26 junio, 2012

Me congelaré el culo por salvarte.


Prisión de máxima seguridad Selenium, planeta Nervae.
Descripción del planeta: situado en el decimoquinto cuadrante de la galaxia Andrómeda, alejado de cualquier estrella. Frío, yermo, inhóspito, casi inhabitado. A varios cientos de años luz de cualquier cuerpo celeste con vida inteligente. Temperatura media: -140º diurnos, -460º nocturnos. Existencia de media docena de razas animales adaptadas al hábitat gélido.
Descripción de la prisión: Inexpugnable. Las frías condiciones exteriores imposibilitan la huida, puesto que solo dentro del recinto existe la temperatura necesaria para la vida humana. Muros de aquirta, que impiden el uso de cosmos. Número de reclusos: 103.
 Ahora, 104.



Se quedó parada en media la enorme sala, intentando ubicarse en aquel lugar desconocido, pero no tenía ningún referente. Estaba asustada, pero eso era una constante en su vida. Durante los veinte años que habían pasado desde su nacimiento, siempre había estado llena de temores; nunca había sido la arriesgada, la impulsiva.
Y, ahora, estaba allí. En una cárcel de máxima seguridad perdida en medio de ninguna parte, demasiado lejos para que nadie tuviera ninguna intención de ir en su busca. Tampoco había nadie que fuera a saberlo, con sus padres enterrados a tres metros bajo tierra y sin un compañero al que ligar su vida. Solo le quedaba ella, por eso estaba haciendo toda aquella locura.
Inspiró hondo y se obligó a recordar una vez más que tenía un objetivo. No había tiempo para tumbarse en posición fetal y dejarse llevar por el miedo. Por una vez, solo por aquella maldita vez, sería lo suficientemente fuerte para llevar a cabo su misión.
Ya no era una niña que debía ser defendida a toda costa. Durante su infancia, tanto sus padres como su hermana habían estado siempre allí para protegerla, la habían mantenido alejada de cualquier peligro. Pero luego, todos se habían ido, dejándola sola y sin ningún modo de protegerse a sí misma.
Pero eso había sido algunos años atrás y ahora era fuerte. Había crecido. Había aprendido a valerse sola, a defenderse de los peligros. Y, aun así, el miedo seguía teniendo una residencia permanente entre sus neuronas, donde había anidado sin intención de marcharse.
Recorrió con el índice el tatuaje del interior de su muñeca derecha: una larga espada cuya empuñadura empezaba al final del dorso de la mano y su filo se extendía, blanco inmaculado y afilado, hasta la mitad del antebrazo. Siempre la hacía sentirse un poco más segura recorrer el dibujo, marcado en su piel para siempre en tinta.
Avanzó un paso, intentando recobrar la compostura. Si aquellos presos veían sus piernas tambalearse o el temblor de sus manos, estaría muerta antes de que empezara el juego. No le darían una oportunidad; la tomarían por una presa fácil y la machacarían.
Tienes una misión, Eyra. Se recordó.
Inspiró una vez más y empezó a caminar en la dirección en la que el guardia de la puerta le había señalado que estaba el patio central. Cada paso que daba le daba más fuerzas, porque sentía como la acercaba un poquitín más a su objetivo. Y cuántas ganas tenía de encontrarlo.
Una pareja pasó a su lado, haciendo que se le pusiera la piel de gallina. El hombre era alto, con el pelo muy corto y de un color rubio pajizo. Tenía un horrible rictus de desprecio en los labios y una mirada gélida. Sus músculos se marcaban contra una chaqueta roída por el tiempo, de manera amenazadora. La mujer era un poco más pequeña, pero tenía una mirada que consistía un peligro en sí misma. Tenía una fea cicatriz en una mejilla de hacía tiempo, que parecía gritarle a cualquier que la mirara las represalias que había sufrido la que se la hubiera producido.
Al verlos pasar a su lado, recordó donde estaba. La mujer la empujó, casi accidentalmente, con el hombro al pasar. Cuando ella se alejó, le lanzó una fría mirada burlona, antes de seguir detrás del hombre. Vestía unos pantalones ajustados negros y una camiseta con mucho escote y muy manchada, de grasa, suciedad y unas gotas rojas que recordaban a sangre.
Estaba en una prisión de máxima seguridad. Las personas que iban a parar allí no eran simplemente delincuentes, eran considerados enemigos de toda civilización y peligrosos hasta el extremo de que la vida de los otros presos normales permanecería en riesgo mientras ellos estuvieran cerca. Perdían el control con facilidad y, la mayoría, no dudaba en matar. Por eso habían acabado en el planeta Nervae, congelándose el culo en aquella prisión inexpugnable. Para que no pudieran escapar y volverían a ocasionar tanto daño como habían hecho en el pasado. Asesinatos múltiples, terrorismo. Al menos un ochenta por ciento debían de ser psicópatas sin sentimiento de culpa.
Se obligó a seguir avanzando. Un pie tras otro, con la vista clavada en el suelo para no ver el aspecto de los individuos con los que se cruzaba en el pasillo, poniéndola una enorme veda al miedo. No podía dejarse llevar por él. Ahora, sería una luchadora.
Finalmente, llegó al patio. Era lo suficiente grande para que cupieran allí todos los habitantes del planeta, pero claro, teniendo en cuenta que en aquel planeta congelado apenas había vida, no eran demasiados. Aparte de algunas especies que se habían adaptado a las terribles temperaturas bajo cero del exterior, en el cuerpo celeste solo estaba la cárcel, con sus 104 presos y una veintena de guardias bien armados.
El patio tenía cabida para muchos más presos. Debía medir unos tres kilómetros cuadrados, con distintas zonas de bancos y un campo deportivo para que los presos pudieran practicar deportes de equipo, aunque en aquel lugar no abundaba la gente que cooperaba en grupo para ganar. La ley que se aplicaba era la de la supervivencia del más fuerte. Y más te valía no encontrarte en su camino.
Eran considerados desechos humanos, poco más que alimañas sin sentimientos, y por eso la sociedad no tenía ningún reparo en meterlos allí y abandonarlos a su suerte. No merecían compasión. Los guardias apenas se preocupaban por alimentarlos tres veces al día. De la limpieza, se encargaba cada cual. O no había ninguna.
Nadie detenía las peleas, que normalmente eran muerte. Eyra había escuchado los rumores antes de entrar, que le habían producido un enorme pánico. Cuando dos presos se enfrentaban, solo había un posible desenlace: la muerte de uno de ellos. Nadie los paraba, todos esperaban apostando sobre quién ganaría. Luego, los propis reclusos debían encargarse de limpiar la sangre y los restos humanos del suelo, porque los guardias solo se ocupaban de llevarse el cadáver fuera de la prisión.
Según había oído (aunque prefería pensar que no era cierto), los guardias se limitaban a dejar el cuerpo fuera de la cárcel, para que los escasos depredadores del exterior eliminaron el cuerpo.
