31 julio, 2012

Encontraba mi lugar en el firmamento entre sus brazos cuando él susurraba mi nombre.


Hubo tres razones que se confabularon contra mí para que acabara completa, irrevocable e irremediablemente enamorada de Connor McAlan.
La primera, indudablemente, fue su altura.
 Cuando lo conocí, fue lo primero que llamó mi atención de forma inmediata sobre él. Es cierto que el pub estaba casi vacío (aún era demasiado pronto para que la clientela abarrotara el pequeño espacio), pero, aun así, su estatura consiguió captar mi mirada casi al instante, como si sus casi dos metros fueran un imán para mi hormonas femeninas.
Debo reconocer que siempre he sentido una atracción especial, un cosquilleo en las costillas, los nervios a flor de piel, por los hombres altos. Los adoraba. Que me agarraran el mentón con sus manos ásperas y masculinas para levantar mi rostro hacia el suyo y fundirse con pasión contra mis labios, que solían a estar a la altura de su barbilla o un pelín más abajo. Porque yo, la verdad, medía un metro ochenta y dos. Alta para una mujer, pero era la sangre rusa de mi madre, de la que también había obtenido el largo cabello rubio y los ojos azul claro, de un tono que se acercaba peligrosamente al transparente del océano en pleno día de verano. Lo que no había heredado de ella era el idioma, pues había muerto antes de pudiera enseñarme las bellas palabras del ruso, con su entonación nórdica que me parecía tan íntima. Sabía algunas, que mi abuela se había molestado en enseñarme, pero no las suficientes para una conversación. Mi padre, inglés de nacimiento y orgulloso de serlo, me había educado en su tierra natal y en su lengua universal. No niego que fuera más útil, pero había perdido la oportunidad de perderme en el acento ruso que traía consigo un escalofrío de tormenta de nieve.
Y allí estaba yo. Una inglesa con raíces rusas y una piel lechosa que me delataba como extranjera a ojos de cualquiera, perdida en Edimburgo con dos amigas en un viaje de fin de curso. El viaje de nuestras vidas, solíamos decir. Liberarnos del yugo de la imposición de estudiar año tras año. ¡Nos habíamos licenciado en la carrera! ¡Aprobadas! ¡Listas para enfrentarnos al mundo! Pero, antes que nada, nuestro viaje.
Habíamos elegido Escocia. Bueno, en realidad había sido Julie.
Había sido tres años antes. En mi habitación de Londres, con la música de la radio sonando de fondo. El presentador anunciaba algún éxito que pasaría de moda pocas semanas después. Las tres estábamos tumbadas en mi cama mirando al techo y charlando sobre cosas sin importancia, como solíamos hacer. Vivíamos juntas en un pequeño piso de dos habitaciones, compartiendo cama y una gata, a las que habíamos llamado Autumn, porque tenía los ojos del color de las hojas ocres que caen de los árboles en esa estación.
Autumn también estaba con nosotras, tumbada encima de Elizabeth (más conocida como Lissa). Ronroneaba mientras yo no dejaba de acariciarla. Charlábamos del tiempo, permanentemente gris en la capital inglesa; de las clases de cada una, de los amores frustrados, de los ligues futuros, del sexo seguro, de los planes del siguiente verano. Y, de pronto, Julie se sentó y gritó ¡un viaje!
La miramos sin comprender nada. Julie era, por naturaleza, nerviosa. Apenas era capaz de mantenerse quieta más de dos segundos y tenía un extraño tic que consistía en morderse las mejillas por dentro cuando se impacientaba. Además, era una completa adicta a las novelas románticas. Quizá este dato parezca irrelevante, pero no lo es. No lo es porque muchas de ellas tenían lugar en la remota Escocia, donde los bárbaros luchaban contra los ingleses por el amor de una dama.
-          ¡Un  viaje, las tres juntas! – repitió.
-          No tenemos ni un duro, Julie – repliqué frunciendo el ceño. Mi padre apenas podía costearme la universidad y yo contribuía con un trabajo a media jornada de camarera en el Starbucks, así que no me podía plantear un viaje.
-          Lo sé, lo sé. – Se mordió las mejillas. – Entonces no ahora. Lo haremos… ¡cuando terminemos la carrera! Faltan tres años, podemos ahorrar hasta entonces.
-          Eh, no es un mal plan – dijo Lissa, también sentándose como muestra de apoyo. Resoplé. Dos contra una.
-          No sé…
-          Oh, vamos, Astrid. Reuniremos el dinero entre las tres. – Los ojos de Lissa centellearon de emoción. Se apartó un mechón negro de los ojos. - ¡Venga! ¡Por favor!
Simulé que lo pensaba. En realidad, a mi también me hacía mucha ilusión. Nunca había viajado, excepto a Moscú con mi padre para visitar a la familia que habíamos dejado allí. Gruñí un poco, fingí estar contrariada, las obligué a suplicarme. Autumn maulló en señal de acuerdo. Finalmente, me reí y acepté.
