea. Nunca friega los platos, se lleva mal con el gato y siempre tengo que ser yo el que prepare el café. Es demasiado… complicada para mí. En serio.
Respiré hondo. Muy, muy hondo, hasta que sentí que no cabía ni un centímetro cúbico más de aire en mis pulmones. Solo entonces, solté el dióxido de carbono de mi cuerpo, en un intento vano por acallar la maldita voz de mi cabeza que me impelía a ser mala y egoísta. Pero, como me pasaba cada vez que Jake venía a mi casa, quejándose de Maika, conseguí silenciar los gritos desesperados de mi corazón y me mantuve calmada, aunque todas mis células gimieron el desconsuelo al unísono.
-          Jake, ambos sabemos que no es cierto. Que la sigues queriendo, que la necesitas para ser feliz. Y nunca será demasiado complicada, jamás te importará preparar el café tú, porque es un precio pequeño comparado con los otros momentos, los que te hacen tan feliz que resplandeces. – Solo por un momento, lo miré. Sabía que tenía que hacerlo para dar fuerza a mis palabras, pero también estaba segura de que no aguantaría ver su rostro más de un instante. – Y los dos sabemos que no tengo porqué decirte esto, porque tú lo sabes muy bien.
Él suspiró, me miró de reojo y sonrió. Tuve que clavar las uñas en el sofá para que no se desbordaran las lágrimas, mientras sentía cómo se me fragmentaba el corazón. Aquel sencillo gesto suyo siempre me provocaba la misma reacción. Por la simple razón de que sabía que yo nunca era la causa de que lo llevara a cabo.
-          Tienes razón, Julie. Siempre la tienes. – Se levantó del sofá, recogió su chaqueta y se encaminó a la puerta. – Voy a buscarla.
Asentí con la cabeza, aunque él ya no me estaba mirando. Ni siquiera me dijo adiós antes de cerrar la puerta a su espalda, tan desesperado estaba por volver a tenerla entre sus brazos.
Solo cuando oí a la puerta chocar contra el marco, permití que la primera lágrima cayera por mi mejilla. Y, a esa, la siguieron muchas otras, por más que intenté contenerlas dentro. Me derrumbé sobre el sofá, incapaz de seguir manteniendo cautivo mi dolor.
Tal y como había supuesto, había acabado fragmentada y hecha pedazos, con las costillas oprimiéndome los pulmones y esas malditas ganas de saltar por la ventana. Seguía amando a Jake, igual que cada día de mi vida. Y él seguía amando a otra.
Dolía, joder, cómo dolía. Y, mientras lloraba, deseaba haberle hecho caso a la voz que me repetía una y otra vez que le dijera que me amara a mí en vez de a ella, que yo le prepararía el café, las tostadas y el bacon cada mañana. Que adoraba a su gato; que eso no era  ni la mitad de lo que mi corazón sentía por él.
Pero, cuando la razón me asaltaba, me daba cuenta de que había hecho lo correcto. Porque, a veces, amar a alguien no significa estar con él. Porque amarlo es preferir su felicidad a la tuya, aunque sepas que eso te cause la mayor de las penurias, como me repetía incesantemente mi corazón destrozado.



Dance with my father. Solo necesitaba escribir.

21 abril, 2012

Condenados a amar.