Miró a su alrededor en el patio. Había pequeños grupos desperdigados por toda la zona, con una clara separación entre cada uno, reforzado por la patente hostilidad del ambiente. La cárcel era mixta y los hombres y las mujeres se relacionaban sin ningún tipo de límite. Tampoco tenían uniforme. Permanecían con la ropa con la que habías entrado o, en todo caso, podías intercambiarla con otro preso o robársela a alguno de los que ya no volvería a sus celdas tras una pelea. O un suicidio, lo que también ocurría bastante a menudo.
Por eso, el número de presos no solía superar los 150, aunque la prisión tuviera una cabida mucho mayor. Los depredadores que habitaban dentro de los muros eran mucho peores que los de fuera, que eran capaces de sobrevivir al gélido entorno.
Buscó un sitio alejado de todos, para poder permanecer invisible a los ojos de los demás. Era su modo elegido para sobrevivir: que nadie la viera. Así, nadie tendría razones para hacerle daño. Aunque sospechaba que aquello no iba a ser suficiente, porque presentía la mirada de varias personas con aspecto nada agradable siguiéndola, casi todos hombres. Maldijo su físico. En aquel instante, hubiera deseado ser horrenda, gorda y estar llena de feas cicatrices. Quizá ser coja. Pero no. Ella tenía una larga melena rubia dorada, que se había recogido en una trenza. Piel pálida, de marfil; unos ojos verdes luminosos, labios carnosos, un metro setenta y tres de buenas curvas.
Hasta ese momento, le había agradado su físico. Ahora, desearía que no atrajera la atención masculina de aquellos presos, que tenían pinta de bestias buscando una nueva presa.
Se sentó en un banco, apoyado en una pared. Recorrió el patio con la mirada, intentando encontrar su objetivo entre la multitud, un rostro conocido.
No había demasiados presos en ese momento, quizá unos 50 o 60. Y no estaba allí, sin lugar a dudas.
-          Eres nueva, ¿verdad? – la sorprendió una voz femenina de pronto.
Se giró, poniéndose alerta sobre la marcha. Tensó el cuerpo y se preparó para defenderse, pero la persona que le había hablado no parecía querer hacerle daño. Simplemente, la miraba curiosa, con una leve sonrisa en los labios. Parecía una chica agradable. Rozaba la treintena y vestía un vestido verde que había sido bonito en el pasado.
Lentamente, Eyra se relajó. Pero entonces volvió a recordar por enésima vez. Seguía dentro de los muros de una prisión de máxima seguridad. Allí, ningún recoveco era seguro, ninguna persona era digna de confianza. Si estaban encerrados en Selenium, eran capaces de hacer daño sin titubear. No te fíes de las apariencias.
-          Sí – respondió, volviendo a su anterior recelo. Sonrió un poco, intentando aparentar simpatía.
-          Lo suponía, porque estás en mi sitio. – La presa enarcó una ceja y señaló el banco.
Eyra se levantó de un salto. Se alejó de su asiento, sin darle nunca la espalda a su interlocutora.
-          Perdona, no lo sabía. – Lo dijo en voz baja, intentado aparentar tranquilidad. Si veía miedo en ella, se aprovecharía de él.
-          No pasa nada, no me molesta en realidad. – La presa se encogió de hombros y se sentó donde ella había estado. Le hizo un gesto para tomara asiento a su lado. Eyra lo hizo sin quitarle el ojo de encima. – Me llamo Sophie.
-          Yo soy Eyra.
Sophie asintió, pero no pronunció ninguna frase de cortesía. Nada de “encantada de conocerte” o de estrecharle la mano. Eyra tampoco lo esperaba. No buscaba una amistad en aquel lugar, no la deseaba.
Sus ojos captaron el movimiento de una melena negra en ese momento. Alguien estaba entrando en el patio; una mujer. Apareció por uno de los pasillos laterales y se dirigió directamente a un banco vacío, bastante solitario. Llevaba un grueso libro en su mano derecha.
-          ¿Quién es esa? – le preguntó a Ilium. La siguió con la mirada; el movimiento de su cabella oscuro como una noche sin luna. La piel pálida, una altura muy similar a la suya.
Ilium miró hacia la figura que señaló con la cabeza. Entonces, frunció el ceño y sus facciones mostraron una mezcla de miedo y respeto.
-          Abyss.
-          ¿No tiene ningún grupo? – no pudo ocultar su curiosidad. Era la única, aparte de ellas dos, que no iba rodeado de acólitos.
-          No. – Ilium hizo una mueca extraña. – No es muy sociable.
-          ¿Qué quieres decir?
-          Bueno… Abyss es… No sé, aterradora. – Un escalofrío la recorrió. – Puede parecer una persona completamente normal, pero hay muchos aquí que también lo parecen. Y suelen ser los peores psicópatas. Ella… Ella es de los más peligrosos.
-          ¿Sola? – la incredulidad quedó patente en la forma en la que pronunció Eyra aquella única palabra.
-          Aunque parezca increíble, sí. – Ilium entrecerró los ojos. – Todos aquellos que se han enfrentado a ella, han intentado robarle o hacerle daño… amanecen muertos en su celda a la mañana siguiente, con un herida de arma blanca en el corazón. Como si alguien los hubiera atravesado de parte a parte con una enorme espalda muy afilado. – Ilium la miró, enarcando ambas cejas. – Pero aquí no se puede entrar espadas. Y los muros impiden el uso de cosmos.
-          Es… bastante extraño, ¿no?
La presa asintió. Empezó a jugar con el borde de su vestido, en una parte donde se estaba deshilachando.
-          Nadie sabe cómo lo hace. Pero, si hay algo que está claro, es que no hay que buscarse problemas con Abyss o no volverás a despertarte por la mañana.
Eyra permaneció un rato pensativa, mirando hacia donde estaba la temida reclusa. Abyss. Sentada sola, leía su libro, completamente abstraída de la realidad a su alrededor.
Lentamente, Eyra sonrió, a la vez que se levantaba de su asiento. Se alejó del bando, andando con paso seguro y firme, como hacía mucho tiempo que no caminaba, hacia la solitaria chica.
-          ¿Qué coño estás haciendo? – oyó la voz de Ilium a su espalda, con un tinte espeso de terror.
No le contestó. No tenía necesidad de ser educada ni de rendirle cuentas a nadie. Sintió, mientras más se acercaba, que todo el mundo la observaba. Cada uno de sus movimientos era seguido por los ojos de los reclusos, mientras el silencio se instalaba en la sala. Avanzó sin detenerse o frenar el paso. Sin miedo, aunque solo fuera por unos pocos segundos.
Se quedó parada a su lado. Ella no levantó la vista del libro durante un rato, pero no la interrumpió. Al fin, Abyss cerró el grueso tomo. Inspiró profundamente, cerró los ojos, exhaló. Luego, se giró hacia ella y clavó en su rostro sus iris azules oscuros, rozando el mismo negro de sus pupilas. Parpadeó, mientras el reconocimiento brillaba en su mirada. Pero luego, su expresión se oscureció.
El frío de sus ojos estuvo a punto de hacer que se tambaleara, pero se obligó a permanecer quieta. Finalmente, ella habló.
-          ¿Qué se supone que estás haciendo aquí, Eyra?  – rugió en voz baja, para que su conversación quedara fuera de cualquier oído ajeno. Había tantas emociones ocultas en las palabras que apenas fue capaz de distinguir alguna. Había un ligero miedo, pero también alegría. Y preocupación. Un poquito de asombro.
-          Abyss. – Pronunció el nombre como si fuera una oración. – He venido a rescatarte, hermana.

Hace mucho que no actualizo, pero es que no sé sobre qué escribir. A veces me dan ganas, pero luego, cuando lo intento, se me quedan las palabras clavadas en las muñecas y no me llegan a los dedos. No me gustan mis ideas, no me gustan mis expresiones. Soy demasiado repetitiva.
Sé que suena a excusa y lo siento. Quiero escribir, pero no me sale. 
Esto es el principio de un proyecto que quizá (y solo quizá) vaya creciendo más adelante. De momento, solo tengo este boceto (que no me convence del todo). Así que NECESITO opinión. Quiero saber qué tal, qué tiene de bueno, qué le falta. Por favor.
Ya dije que Abyss me tenía enamorada. Tenía que usarlo una vez más.
Y una canción: Con las ganas. En español, lo sé. No me gusta mucho escuchar canciones en español mientras escribo, pero esta me encanta y la letra... La letra. Es encantadora.
¿Sabes qué? Sobreviviremos. ♥

17 junio, 2012

La adicción al abismo es (peor que) una droga dura.


Cuando el desconocido entró en la sala, atrajo todas las miradas de la sala. O, al menos, el noventa por ciento de las femeninas y un alto porcentaje de las masculinas cercanas a la entrada.
Mandy Thomson, rubia, alta, ojos azules y cuerpo de modelo, fue la primera en verlo en entrar, sentada al lado de la puerta como estaba. Arrastró la mirada por el individuo, inspeccionándolo despacio, tomando nota de cada uno de los detalles que la atraían de aquella pieza propia de una firma de ropa de diseño.
Llevaba una sencilla camisa negra, con un símbolo de dos enormes alas negras en el centro, dentro de un círculo dorado. Una señal extraña, pero ni siquiera le prestó atención. Una chaqueta de cuero se ajustaba a su cuerpo, marcando la forma de sus bíceps y el diámetro irresistible de su espalda. Llevaba unos vaqueros ligeramente estropeados que le sentaban como un guante y ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol completamente oscuras, que impedían cualquier vistazo a sus pupilas. Pelo corto, despeinado de un modo seductor. Parecía que cada una de las minucias de su atuendo estaba estudiada al milímetro para potenciar esa irresistible aura que lo impregnaba.
Entonces, tras echar una mirada a la estancia, esbozó una sonrisa traviesa que hizo que su corazón empezara a hiperventilar.
Aquel tipo parecía un cazador, buscando una presa, y a ella no le importaba lo más mínimo serlo.
Se levantó de un salto y corrió a darle la bienvenida a la clase, aunque estuvieran a mediados del segundo semestre. Y, por supuesto, a ofrecerle su ayuda en todo lo posible, con un descarado coqueteo de acompañamiento.
-          ¡Hola! – saludó, dibujando la mejor de sus sonrisas, la que conseguía que todos los chicos corrieran a intentar atraparla entre sus redes. Debía ser la primera en cazarlo o cualquier otra zorra de la universidad se haría con él.
Él la miró a través de las oscuras gafas y enarcó una ceja. La sonrisa se acentuó, aunque ahora parecía ligeramente amenazante. Algo en el interior de Mandy tembló y retrocedió un paso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, pero había sido puro instinto de supervivencia. La respuesta de la gacela al saberse demasiado cerca del león, sentir que había caído de lleno en la trampa. El pánico la embargó por completo y la enmudeció, mientras se le ponía la piel de gallina.
-          Vaya, hola. – Le lanzó un vistazo, recorriendo sus curvas con una mirada lánguida. – Bonito cuerpo, sin duda.  – La miró a los ojos y ella volvió a sentir ese miedo irracional que la impulsaba a huir. – Tienes suerte de que no tenga hambre y de que, ahora mismo, busque a alguien mucho más interesante. – Entonces, su gesto se endureció. Mandy pudo percibir el desprecio que le dirigía, aun sin verlo en sus pupilas; el gesto de sus labios era suficiente. – Piérdete.
Su cuerpo reaccionó antes que su mente y, antes de que pudiera procesar que un hombre la hubiera rechazado (un hecho insólito), se dio la vuelta y regresó a su sitio, con el rabo entre las piernas. Algo dentro de ella se sentía aliviado, como si acabara de escapar de una sentencia de muerte. ¿Por qué estaba agradecida? De pronto, volvió a estar irritada. Nadie la rechazaba, nunca. Ella era la más guapa, insuperable. ¿Había dicho que buscaba a alguien mucho más interesante? ¡Imposible! Lo persiguió con la mirada, furiosa, deseando saber quién coño era la persona que aquel espécimen perfecto que ella había elegido como suyo prefería. Porque, fuera quien fuera, estaría arruinado a partir de ese momento. Ella se encargaría.
Sinner se ajustó las gafas de sol y volvió a recuperar su sonrisa pícara. Pobre chica confusa. Creía ser la reina del mundo y era solo una minúscula parte sin importancia del cosmos, que se acabaría convirtiendo una pieza del montón de la mierda de la sociedad: aburrida, predecible. Posiblemente, se casaría con un viejo rico que le pagaría sus caprichos a cambio de poder disfrutar de sexo con una chica veinte años menor que él.
Contuvo una carcajada. Pobre idiota. Era escoria.
Y había tenido suerte de que él la rechazara, aunque ella no podía imaginárselo, claro. Su amor nunca duraba más de una noche y siempre traía una buena cantidad de dolor: empozoñaba el corazón, enloquecía los sentidos y hacía perder (literalmente) la cordura a la receptora de los placeres. Sí, durante una maravillosa noche disfrutaría de una lujuria sin igual, pero a la mañana siguiente, su cuerpo y alma estarían destrozados. Él siempre se ocupaba de ello, era el precio por recibir sus atenciones. Ellas disfrutaban, él se alimentaba. De su belleza, de su ingenuidad, de su juventud, de todos aquellos sueños vanos.
Pero ahora no tenía hambre, por eso Mandy se había salvado. Tenía cosas muchísimo más importantes entre manos. Porque ahora la estaba buscando a ella. Su sonrisa se acentuó solo de pensarlo y cerró los ojos un solo instante saboreando de antemano el placer del rencuentro. Aun careciendo del sentido de la vista, era capaz de olerla. Y, aunque hubiera perdido también ese sentido, hubiera podido seguir sintiéndola. Cada una de las células de su cuerpo reaccionaba a su cercanía: gemían, enloquecían, explotaban de placer, se excitaban unas a otras, se agitaban, se revolvían. La necesitaban, igual que un cocainómano necesitaba un chute más. Era su maldito droga. Y era una droga dura, joder, de las que se convertían en difíciles de sobrevivir cuando no las tenías continuamente en tu sistema circulatorio.
Él ya había pasado tiempo suficiente sin verla. El mono llevaba meses atormentándolo y… finalmente, había caído en la tentación de ir a buscarla, aunque tuviera que incumplir su promesa. Ya no era capaz de soportarlo.
La encontró en medio del aula, rodeada de un montón de humanos anónimos que no se merecían tenerla cerca. Tuvo que contenerse para no acabar con la vida de todos ellos, solo por contaminar el oxígeno con su presencia. La contempló durante un instante, antes de que ella lo mirara. Quizá aun no lo hubiera percibido.
Su cabello negro, oscuro como un mundo sin luz, le traía a la memoria todos los segundos en los que había enredado sus dedos en ellos, en los que se perdió en su cuero cabelludo, al igual que si fuera el paraíso. Para él, siempre lo había sido.