Me senté a su lado en el pasillo que conducía a nuestras habitaciones, separadas por un par de centímetros, pero que parecían ser kilómetros y kilómetros de territorio árido, yermo e intransitable.
Ella no me miró, nunca lo hacía. Pero me hizo saber que sabía que estaba allí apoyando su cabeza sobre mis hombres, mientras su largo cabello caoba me hacía cosquillas en las mejillas y en la parte superior del brazo.
-          ¿Estás bien? – me atreví a preguntarlo, aunque ambos sabíamos la respuesta. Ya nunca estaría bien de nuevo, al menos en bastante tiempo.
Ella no respondió, aunque, en realidad, no era necesaria una respuesta. Cerré los ojos, luchando contra la furia y la impotencia que me impelían a gritar, por su dolor y por el mío. Aun sabiendo que yo no habría podido evitar aquel maldito y trágico accidente, me sentía inútil por tampoco ser capaz de consolarla.
Cerré las manos en puños, tratando de contener la rabia para no destrozar las paredes y mis manos a puñetazos, para no derramar más sangre innecesaria. Pero nada de aquello lograba controlar la tempestad que se había desatado en mi cuerpo. Ni siquiera las lágrimas acudieron en mi auxilio aquella noche, con la lluvia tropezando con las planchas del techo sobre nuestras cabezas. Y permanecimos allí, en el pasillo, demasiado cansados de vivir sin apenas haber empezado a hacerlo, destrozados, vueltos del revés y perdidos.
De pronto, sentí su mano sobre la mía, que seguía firmemente cerrada, con los nudillos crispados. Me obligó a abrirla y entrelazó nuestros dedos, en un sencillo gesto de apoyo que consiguió aligerar la carga de mi corazón. Ella no me necesitaba a mí tanto como yo a ella, después de todo. Aunque yo fingiera ser el duro, al que no le afectaba nada, ella era la que realmente era fuerte, la que era capaz de permanecer completamente quieta mientras el huracán luchaba en su contra para mandarla volando al abismo.
-          Quizá en un universo paralelo a este – susurró muy bajito, seguramente para evitar que le temblara la voz – amar a alguien no duele. Pero aquí y ahora, estamos condenados.
No fui capaz de articular una respuesta. Me quedé callado, con la vista clavada en una de las grietas de las gruesas paredes de cemente. Y maldije.
Maldije al destino, por ir siempre en nuestra contra. Maldije a Dios, por no hacer nada por remediar todo este sufrimiento. Maldije a la humanidad, por llevar la tremenda lastra de tantos defectos. Maldije al amor, por condenarnos al dolor. Y maldije al maldito tornado que se llevó la vida de nuestro padre, dejándonos a ella y a mí solos en aquel maldito orfanato sin ninguna razón para seguir respirando. Excepto, quizá, el amor.

Corto, predecible y aburrido. Lo sé, lo sé. Lo siento, pero como siempre, las musas van y vienen. Y ni siquiera tengo una buena canción para compensarlo, así que dejaré que mi humillación quede aquí, indeleble. 
Espero que al menos os haya gustado lo mínimo para volver de nuevo a visitarme, estrellas fugaces.

15 abril, 2012

Al borde del Colapso (collapse).