Una piel pálida que contrastaba con la intensidad de sus ojos, de ese perenne e insólito violeta que había sido lo primero que lo había atraída y enloquecido de ella. Y, después, la había conocido. Había descubierto la enorme y devastadora personalidad que se escondía agazapada detrás de todas sus mentiras, había experimentado en su propia piel una pasión capaz de dejar pequeña la explosión de una estrella. Ella era una droga dura; le causaba una adicción física, psicológica y emocional. Añoraba su cuerpo, sus manos, sus labios. Su sonrisa, que le prometía mil pecados. Su voz susurrándole al oído que, con ella, jamás necesitaría a ninguna otra. Esa era una de las pocas veces que de sus labios, carnosos y demoledores, no había escapado una mentira.
Se levantó las gafas para contemplarla sin ningún tipo de filtro. Sus iris negros no necesitaban más para disfrutar que su visión.
Se quedó parado a su lado, pero ella no levantó la vista.
-          Hola, preciosa – pronunció finalmente.
Por fin, elevó la mirada. Sus ojos violetas se clavaron en su rostro y se le escapó una sonrisa, aunque se obligó a reprimirla. Él no borró la suya.
-          Me prometiste un año, Sinner. – Replicó ella, frunciendo los labios.
-          Lo sé. Pero tú ya sabías que nunca cumplo mis promesas. – Le acarició la mejilla con los dedos con la misma suavidad que si se tratara de un jarrón de porcelana. – No podía seguir sobreviviendo sin ti.
-          Yo también te echaba de menos. Pero aun me quedan dos meses para acabar la carrera. – Se colocó un mechón detrás de la oreja.
-          No te hace falta. Nada de esto te hace falta. – Se agachó hasta que sus ojos quedaron frente a frente y, entonces, le ronroneó al oído. – Cariño, somos inmortales.
Ella le mordisqueó el lóbulo de la oreja, que quedaba al alcance de sus labios.
-          Lo sé. Pero estaría bien cumplir alguna de los objetivos que había acordado. Y ambos sabemos que, cuando estamos juntos, apenas soy capaz de hacer otra cosa que no sea fundirme con tu cuerpo – sus palabras le provocaron un escalofrío y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no besarla allí mismo, encerrarse con ella en alguna habitación y saciar su necesidad de tenerla tan cerca como fuera posible.
-          Por favor, Abyss – suplicó. – Seré bueno, pero no me obligues a marcharme de nuevo.
Ella se hizo para atrás, se echó el pelo a un lado, dejando la nuca despejada, y lo meditó un instante. Mientras, Sinner recorrió sus labios con los dedos, para luego descender por su cuello.
-          Tú ganas. – Acabó por responder ella.
Sinner sonrió. La atrajo hacia él en un segundo y selló su aceptación con un beso tórrido, álgido, una promesa de la recompensa de volver a estar con ella. Cuánto había echado de menos su sabor, la forma en la que se amoldaba a él. Casi parecía que hubiera sido creada para convertirse en su perdición. Solo ella era su punto débil.
-          ¿Sabes? En 10 minutos empieza mi clase. – Ronroneó contra sus labios Abyss. – Es larga y aburridísima. ¿Te apetece que te enseñe mi habitación individual mientras?
-          No puedes imaginarte cuánto.
Ambos sonrieron y se levantaron. Sinner la pegó a su cuerpo, rodeándole la cintura con el brazo para no separarse poco más de un par de milímetros de Abyss. Su abismo personal, uno del que jamás quería escapar. A menudo se consideraba un masoquista.
-          ¡Ella! – Vociferó de pronto una aguda voz femenina. - ¡La basura de Sarah Ryans!
Sinner se giró hacia la persona que lo había dicho, tensando el cuerpo, listo para asesinar a quien hubiera pronunciado aquellas palabras. Sabía que Sarah Ryans era el apodo que usaba Abyss para relacionarse con los humanos. Y él no iba a permitir que nadie, nadie en ninguna dimensión ni de ninguna especie, se dirigiera a ella de ese modo. Justo cuando estaba a punto de degollar a una rubia alta que parecía indignada, sintió la mano de Abyss en su hombro. La miró, con la mandíbula apretada. Debía matar a aquella escoria humana, o jamás descansaría en paz.
-          Yo me encargo – Abyss le dedicó una mirada tranquilizadora y avanzó hasta quedar a un par de pasos de la rabiosa Mandy. - ¿Te pasa algo, Mandy? Pareces… ¿cómo decirlo? Una puta cría que acaba de darse cuenta que no es lo suficiente guapa. Ups, vaya, es justo lo que ha pasado. – Ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa de superioridad y burla.
-          ¿Cómo te atreves a hablarme así, maldita zorra? ¡Eres inferior a mí, siempre lo serás! Siempre ahí – Mandy entrecerró los ojos – escuchando atenta, como la empollona que eres. Una sucia rata de biblioteca.
Sinner lo veía todo rojo. Quería mancharse las manos de la sangre de aquella puta rubia. Casi sin poder evitarlo, empezó a cargarse de oscuridad, preparándose para matarla con la agilidad, rapidez y sufrimiento propios de su especie.
-          Mandy, lamento decirte que te equivocas de chica. – Abyss frunció los labios, tratándola como una niña pequeña ignorante y exasperante. – Los demás no tenemos la culpa de tus complejos. Ni de que te dieras tantos golpes en la cabeza de pequeña que te hayas quedado discapacitada mental. – Entrecerró los ojos y se acercó a ella en una milésima de segundo, rodeando su cuello con una de sus manos pálidas. La elevó del suelo sin dificultad, asfixiándola. – Pero te diré una cosa. No soy la humana insignificante que simulo ser. – Aproximó sus labios a la oreja de la chica. – Soy Abyss, el demonio del sufrimiento, la encargada de maldecir a las almas, de expandir el dolor por el mundo. Y no dudaré en regalarte el mayor de los sufrimientos si vuelves a creer que puedes tratarme así. Ahora sabes quién soy, así que puedes empezar a temerme, rubita.
Le soltó el cuello, dejándole la marca amoratada de sus dedos clavados en la piel. Mandy se desplomó sobre el suelo, jadeando en busca del oxígeno que le había sido arrebatado durante unos pocos segundos. Levantó la vista y vio delante de ella la gélida mirada de los burlones ojos del demonio femenino, que parecía disfrutar viéndola tirada en el suelo, humillada.
Se dio cuenta de que, detrás de ella, el guapísimo chico que había intentado conquistar antes la miraba con odio en las pupilas y pudo descifrar el significado de su mirada. Te mataré.
Abyss se dio la vuelta y se largó de la sala, abandonando a la desmadejada rubia, que se había orinado encima del terror de la cercanía de uno de los demonios más poderosos existentes. Del que era capaz de producir agonías eternas.
-          ¿Ves? – se quejó Abyss mientras salían de la sala. – Ahora tendremos que largarnos de aquí. Siempre pasa lo mismo.
-          Deberías haberme dejado matarla – replicó Sinner. Sus ojos estaban completamente negros, sin un ápice de blanco que disimulara su inhumanidad.
-          Era un asunto personal. – Se encogió de hombros.
Lo atrajo hacía sí y lo besó, anclando su brazos en su cuello. Él le rodeó la cintura, hasta que la separación entre ellos desapareció por completo. Entonces, Abyss empezó a succionar la maldad que había acumulado en su interior unos instantes antes, listo para liberarla en forma de dolor hacia la chica, lo que la hubiera exterminado.
-          Delicioso – gimió ella, antes de perderse por completo. Sus ojos refulgieron, tan negros como su alma endemoniada.