La encontré sola en la sala de comando. Estaba apoyada en la barandilla, observando a través de la enorme pared de cristal la inmensidad del universo que se extendía delante de nuestra nave, que surcaba las constelaciones a cada instante, ignorando a todas las estrellas que dejaba a su espalda.
Llevábamos en aquel viaje a través de galaxias alrededor de tres meses. Había días en los que olvidaba porqué me enrolé en aquella travesía sin fin en busca de aventuras. ¿O era de riqueza? Mis motivos ya ni siquiera importaban, solo las consecuencias de mis elecciones.
Estaba a varios cientos de años luz de casa, rodeado de personas que solo se preocupaban por su propia supervivencia en un mundo inhóspito donde había que luchar hasta para conseguir oxígeno que respirar.  Y tenía diecisiete años. Quizá fuera un detalle sin importancia, pero, por las noches, cuando el insomnio se convertía en mi indeseado compañero de cama, ese pensamiento se repetía una y otra vez en mi cabeza, como un mantra grabado en un disco rayado.
Solo tienes diecisiete y cada día que vives… podría ser el último.
Esa era la razón, esa maldita obsesión que me corroía las entrañas, de que me hubiera levantado a las tres de la mañana (hora estelar); ya no era capaz de seguir tumbado en la cama, contando una y otra vez las manchas del techo sucio y destrozándome la moral. Me puse la primera camiseta limpia que vi encima de los desgatados vaqueros (solo a mí se me ocurriría iniciar una aventura a través del espacio solo con tres pantalones), recogí los auriculares y el aparato reproductor de música y me los puse en los oídos.
El aparato se conectó un instante después con mis neuronas cerebrales, seleccionó la música que deseaba oír y empezó a reproducirla directamente en mi cerebro: una canción rápida, dura y demasiada alta, justo lo que necesitaba para abandonarme de todo lo que me rodeaba.
De algún modo, mis pies, por cuenta propia, me llevaron hasta la sala de comando, quizá para disfrutar de la panorámica. Lo cierto era que era… increíble se quedaba corto. Maravilloso, indescriptible. Observar los astros a nuestro paso. Indudablemente, los más bonitos eran las estrellas fugaces y los cometas, con ese halo azul a sus espaldas. Podría pasarme horas contemplándolos en su recorrido en órbita, pero la vida en una nave espacial es, cuando mínimo, atareada. Y casi siempre estresante.
Salamandra estaba de pie, apoyada en la barandilla, y siguiendo con sus ojos la estela que dejaban los motores a su paso. Por supuesto, no era su nombre de verdad, pero todos allí teníamos un apodo, un alias que nos representaba mucho mejor que el sustantivo que figuraba en nuestras partidas de nacimiento, y que nos permitía olvidar lo que antes habíamos sido, cosa que muchos de allí necesitaban. O necesitábamos, no estaba seguro.
Salamandra se apodaba así por su pelo, de un color rojo intenso, el mismo tono de los anfibios que le daban nombre. No sabía quién se lo había puesto (probablemente ella misma), pues cuando llegué a la nave, ella ya viajaba con el grupo desde hacía dos años. Y tenía mi misma edad. Su vida anterior siempre me había inspirado una gran curiosidad; cómo una chica tan joven, de quince años, había acabado enrolada en una nave estelar en busca de piedras preciosas y otros materiales que se pudieran vender a buen precio. Dónde estaban sus padres, por qué estaba sola. Pero, bueno, allí todos estábamos solos y todos arrastrábamos incógnitas y secretos a nuestra espalda.
Pensé en marcharme, para no interrumpir su momento de intimidad, que en aquel maldito lugar no abundaban. Me quedé un instante más contemplándola antes de darme la vuelta, dispuesto a largarme, cuando oí su voz que pronunciaba mi nombre. O algo parecido.
-          Sky – su voz siempre me había sonado etérea, como si fuera un mero movimiento del viento entre las hojas.
Me detuve. Aquel era mi apodo, la persona en la que me había convertido. La razón era sencilla: mis ojos eran del mismo color que el cielo de nuestro planeta en los días de verano. Pero, ahora, donde estábamos, el cielo ya no era del mismo tono que mis iris, era de un eterno azul oscuro casi negro.
-          No quería molestarte. Ya me marcho – respondí, girándome de nuevo. Ella también se había dado la vuelta, dándole la espalda a la cristalera.
Salamandra tenía la piel pálida y aparentemente frágil, de porcelana. Ese era el único rasgo de su aspecto que le proporcionaba cierto aire de debilidad, que quedaba mermado por la dureza de sus iris verdes, el rictus de sus labios, la intensidad pasional del rojizo de su melena, la forma en la que apretaba las manos en puños constantemente y su sonrisa burlona. Era bella, pero del mismo modo que podía serlo una espada recién pulida, con un aura de peligro que te impelía a alejarte de ella. No sabía qué la había hecho ser así, qué la había convertido en un ser humano frío y desapasionado, pero me hubiera gustado descubrirlo. Si alguna vez me atreviera a preguntarle.
-          No pasa nada. No me importa compartir unas vistas tan… perfectas.
Asentí con la cabeza y me acerqué a su lado, para observar junto con ella el cosmos que se expandía frente a nosotros. Intenté buscar un tema de conversación, mientras la música dejaba de sonar en mis oídos, impelida por mis órdenes neuronales. No encontré nada que decir, así que me limité a permanecer en silencio.
-          Sky, ¿puedo hacerte una pregunta? – dijo ella de pronto. Su voz me sorprendió, pues Salamandra no era demasiado habladora. Normalmente, se mantenía en un rígido silencio.
-          Claro – respondí antes de pensarlo con calma. Y luego me quedé esperando lo peor.
-          ¿Por qué te metiste en este viaje? – la pregunta había resultado casi inevitable, la había presentido mucho antes de que escapara de sus labios finos.
Me planteé, por un segundo, mentir. Borré la idea mucho antes de replanteármela una segunda vez. No sabía si era porque pensaba que ella notaría la mentira o simplemente porque no quería mentirle. No a ella.
-          Supongo que porque necesitaba un cambio. No lo pensé demasiado. Vivía en una aldea pequeña y apenas pasaba una nave cada cuatro o cinco años. Cuando me enteré que Collapse había estacionado allí en busca de provisiones antes de un largo viaje a través de diferentes galaxias en busca de riquezas (o de aventuras), pensé que sería un buen modo de escapar de la vida que tenía predestinada en aquella sociedad monótona y vacía. Solo… quería escapar, supongo.
Inhalé profundamente después de soltar la explicación de golpe. Esperé que ella respondiera algo, pero no sucedió. Se mantuvo en un tranquilo silencio, hasta que me atreví a volver a hablar.
-          ¿Y tú? – no pude evitar la pregunta, aunque no estaba demasiado seguro de que me respondiera.
Salamandra me miró, sus iris verdes ocultándome incontables secretos, respaldados por sus pupilas, que parecían más dañinas que mil agujeros negros. Entonces, sonrió. Aquella fue la primera vez que contemplé su verdadera sonrisa, no la despreciativa mueca que solía esgrimir. El gesto le suavizaba el rostro y la hacía parecer mucho más niña, realmente una chica normal de diecisiete años en lugar de una mujer madura y seria.
-          Creía que no lo preguntarías – replicó. Luego, volvió a desviar la vista hacia el paisaje. – Entré en la nave cuando tenía quince años, pero eso ya lo sabrás. Igual que tú, estaba escapando. Como la mayor parte de los que vinimos aquí. En mi caso, intentaba escapar de la persona que era, de la vida que tenía. De un destino que consideraba mucho peor que la muerte, recurso que también me había planteado. Y, cuando el Collapse desembarcó en mi ciudad, no lo dudé ni un instante. Me presenté frente al capitán y… - se rió levemente, un sonido que contenía más magia que el polvo de hadas – ordené, literalmente, al capitán que me aceptara. No me podía permitir que no fuera así.
Su mirada se desenfocó un instante, perdida en sus recuerdos. Yo contemplaba su rostro, encandilado. Al verla tan de cerca por primera vez, reparé en que tenía unas pequeñas pecas alrededor de la nariz y por las mejillas, dispersas por su piel, apenas notables, pero que le daban un matiz risueño que nunca había apreciado.
-          Me costó que me aceptara, ¿sabes? Al fin y al cabo, solo era una niña de quince años, sin fuerza física que sirviera en una nave. Pero le demostré que era lo suficientemente inteligente para serle útil y lo suficientemente fuerte para sobrevivir en cualquier medio. El resto es historia.
Volvió a mirarme, esta vez sin sonreírme. Frunció los labios y apretó la mandíbula, un síntoma claro de que aún no había terminado de hablar.
-          ¿Sabes por qué te cuento todo esto? – me preguntó de repente.
Negué con la cabeza, desconcertado. Salamandra era impredecible.
-          Porque quiero que sepas que estoy fragmentada, desde mucho antes de venir. Por eso siempre tengo el semblante serio, los ojos duros, la mirada fría. Mi corazón es una zona yerma, donde ya los sentimientos no florecen. Por eso, no debes enamorarte de mí, ¿entiendes? – No se detuvo a esperar una respuesta. – Estoy vacía, casi muerta por dentro, y solo me queda lo suficiente para seguir respirando y disfrutando de estos viajes galácticos con los que puedo olvidar quién soy en realidad, el monstruo en el que me he convertido. Nunca te corresponderé, por la simple razón de que no soy capaz de amar.
Se acercó un par de centímetros más. Su mano rozó la mía sin querer y el contacto fue como una descarga eléctrica que me recorrió por completo, pero no fui capaz de apartar la vista de sus iris verdes, que me mantenían hechizado bajo el influjo de su mirada. No podía moverme, ni quería apartarme de ella.
-          No te enamores de mí, Sky. No soy una buena chica, no soy de las que entregan su corazón sin reservas. Sé que tú eres buena persona, que probablemente me dirás que me tratarás mejor que los demás, los que me hicieron tanto daño que me destrozaron. Y será verdad, pero a mí no me importa. No te enamores de mí, porque, si no, lo único que conseguirás será sufrimiento.
No musité una sola palabra. Los sonidos se habían perdido en algún punto entre mis cuerdas vocales y mis labios y sentía como si mi cuerpo hubiera dejado de responder. Intenté decir algo, una simple sílaba que aliviara la tensión o incluso alejarme de ella. O besarla. Pero me quedé completamente quieto, hasta que ella cerró los ojos y se separó de mí.
Ni siquiera entonces fui capaz de decir nada. Me quedé parado, mirándola. Ella se dio la vuelta y se alejó de mí, en dirección al pasillo que llevaba a los dormitorios. Tampoco volvió a decir nada; había cumplido con éxito su objetivo de advertirme acerca de que mantuviera mis sentimientos alejados de  ella.
Pero lo que Salamandra no sabía (o quizá sí, pero prefería simular lo contrario) era que ya era demasiado tarde. Independientemente de sus deseos, de lo razonable, de lo mejor para ambos, yo ya estaba enamorado por completo de ella.