  • Solo por si acaso: Abyss es Abismo y Sinner, Pecador. 
  • Ambos son demonios, oscuros, letales, inhumanos. Sinner es un íncubo que se alimenta de las almas de chicas jóvenes y bellas hasta dejarlas convertidas en un saco de huesos, arrugadas y casi muertas. La especialidad de Abyss es el sufrimiento, de cualquier tipo, aunque, por alguna razón, intenta integrarse entre los humanos a menudo. 
  • Esto es una especie de nota al margen, por si quedan algunas dudas razonables. La historia no es demasiado buena, pero me apetecía escribir algo salvaje, que desgarrara la cordura. Demoníaco. Me encanta el nombre de Abyss; probablemente, volverá a aparecer en otra historia, aunque no el mismo personaje. Eso es todo. Supongo que la otra parte del texto anterior llegará, algún día. Pero hoy quería escribir y llenarme de oscuridad. 

10 junio, 2012

Pase lo que pase, yo te querré para siempre.


54 South Lone Street, California, USA.
Observó el papel una vez más, aunque, realmente, no había necesitado echarle ni un solo vistazo. Se sabía la dirección de memoria desde mucho antes de haberla anotado, pero el miedo a olvidarla cuando estaba tan cerca de volver a verla le había llevado a dejarlo todo minuciosamente revisado; no quería dejar margen a un error ínfimo, porque aquel era el momento que llevaba esperando los últimos tres años y medio.
Y la recordaba a ella. Parado frente a su puerta, con el trozo de papel a rayas (arrancado de una libreta, con los márgenes irregulares por haberlo hecho con demasiada prisa) con aquellas palabras escritas con su letra (siempre había sido ilegible, pero, en aquella ocasión, se había esforzado para que la frase fuera clara, que las letras bailaran con gracia sobre el papel), se preguntaba una y otra vez si sus recuerdos se corresponderían con la realidad. Quizá después de tanto tiempo alimentándose únicamente de lo que su memoria le aportaba y sin hechos reales con los que comparar, había acabado idealizándola, como hacían todos los locos enamorados con sus amadas: volverlas más guapas, más simpáticas, con una sonrisa más hermosa. O quizá ella habría cambiado de verdad.
Cinco años era demasiado tiempo. Probablemente, ella lo habría olvidado.
Mientras él se había aferrado a su rostro, a la forma en la que su nombre lo asaltaba en los peores momentos, para lograr sobrevivir, ella habría pasado página, terminado el capítulo, puesto el punto y final a una historia de amor marchita y cerrado el libro titulado con sus nombres.
Entonces, ¿qué hacía allí? Si ya lo sabía, ¿por qué se autoflagelaba parado frente a su buzón, buscando el valor para tocar a la puerta y volver a verla?
No debería querer verla. Nunca más. Debería haberse ido a la otra punta del país, encontrar un trabajo estable y empezar desde cero. Debería haberla olvidado, sacarla de cada una de sus células, marcadas con su nombre, su aroma, el sabor de sus labios y su risa.
Ella lo había dejado. Cerró los ojos cuando el recuerdo llegó, con las oleadas de dolor que siempre lo acompañaban. Una carta, había sido mediante una maldita carta.
Te quiero, Sam, pero no lo soporto más. Nunca, en mi vida, podré amar a nadie como te amo a ti, pero cinco años sin verte es un dolor demasiado grande. Noto tu ausencia cada segundo del día. Soy incapaz de comer, de dormir, de vivir sin ti a mi lado, siempre esperando el momento de encontrarnos. Eres como la droga  a la que soy adicta y que no puedo encontrar en ninguna parte. Entiéndeme, por favor. Entiéndeme.
Pensarás que hay otro. ¿Cómo podría ser eso cierto? Ninguno podría hacerme sentir como tú lo haces. Nadie me abraza, me besa, me toca como tú. Eres el motivo de todas mis risas, estés o no. Mi corazón se terminará de destrozar cuando selle el sobre donde va esta carta y la mande al buzón y nadie podrá recomponerlo de nuevo, porque sus fragmentos solo te pertenecen a ti.
Entiéndeme, te suplico una vez más. Porque, si murieras en esa maldita guerra mientras yo estoy aquí intentando sobrevivir con la esperanza de que regreses algún día, creo que se me colapsaría el cuerpo y entraría en paro cardíaco o en coma. Hay cosas que una persona no puede afrontar y… tu muerte es la única que existe para mí. Perdóname por esto, por la despedida más dura que jamás he llevado a cabo. Te querré para siempre, aunque nuestros destinos ya no sean uno”.
Había leído la carta tantas veces, que podría citar cada una de sus comas. Había manchado el papel de sus lágrimas, que, juntos con las que ya había añadido ella al escribir aquel adiós, habían llenado la totalidad de la hoja.
El Ejército había sido su peor decisión, un error tomado en su ingenua juventud que había condenado su futuro por completo. Con dieciocho, había pensado que la mejor elección que podía hacer por su país era participar en una lucha que, en realidad, nunca había sido suya.
Y, cuando con veintiún años, tras un año y medio de relación con Marie, le habían mandado una notificación informándole de su inmediata partida hacia Irak para ayudar en la resolución de un conflicto bélico, ya se había arrepentido más que suficiente de haber sido tan imbécil.  Pero era demasiado tarde y solo pudo coger el avión para alejarse de la única persona por la que estaba dispuesto a morir y no por un ridículo conflicto entre dos ideologías, que en el fondo eran hermanas.
Marie había aguantado dos años. Hablaban por teléfono de vez en cuando, cuando era posible, y se mandaban cientos de cartas. Él le escribía todos los días, antes de dormir, porque así se aseguraba de mantenerla en su mente un día más. Ella era su fuerza, la que lo impulsaba a sobrevivir entre el estallido de las bombas, la muerte sus compañeros y el asesinato de cientos de inocentes que no tenían la culpa de que la política fuera una mierda sinsentido. Por ella, se había obligado a agarrar el arma con fuerza y matar antes de que una bala de su enemigo le perforara la arteria aorta.