Había pensado en escribir otro relato, una especie de variante del anterior, pero hoy las musas si han sido buenas conmigo y me han dejado este, que me parece mucho más magnético e impresionante que el otro que había pensado. Un mundo futurista, una nave navegando a través de las estrellas, una chica fría y vacía y un muchacho de diecisiete años desesperado por devolverla a la vida. Creo que podría ser una nueva historia a continuar, una más que añadir a la lista de "This is our history" en la izquierda. ¿Opinión? 
Hoy no hay canción, pero es que no siempre se puede tener todo.

14 abril, 2012

Quizá no hubiera ninguna explicación ni debiera haberla.


Verano de 1968

Teníamos un árbol. Otras personas tienen un edificio abandonado, un descampado, un trozo de bosque. Un banco. O quizá, incluso una fuente. Nosotros, un árbol, donde pasábamos las tardes o las mañanas de monótono aburrimiento.
No íbamos todos los días, claro. James acababa de cumplir los dieciocho y a mí me quedaban unos cuantos meses para seguirlo, así que dos hombres como nosotros no podíamos quedarnos todo el día, durante la semana, sentados en un árbol del parque. Pero, de vez en cuando, no estaba mal.
Nos sentábamos en una de las ramas bajas, donde ya empezaban a abundar las hojas, que nos cubrían en cierta medida, lo que nos permitía observar a los viandantes sin que ellos repararan en nuestra presencia.
No solíamos hacer nada en particular, solo observar el ir y venir de la gente, las conversaciones corteses de siempre, las frases formuladas hasta la saciedad (¡buenos días!, ¿cómo está usted?) y hablar cuando se nos ocurría un tema. Pero, ¿qué más necesitábamos?
Sinceramente, aquella tarde no tenía nada de especial. Era un aburrido día más entre la rutina de una vida. Pero, como siempre, hubo un cambio inesperado. No había nada que lo vaticinase y, de pronto, estaba ahí, para arrasar con todo lo que James conocía como “normal” y ponerle el mundo boca abajo. Aunque, claro, él tuvo toda la culpa.
Habíamos salido del taller donde trabajábamos como aprendices apenas media hora antes. Nos sentamos en nuestro árbol, con las bolsas del almuerzo, y comimos en silencio, observando, como siempre, a la gente que iba de un lado para otra, inmersa en el tic-tac del reloj.
Ella salió, literalmente, de la nada. O quizá yo no me fijé en ella hasta que James no la señaló, por la simple razón de que no encontré ningún detalle que me llamara la atención.
De pronto, sentí la mano de mi amigo en mi brazo, dándome repetidos golpecitos con insistencia. Lo miré, sorprendido por esa reacción. Él, con los ojos desmesuradamente abiertos, me señalaba a una chica que pasaba en aquel momento por delante de nosotros.
-          ¿Ves a esa chica?
Seguí la dirección del dedo. Era una muchacha normal y corriente, igual que las otras que poblaban el pequeño pueblo en el que vivíamos. Debía de tener unos diecisiete, quizá dieciocho recién cumplidos. Tenía el pelo largo, castaño oscuro, recogido en una trenza que le caía por encima del hombro hasta por debajo del pecho. No vi nada en ella excesivamente especial o llamativo, aunque, indudablemente, parecía simpática y tenía una sonrisa bonita.
-          ¿Qué pasa con ella? – pregunté, girándome hacia James.
Él tenía las pupilas dilatadas, mientras seguía el menudo cuerpo de la joven en dirección a la boutique de la señora Julianna. Respiraba con dificultad y noté que se le había erizado el  vello del antebrazo. Estaba tenso sobre la rama donde nos sentábamos, como si fuera un depredador a punto de atacar a su presa saltando desde esa altura.
-          Ella… - susurró James. Entonces, me miró y sonrío. – Algún día me casaré con esa muchacha.
No pude contener la risa.
-          ¿Estás de broma, no? – sentencié, aun sin dejar de reírme. Pero él se mantuvo serio. -  James, por favor. Ella no está a nuestro alcance.
-          ¿Quién lo dice?
-          No sé – lo medité un instante. – El estatus social, quizá. Ella, claramente, pertenece a una familia adinerada. ¿Has visto cómo iba vestida? Y tú tienes un trabajo a media jornada como aprendiz en un taller de carpintería.
-          Miles, te juro, te prometo, que me casaré con esa chica. Y la amaré durante el resto de mi vida.
-          Ni siquiera sabes su nombre.
-          Lo descubriré. Pronto. – Parecía terriblemente seguro. Incluso había guardado el bocadillo a medio comer en la bolsa de nuevo y James nunca dejaba una comida a la mitad.
Lo miré durante un par de segundos más, atónito. Siempre había considerado a mi amigo una persona práctica y sensata, de esas que trabajan muchas horas para lograr un salario suficiente a fin de mes y no aspiran a nada más allá de sus limitaciones.
Pero aquel día, de algún modo, todo cambió. Más tarde, James descubriría que ella se llamaba Madeleine Tussauds, la menor de los cinco hijos del abogado del pueblo, y que, efectivamente, estaba fuera de su alcance.
-          ¿Qué tiene de especial? – acabé por preguntarle, intentando comprenderlo.
-          No estoy seguro – respondió tras pensarlo un momento. – Sus ojos, creo. Parecía sonreír con la mirada. Su risa. – Se calló por un instante. -  Sé que no tiene sentido, Miles. De veras que sí. Pero… quizá no tenga explicación. Quizá no deba tenerla. El amor, al fin y al cabo, es inexplicable, indefinible, ¿no crees? Pero estoy seguro de que es la persona a la estoy destinado a amar.  
-          ¿Cómo, James? ¿Cómo estás seguro de que no vas a cometer el mayor error de tu vida?
-          Porque así es como debe ser. Porque mi corazón tenía grabado su nombre desde mucho antes de que yo la conociera. Si crees en las almas gemelas, ella es la mía. Es… como si fuera exactamente la parte que me falta, la que necesito para estar completo. Y no, no tiene lógica. Probablemente esté loco. Pero no importa.
-          De acuerdo, James. Si estás tan seguro, inténtalo con todas tus fuerzas.
Él asintió con convicción con la cabeza y se bajó de un salto de la rama, olvidando tras de sí el almuerzo sin terminar y su anterior vida hasta ese instante.
Negué con la cabeza, apesadumbrado.
-          ¡Pero no digas que no te lo advertí! – le grité, mientras se marchaba sin despedirse.