Y, entonces, Marie se había rendido.
Al principio, la primera vez que leyó la carta, no había entendido qué quería decir. Su cerebro no podía captar el mensaje, porque aquello no era real. No lo era, y punto.
Luego, lo invadió la furia. Arrugó la carta y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas. Cerró la mano en un puño, con los nudillos blancos, y la estrelló contra la pared una, dos, tres veces, hasta que la sangre le empapó los dedos y se extendió por su muñeca.
Ella lo había dejado. Ella, que estaba a salvo en casa, sin poner su vida en peligro cada minuto, que no podía ser víctima de un ataque sorpresa y morir en mitad de la noche. ¿¡Ella no lo soportaba?! Él era el que se estaba jugando el cuello, el que tenía que lidiar con el maldito estrés de la eterna cercanía de la muerte.
Cuando la rabia pasó, se convirtió en agonía. Se tiró al suelo, con las manos en la cabeza y las lágrimas desbordadas. Lloró por él durante mucho rato. Y, luego, por ella, cuando al fin lo comprendió.
Cuando se puso en su lugar, con el sentimiento constante de saber que la vida de la persona que más amabas podía acabar mientras tú dormías o hacías la compra y que no te enterarías hasta que fuera demasiado tarde. Y que no podrías hacer nada por remediarlo, por mucho que desearías ser tú el que muriera en su lugar. La terrible impotencia que sentiría, sabiendo que el suceso más importante de tu vida estaba en manos de otros.
Él no podría dormir pensando eso. Sabía que ella estaba bien, que estaba en casa, y eso lo reconfortaba. Ella solo podía suponer que él estaba igual. Pero quizá estuviera desmembrado. O una bomba lo hubiera aniquilado. Podrían tomarlo como rehén y torturarlo. Marie nunca sabría entonces qué había sido de él. Se quedaría sentada, suspendida en medio del tiempo, esperando que regresara cuando él ya nunca volvería a buscarla.
Entonces, comprendió. Su corazón sangró aquella noche, por él, porque ya no la tenía a ella. Y por ella, que, sin tenerlo a él, seguiría sufriendo por su destino.
Los siguientes tres años fueron una tortura, pero, de algún modo, ella siguió siendo su fuerza. Nunca la abandonó. Era su Marie y viviría por ella, tanto si quería ella como si no. Allí, en medio de la guerra, con sangre por todas partes y un creciente número de bajas, se prometió que, si sobrevivía a aquella monstruosidad, llamaría a la puerta de Marie una vez más. Solo por ver su rostro de nuevo, escuchar su voz. Luego, se marcharía y la dejaría seguir con su vida (sin él), sabiendo que ya nunca más se preocuparía por si él vivía o moría. Ya no le reportaría preocupaciones, aliviaría la carga de sus hombros y la dejaría marchar, como ella había hecho con él al escribir las tristes palabras de despedida que le habían causado más daño que un millón de bombas nucleares.
Ahora, tras cinco largos años en una guerra que odiaba con toda su alma, que le había arrebatado todo lo bueno de su existencia, estaba quieto delante de su casa, sin atreverse a cumplir la promesa que se había hecho a sí mismo.
Se había enfrentado a un conflicto bélico y había salido ileso para contarlo, pero no podía avanzar seis pasos y tocar el timbre para decir un adiós para siempre. Porque eso conseguiría lo que todas las tropas enemigas no habían logrado: destruirlo por completo. Dejaría intacto su cuerpo, pero pulverizaría su alma.
Tragó saliva, inspiró hondo. Miró el papel una innecesaria vez más. Luego, sonrió.
Sacó el bolígrafo que guardaba en el bolsillo del pantalón vaquero y escribió por detrás de la dirección una sencilla frase. Metió el papelito en el buzón, y levantó la señal de que la residente de la casa tenía correo.
Finalmente, caminó el corto trama hasta que la puerta le cortó el paso. Levantó la mano y la acercó al timbre, pero se arrepintió en el último instante y aporreó la puerta, como solía hacer antes.
Antes de que la guerra se la quitara.
Esperó, con el corazón en un puño, hasta que, finalmente, la puerta se abrió.
Marie lo miraba desde el umbral.
No la había soñado. Seguía teniendo el pelo igual de moreno, con esos reflejos rubios que atraían la luz del sol cada vez que paseaban. Sus ojos verdes manzana, que le recordaban a la primavera. Sus pequeñas pecas, de niña buena. Estaba más delgada y algo más pálida, pero seguía igual de hermosa que la primera vez que la vio.
Cuánto la había echado de menos, maldita fuera su suerte.
Ella se quedó quieta, sin decir una sola palabra, observándolo como si fuera un fantasma en su puerta, que había venido a atormentarla. Parpadeó un par de veces y dejó de respirar.
-          He vuelto – susurró Sam, intentando que aquel incómodo momento terminara.
Mientras Marie lo contemplaba como si fuera el Diablo encarnado, se arrepintió de su decisión. No debería haber vuelto, obligándola a volver a pasar por aquello. Había sido terriblemente egoísta condenarla de nuevo a verle, a recordar, solo por disfrutar de su rostro un par de segundos.
Se sintió culpable. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué esperaba? Ella ya no lo amaba, aunque para él ella siguiera siendo amor con todas las letras.
De pronto, justo cuando él iba a darse la vuelta y marcharse, ella avanzó un paso y le tocó la mejilla. Parecía no creer que, de verdad, estuviera plantado en su puerta.
-          Eres tú.  – Musitó de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que se derramaron por sus mejillas, hasta volar hasta el suelo. – Estás… Estás vivo.
Sin previo aviso, Marie se arrojó sobre sus brazos, apretándolo contra su cuerpo sin dejar de sollozar. Las lágrimas le mojaban la camisa, pero no le importaba, con tal de poder sentir las curvas de su busto contra las de su anatomía. Su calor. Oler su aroma, lavanda y especias. Sentir sus manos en los omóplatos.
Nada era tan maravilloso. Entre sus brazos, había vuelto a encontrar su hogar.