***
James Stacke, efectivamente, aspiró a algo que le quedaba grande. Y, aun así, del algún modo, Madeleine Tussauds se enamoró de él con la misma pasión que él de ella.
Nunca lo comprendí.
Quizá mi amigo, finalmente, tuviera razón. Quizá no había explicación y, simplemente, debía ser así porque era como esta destinado a ser. Solo sé que nunca vi una pareja más feliz y enamorada en todos los años que viví.
Pero el amor y la vida no son fáciles. Pareció que hasta el mismo cielo se opusiera al matrimonio: los padres de ella, los padres de él. Incluso los míos. El cura se negó a casarlos en secreto.
James jamás se rindió, por mucho que yo intentara actuar como la voz de la razón con él. Nada servía, las palabras rebotaban en sus oídos y ni siquiera les prestaba atención. Amaba a Madeleine con tanta fuerza que, probablemente, hubiera estado dispuesta a ir hasta el mismo Infierno para hacerla feliz, para verla sonreír una vez más durante cada día del resto de su vida.
Finalmente, lo consiguió. En el invierno de 1972, James cumplió su promesa de casarse con la bella muchacha que pasó debajo del árbol aquella tarde. Y, durante el resto de su vida, cumplió la promesa de amarla, incluso mucho después de que ella lo abandonara en este mundo y se marchara para siempre.


Sé que no es una gran cosa, pero hoy las musas están apagadas o fuera de cobertura y esto es lo que he podido sacar en limpio. Lo siento mucho, de veras. A cambio lo compensaré con una canción y un regalo especial, ¿vale? (Perdonadme, anda).
La canción la encontré un poco por casualidad esta noche y, tiene un nosequé especial, que me saca una sonrisa cada vez que la escucho. I won't give up (no me rendiré). Ya de por sí, el título es de esos que te llenan de optimismo y te dan ganas de seguir peleando, aunque pensaras que no te quedan fuerzas. 
Y... *redoble* ¡la "sorpresa"! No penséis que es gran cosa, ya me gustaría. Pero espero sacaros al menos una sonrisa (tan enorme como la mía) al abrir el link: Voilá. ¿Es monísimo, sí o sí?
De nuevo, mil perdones. Intentaré subir una mejor mañana, pero tampoco prometo nada. Llamad a las musas para mí. 

08 abril, 2012

Ella siempre había sido mi punto débil.


Cada detalle era tal y como yo había supuesto. Las paredes totalmente blancas, impolutas. El ligero olor a desinfectante. La falta total de adornos superfluos. Los rostros pálidos a mi alrededor. Y, sobre todo, aquel silencio, que parecía filtrarse en mis venas, trayendo consigo la promesa de tragedias y tristezas, de devorarme los órganos uno a uno y dejar mi cerebro para el final. Una persona podía enloquecer entre las cuatro paredes inmaculadas y el techo alto de la habitación.
Cerré los ojos con fuerza, aun parado en la entrada, y me obligué a concentrarme en ella. Solo su recuerdo me daría la suficiente fuerza para seguir avanzando, mi deseo de volver a ver sus tristes ojos castaños, de asegurarme de que todo iba bien. Aunque sabía que, de ningún modo, las cosas podían ir bien.
Avancé lentamente. No pude evitar fijar la vista en el hombre que susurraba en la mecedora del fondo, sin apartar sus ojos del suelo vacío como si hubiera encontrado el mayor de los tesoros. Forcé a mis ojos a cambiar de dirección. La anciana del fondo observaba a través de una ventana, mientras las lágrimas rodaban incesantemente por sus mejillas, plegadas por la edad en una miríada de arrugas. Parecía terriblemente angustiada, conteniendo en su mirada todo el dolor de su vejez.
Clavé la vista en el suelo, intentando contener las ganas de gritar que se habían instalado en mi garganta. ¿Cómo podía permitir que ella continuara allí, en aquel sitio, con aquellas personas?
-          Buenos días – susurré con voz queda al llegar al mostrador.  – Estoy buscando la habitación de…  Samantha, Samantha James – miré a la enfermera que se ocultaba detrás de la barra, que había dejado el bolígrafo encima de los papeles en los que había estado concentrada hasta esos instantes.
Ella me devolvió la mirada y pude ver en sus pupilas un leve rastro de compasión, de pena. Supuse lo que estaba viendo en mí, allí, con las manos ancladas en los bolsillos del pantalón, con una sudadera dos tallas grandes e incapaz de dejar de mover los pies, mientras clavaba la vista en cualquier parte menos en los enfermos que nos rodeaban. Vería a un chico de diecisiete años, asustado, que intenta sacar fuerzas de flaqueza para visitar a alguien que perdió la razón, alguien que ahora estaba internado en aquel psiquiátrico.
A mí no me importaba lo que ella pensaba, claro. Ya no. Solo quería que me señalara con el dedo, sin musitar una palabra (para no percibir en su voz la misma compasión que podía notar en sus ojos, que era como una puñalada directa al corazón) donde estaba encerrada ella. Y, luego, el resto del mundo podía irse a la mierda. O lo que fuera.
-          Habitación 23. La quinta puerta de la izquierda, por ese pasillo. – Me señaló uno de los seis que salían de la recepción, sin apartar los ojos de mi cara.
Asentí bruscamente con la cabeza y me alejé de su mirada, que me hacía sentir incómodo. Busqué la habitación. Me quedé parado frente a la puerta, con el pulso atronándome en los oídos ante la idea de volver a verla y con el estómago contraído del miedo al pensar que podía odiarme. No sabía qué pensaría ella, cómo actuaría cuando cruzara la puerta de su habitación, en el psiquiátrico. La duda, esa incógnita, era la que me estaba matando, la única que me hacía realmente daño.
Ella siempre había sido mi punto débil y ambos lo sabíamos.
-          Sam – susurré con un hilo de voz. Apoyé la mano en la puerta, igual de blanca que todo mi alrededor, y suspiré. Cerré los ojos y agaché la cabeza, en una silenciosa plegaria. Aunque nunca hubiera creído en Dios.
Tres minutos más tarde reuní el coraje suficiente para dar dos suaves golpes en la puerta. Mi corazón comenzó una carrera desenfrenada para matarme. Me aterré. Me dieron ganas de chillar y, luego, de llorar. Se me detuvo la respiración, se aceleró al máximo y se volvió a colapsar otra vez en mis pulmones. Quise salir corriendo un instante, para después estar completamente seguro de querer tirar la puerta abajo y entrar dijera ella lo que dijera y, finalmente, me quedé completamente quieto en los quince segundos que tardó en abrir. Los quince segundos más largos que puedo recordar, la eternidad en la que estuve a punto de desplomarme.
Levanté la vista del suelo nada más oír como la puerta chirriaba al abrirse y todos mis músculos se detuvieron en el mismo instante en que mis ojos se encontraron con sus iris marrón otoño. Los dos nos miramos, intentando reconocernos el uno al otro. Seguía teniendo los ojos tan tristes como siempre, por supuesto. Tenía el pelo un poco más largo, quizá cinco centímetros, pero no había aumentado ni un milímetro de altura. La notaba un poco más delgada. Pero seguía siendo ella, seguía siendo Sam. Y, cuando me sonrió al fin, sentí que volvía a estar en casa después de los últimos meses de soledad.