Su nota, desde el buzón, prometía:
Pase lo que pase, Marie, yo te querré para siempre.

He hecho a Irene quedarse hasta las tres y media solo para que lo publicara. Espero que merezca la pena.
No he terminado, me falta la otra parte, pero hoy ya es demasiado tarde para pasarme otra hora escribiendo. Lo haré mañana, prometido.
Por ser esta entrada tan especial para mí, tengo dos canciones, la de su inicio, hace mucho tiempo atrás y la que verdaderamente le corresponde:
If it means a lot to you (aun sigo completamente enamorada de sus acordes, del rasgueo de la guitarra, del "Hey, sweetie, I need you here tonight", de sus voces).
Love you 'till the End. (Te querré hasta el fin, pase lo que pase, aunque ya no estemos unidos, aunque nuestros mundos no se complementen.)
Pase lo que pase.

02 junio, 2012

Nos veremos en el Infierno.



Llegó a casa tarde, pero para él, las dos y media de la madrugada era temprano para regresar. Iba borracho, por supuesto, pero no tanto como ella recordaba. Esa noche había bebido un poco menos, había vuelto antes.
Casi sonrió, extendiendo ligeramente sus labios, pero sin llegar a completar el gesto. Esa noche tenía suerte, aunque quizá fuera un eufemismo teniendo en cuenta su objetivo.
El hombre tardó tres intentos en conseguir acertar con la llave dentro de la cerradura. Tenía temblores en las manos después de destrozarse el hígado con alcohol en todos los bares abiertos después de las doce en un radio de un kilómetro. Solía ir al mismo, pero, cuando lo echaban por ser incapaz de mantenerse en pie y hablar con coherencia, buscaba otro tugurio en el que destrozar sus órganos poco a poco.
Mejor se hubiera muerto, pensó ella. Su suicidio hubiera sido la mejor opción. De ese modo, habría destrozado su vida igualmente, pero no la de ella. Cerró los ojos, obligando a los recuerdos a esconderse de nuevo en el mismo puto lugar donde los había mantenido cautivos los últimos ocho años. Ocho años, cinco meses y veintidós días desde la última que se habían visto.
Al fin, consiguió meter la llave en la cerradura. La puerta emitió un chirrido agudo, casi una advertencia del destino que le deparaba a su dueño una vez atravesara el umbral. Pero no fue capaz de entenderlo, aunque ella sí.
Ella cruzó las piernas y sonrió. Por primera vez en todo aquel tiempo, sonrió, saboreando su venganza por adelantado.
El hombre encendió la luz de la cocina, mientras permanecía de espaldas a ella. Dejó las llaves en la encimera, cerró la puerta con torpeza y se tambaleó en busca de la botella de vodka que seguía escondiendo debajo del fregadero.
-          Hola, Steve. – Saludó la mujer, sentada en una de las sillas de la cocina.
Él se giró, sobresaltado. Pocas veces llegas a casa y te encuentras con una preciosa chica de unos veintidós o veintitrés años, mirándote con una sonrisa de placer y con los ojos aguamarina centelleando. No la reconoció, pero, claro, habían pasado muchos años. Ella se había teñido el pelo de negro, tan oscuro como su alma, y ahora solía usar mucho más maquillaje para ocultar su verdadera expresión.
-          ¿Cómo has entrado en mi casa? – borbotó, intentando que las sílabas resultaran inteligibles a pesar de su embriaguez. Ella estaba acostumbrada a esa forma de hablar: la unión de unas palabras con las siguientes, la boca espesa incapaz de pronunciar cada letra adecuadamente, el olor a alcohol y el miedo. Siempre le quedarían los recuerdos, por muchos años que pasaran.
-          Por la puerta, por supuesto. – Le enseñó la llave con la que había estado jugando. – Sigues guardando la de repuesto debajo del gnomo con el gorro verde. – Dejó el objeto sobre la mesa y apoyó el codo en la rodilla, flexionado, donde descansó la cabeza. Observaba al hombre con un interés morboso que le puso todos los pelos de punta.
Steve retrocedió un poco. Era extraño y un poco preocupante que aquella mujer a la que juraría no haber visto nunca supiera dónde escondía la llave de repuesto, pero no le parecía peligrosa, por lo que no se molestó en buscar armas defensivas.
-          ¿Quién eres?
-          Vaya, vaya. – Ella ladeó la cabeza e hizo un puchero completamente artificial. - ¿No me reconoces ya… papá?
Sintió como se le paraba el corazón al escuchar sus palabras. Ahora sí lo veía. El color de los ojos, la forma de los labios, las pecas. La mancha de nacimiento en el cuello, en forma de hoja.
-          Mayka – susurró. – Eres tú.
-          Premio. – La chica se recostó hacia atrás. – A diferencia de ti, yo no me he olvidado de ti. De tu rostro. – Entrecerró los ojos. – Me he obligado a recordarte cada día de mi vida, durante los últimos años.
-          ¿Por qué has vuelto? – una vez superada la sorpresa inicial, el tono de Steve se volvió frío y duro. No le gustaba que los fantasmas del pasado volvieran para atormentarlo, aunque quizá de ella si pudiera obtener algún entretenimiento.
Mientras la idea se formaba en su cabeza, se dio cuenta de que ella estaba cambiada. No solo en el color del pelo, en el maquillaje o en la ropa. Ahora parecía… peligrosa. Ya no desprendía aquella aura de inocencia de su juventud, si no que miraba como si estuviera retando a muerte a todo el que se le acercara demasiado. Sus ojos eran dos estalactitas. Y, en la mano derecha, jugaba con una afilada daga con la empuñadura llena de símbolos.
-          Esperaba una bienvenida más calurosa. – Se puso en pie. – He venido para recordar los viejos tiempos, claro.
Él se rió, despectivamente. Mayka permaneció impasible ante su reacción, sin inmutarse por la burla patente en aquel gesto.
-          ¿Te crees que te tengo miedo porque llevas un cuchillo, Mayka? – le espetó, con brusquedad y con toda la maldad de su emponzoñado corazón rezumando a través de la amenaza. – Sigues siendo una maldita chiquilla, asustada y sola.  Y creo que debería tratarte igual que entonces.
Se lanzó hacia delante, intentando arrebatarle el cuchillo de las manos. Ella lo esquivó con facilidad, por lo que Steve se estampó contra la mesa y cayó al suelo, mareado y dolorido, con todo el alcohol ingerido pugnando por salir por su garganta con la misma velocidad con la que había entrado.