-          Has… has venido.
-          Te lo prometí, Sam – le dije con voz queda. Extendí la mano, pero me detuve en el último segundo antes de entrelazar mis dedos con los suyos.
Ella lo hizo por mí. Agarró mi mano con firmeza y me empujó al interior de la habitación, tan impersonal y vacía como el resto de estancias del hospital.
Me sentó en la cama y ella se quedó de pie frente a mí. De ese modo, quedábamos a la misma altura. Sonreí al recordar la forma en la que ella siempre me reprochaba ser demasiado alto, un gigante, decía siempre.
No despegué mis ojos de los suyos mientras ella me reconocía. Me acarició la cara con sus suaves manos, siguiendo el contorno de mi rostro, deteniéndose un segundo en la barbilla. Rozó mis labios, palpó mis mejillas, siguió la línea de mis cejas, se quedó en mis orejas. Luego, entrelazó las manos detrás de mi cuello y me abrazó con todas sus fuerzas, intentando aplastarme la caja torácica.
-          Has venido -  volvió a susurrar, sus palabras impregnadas de emoción contenida.
-          Por supuesto, Sam. Tenía que venir a por ti. – La abracé a mi vez, apretándola contra mi pecho en un intento por que se quedara para siempre a mi lado. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, ella volvería a escapárseme entre los dedos.
-          Lo siento mucho, Nate. Lo siento muchísimo.
-          Shh – musité. – No te disculpes. Lo solucionaremos, te prometo que lo solucionaremos.
Estuvimos abrazados cinco minutos más. Después, ella se separó de mí y se tumbó en la cama, empujándome con suavidad para que yo también lo hiciera. Unimos nuestras manos y  ella posó su cabeza en mi hombro. Y así, hablamos. Hablamos durante horas. Le conté las novedades del instituto, la última discusión entre mis padres, la mudanza de mi hermana, mis últimas hazañas con mis amigos. Ella me narró su vida en el psiquiátrico, me juró que debía estar allí y me explicó, entre susurros bajos, contándome un secreto, porqué había intentado suicidarse.
Lloró mientras me lo contaba. Yo contuve las lágrimas, pero no pude evitar que algo se me rompiera por dentro al escuchar su voz desesperada, hecha añicos; al imaginarla en su habitación, con la música lo suficientemente alta para acallar su corazón enloquecido, tomándose el bote completo de barbitúricos.
Me estaba muriendo por no poder ayudarla, por ser incapaz de darle la mano y sacarla del profundo pozo donde había caído. Cuando la conocí, ya estaba hundida en él. Había intentado hacerla regresar con todos los métodos que se me ocurrieron, pero nunca conseguí borrar la tristeza de sus iris marrón otoño.  Y, ahora, ambos pagábamos las consecuencias de su pasado.
-          ¿Cuánto tiempo estarás aquí? – me atreví a preguntarle finalmente.
-          No lo sé. Estoy un poco mejor, pero aun no me siento preparada para regresar. Y… Nate, no quiero volver a casa. No quiero. Ir allí solo hará que vuelva a hundirme, que intente morir de nuevo. Y no quiero.
-          No dejaré que vuelvas allí, Sam. No mientras tu padre no se marche sin un billete de vuelta. – Se me endureció la voz al hablar del capullo que le había destrozado la vida. Ella se encogió al notarlo.
-          No tengo ningún otro sitio a donde ir. – Replicó en un susurro, buscando protección en mi omoplato.
-          Le diré a mis padres que te dejen quedarte. Ahora hay una habitación de sobra. O puedes quedarte en la mía, qué más da. Y si no nos dejan, nos iremos. ¿Qué nos retiene aquí? Me han dicho que Canadá es precioso.
-          No tenemos dinero.
-          Saldremos de esta, Sam. Buscaré la manera.
Ella asintió lentamente y apretó un poco más su cuerpo contra el mío. Cerré los ojos, a punto de explotar de felicidad por volver a tenerla tumbada en la cama a mi lado, aunque fuera en la cama dura y fría de un psiquiátrico. Aunque hubiera intentado parar su corazón, aunque mis padres me hubieran prohibido volver a verla. En aquel momento, sintiendo las curvas de su cuerpo buscando mi calor corporal, nada de eso importaba. Solo ella y yo.
-          Te echo de menos, Sam.
La miré de reojo, para contemplar una vez más sus rasgos. En aquel instante, sonreía. Una sonrisa tímida, que apenas afloraba en sus comisuras.
-          ¿Sabes, Nate? Yo también me echo de menos.

 He regresado. Tuve un millar de ideas durante el viaje, pero algunas (bastantes) salieron desperdigadas por Francia. Intentaré encontrarlas y, si aparecen en mi almohada de casualidad, prometo que las traeré hasta aquí. 
Y, por cierto, buenos días.