-          Ya no soy esa niña – replicó ella. Su voz helada dejaba entrever todo el sufrimiento que escondía y la promesa de una venganza lenta y dolorosa. – Crecí. Mal, llena de moratones y con daños psicológicos posiblemente irreparables, pero crecí. Ahora no tengo miedo, ahora no me escondo y lloro cuando oigo pasos acercándose a mi puerta. ¿Sabes para qué he venido, verdad? – Lo miró con repugnancia, escupiéndole su odio a la cara. No esperó la respuesta; ya no le hacía falta nada de él. – Estoy aquí para infringirte un dolor que rivalice con el que tú me regalaste. Pero llegaré más lejos: te prometo que, cuando abandone esta casa, ya no tendrás una puta vida que destrozar.
Steve se levantó despacio, agarrándose a cualquier mueble que encontrara su camino. Observó a Mayka, que permanecía inalterable con la daga en la mano, esperando. Aunque no sabía a qué. Volvió a lanzarse contra ella, en un desesperado y estúpido ataque.
Ella lo desvió con agilidad y sin esfuerzo, pero esta vez no lo dejó caer. Lo agarró por el hombro, lo atrajo contra su cuerpo, de espaldas a ella, y presionó el filo de la daga contra la carne vulnerable del cuello.
-          ¿Sabes qué es lo que recuerdo con más fuerza? – le susurró al oído, apretando más el afilado acero contra la piel de Steve. – Recuerdo quedarme despierta durante horas, rezando para que no vinieras a buscarme otra vez, para que alguien te hubiera matado mientras volvías a casa. No sé el número de veces que deseé que tuvieras un accidente de coche o que murieras por la puta cantidad ilimitada de alcohol que bebías. Pero siempre venías. – Mayka deslizó la mano que tenía libre hasta taparle la boca. Apretó con fuerza. – Siempre que aparecías, me tapabas la boca así y me decías: “no grites, Mayka. Nadie debe enterarse de esto. Será nuestro secreto o yo me encargaré de que no se lo digas a nadie por la fuerza”.
Steve gimió, muy bajo. La mano de ella amortiguaba cualquier sonido que pudiera escapar de sus labios y la presión de la daga empezaba a cortarle la respiración. Quizá si hubiera estado menos ebrio podría haberse librado de su agarre, o si no estuviera siento torturado por todas las atrocidades que había cometido con la niña, la misma que había crecido y había vuelto para vengarse.
Mayka inspiró hondo. Cerró los ojos y, por primera vez, permitió que sus recuerdos fluyeran en lugar de mantenerlos encadenados en el fondo de su memoria, donde nunca pudiera topar con ellos. El dolor la atravesó como un puñal.
-          Tenía ocho años la primera vez, aunque seguro que de eso has preferido olvidarte. Aquella fue la que más me dolió, siendo virgen. Me agarraste con demasiada fuerza cuando intenté forcejear y luego tuve moratones durante semanas, las marcas de mi vergüenza. No podía decírselo a nadie, porque tú me matarías. – Inconscientemente, le clavó las uñas en la cara a Steve, incapaz de seguir conteniendo la furia que había anidado en su cuerpo. Pero tenía que soltarlo todo, expulsarlo para siempre de su vida, aunque las secuelas ya eran imborrables. – Durante seis años me violaste la mayor parte de las noches, en mi cama.
Lo empujó contra una de las sillas. Cayó con poca gracia y estuvo a punto de resbalar hasta el suelo, pero ella lo frenó. Colocó sus manos sobre la mesa.
-          Tus sucias manos de degenerado mancillaron mi cuerpo, bastardo. – Lo miró a los ojos y Steve vio en ellos dolor suficiente como para quebrar un centenar de almas. – Nunca te perdonaré. – Con un movimiento rápido, Mayka sesgó las dos manos que permanecían sobre la mesa.
La sangre empezó a manar a borbotones, mientras los gritos de Steve resonaban por toda la casa, sus alaridos de dolor. Contempló las dos extremidades, separados de sus brazos, ahora muñones sin terminar. El líquido rojo cubrió la mesa y luego se escurrió hasta el suelo, donde manchó cada baldosa.
-          El dolor – continuó Mayka, observando la sangre que permanecía en el filo del arma. – Parece insufrible, insoportable, pero, la mayoría de las veces, nuestro cuerpo se sobrepone. Aunque no nos guste. ¿Sabes qué? Intenté suicidarme a los 11 años, en el baño del colegio, pero me descubrieron antes de que me desangrara por completo. – Se levantó la manga para mostrarle dos finas cicatrices que resaltaban contra su piel en las muñecas. – Dolor, Steve.
Él fue incapaz de responder, aun sin apartar la vista de sus manos amputadas. Mayka se acercó hasta quedar a su espalda, con los ojos fijos también en el mismo punto.
-          Me destrozaste la vida. – Le dijo al oído. – Podría haber sido buena, podría haber triunfado, pero tú me lo arrebataste todo colándote cada noche en mi dormitorio para abusar de mí. Y ahora, tendré la misma consideración contigo. Me has convertido en una psicópata, capaz de ver el sufrimiento sin pestañear. Me hiciste daño de un modo tan profundo, que perdí cualquier tipo de moral que pudiera tener. Sufre las consecuencias.
Steve sintió la hoja de la daga unos segundos antes de que Mayka lo degollara. Su cadáver sin vida contempló las manos una vez más antes de perder la fuerza que lo sostenía y caer desmadejado contra el suelo ya empapado de su sangre.
Mayka observó a su padrastro muerto, el mismo hombre que la había humillado, violado, golpeado y obligado a recurrir al suicido. Vio cómo la sangre abandonaba su cuerpo, cómo en sus ojos se apagaba la vida a la par que sus latidos se detenían. Pero no sintió alivio. Aquello, la venganza, no eliminaba el profundo sufrimiento arraigado en su alma, no borrada su pasado.
Pero, al menos, ahora estamos empatados. Pensó. Se sintió ligeramente reconfortada y satisfecha, aunque igual de vacía que antes. Seguía estando seriamente dañada por dentro, seguía siendo una psicópata sin piedad. Pero él estaba muerto, como había soñado desde la primera vez que le hizo padecer aquella condena.
Con la experiencia de quien lo ha hecho muchas veces, eliminó cualquier rastro de su presencia en la habitación. Limpió las huellas dactilares, eliminó la de sus zapatos, se aseguró que no quedaran restos de ella en aquel pasado violento y turbulento.
Una vez en la puerta, volvió a mirar la sala que dejaba a su espalda. Observó el cadáver una vez más y sonrió.
-          Adiós, papá. Nos veremos en el infierno. – Cerró la puerta tras ella, asegurándose de no dejar pistas, y se marchó sin mirar atrás.


He estado desarrollándola los últimos días. Es una de las historias más duras que he escrito (creo), pero creo que no he logrado plasmar con suficiente fuerza el dolor, el sufrimiento de una niña violada. Lo siento, lo he hecho lo mejor posible.
La canción de hoy será The kids from Yesterday (los niños del ayer). Otra de My Chemical Romance, que es el grupo que tengo en la cabeza últimamente.