Luego, Lissa preguntó nuestro futuro destino. Al principio, pensamos en Nueva York. ¡América, América! Demasiado caro, concluimos tres segundos después. ¿Grecia? No entendíamos el idioma. ¿Francia? Ellas ya habían estado allí apenas unos años antes.
¡Escocia! Gritó Julie. Nos miró, emocionada.
-          ¿Escocia? – preguntamos sorprendidas Lissa y yo. Intercambiamos una mirada de extrañeza.
-          ¡Sí, sí! – Dio dos saltos en la cama. – Escocia. País de nobles guerreros, de bellas historias de amor. Un pasado precioso, castillos medievales por todas partes, ruinas, bosques, ¡verde! Y hombres. No demasiado lejos, pero desconocido, exótico. ¡Y el idioma no es problema!
Escocia, decidimos.
Y así, tres años después, había acabado en un pub de Edimburgo, sentada a una mesa con mis dos mejores amigas, recién diplomada en la carrera de periodismo, perdida contemplando los casi dos metros de un atractivo desconocido. En realidad, su espalda. Pero era más que suficiente para que me imaginara clavando las uñas en ella.
El segundo punto que contribuyó a robarme la cordura fue su acento. Su duro y brutal acento escocés, que marcaba el inglés de un modo inconfundible y pasional. Parecía acariciar cada palabra, exagerando las erres. Y cada uno de sus Astrid, oh, sweet Astrid me provocaba una descarga en la columna vertebral, porque mi nombre en sus labios se convertía en pura magia. Lo llenaba de una vida, de una pasión que nunca antes había apreciado en sus sílabas. Me impulsaba al nivel del resto de estrellas, encontraba mi lugar en el firmamento entre sus brazos cuando él susurraba mi nombre entre beso y beso, marcando mi cuerpo con el tacto de sus manos ásperas, como a mí me gustaban.
Aunque yo no me podía imaginar aquello cuando me acerqué a la barra a pedir una segunda ronda de whisky’s con coca-cola. Él estaba allí, hablando con el camarero. Me fijé en él, loca por conocer su rostro.
Él me miró, con una media sonrisilla traviesa en los labios.
 Y acabé perdida en la profundidad de sus ojos ligeramente verdosos, ligeramente castaños. Taquicardia en menos de una milésima de segundo. Me ruboricé, aparté la mirada. Tartamudeé el pedido al camarero, que se río con poco disimulo.
Apenas nos separaban cinco centímetros y podía sentir sus ojos en mi rostro, fijándose en cada rasgo como un crítico que admira una obra, valorándola en silencio.
Lo miré de reojo. Él no apartó la vista al saber que me había dado cuenta de su escrutinio.
-          ¿Pasa algo? – conseguí decir con voz firme. Estuve a punto de atragantarme con la vergüenza, pero logré parecer indiferente.
-          Solo te admiraba, luv.
-          ¿Cómo si fuera un cuadro? – repliqué a la defensiva, enarcando una ceja. Estaba acalorada. Por su culpa. Por sus ojos de un color indefinido, por su maldito metro noventa y siete, su olor salvaje a madera y por su sensual acento.
-          Como si fueras una obra de arte. Hermosa. – Él sonrió abiertamente y bebió un trago de su whisky.
Me mordí el labio, cogí las bebidas y me fui antes de que acabara tirándome encima de él. No quería parecer una loca desesperada sexual en un país que no era el mío.
Esa noche, terminé en la cama de Connor McAlan, por supuesto. Me perdí y me encontré (varias veces) entre sus sábanas. Él me besaba por todas partes; sus manos bajando por mi espalda, su nariz recorriendo la línea de mi clavícula, su lengua en el lóbulo de la oreja. Me aferré a él para no dejarme llevar por la locura, por la lujuria. Mordisqueé sus labios, le rodeé la cintura con las piernas, me pegué a su torso desnudo.
El amanecer nos sorprendió despiertos, aun fundidos al otro. Me dormí entre sus brazos y, a la mañana siguiente, él me enseñó en privado sus partes favoritas de Escocia, las que no salían en las guías turísticas y que solo conocían los nativos del lugar. Las partes más hermosas, las que de verdad quitaban el aliento y mostraban la magia real de aquellas tierras antiguas. Julie tenía razón. Contenían una enorme cantidad de historias que merecían la pena ser escuchadas.
Con la cámara pegada a las manos, le perseguí por campos, castillos, zonas derruidas por el tiempo y las guerras, un lago de aguas profundas. Fotografié la belleza desconocida de Escocia que el me mostraba como una confidencia. Solo a mí, cogiéndome de la mano, susurrándome al oído Astrid, sweet Astrid, una y otra vez, y besándome de un modo que me hacía olvidar cómo mantener los pies en el suelo.
Pero eso no fue la tercera razón de que me enamorara irracionalmente de Connor, aunque influyó, claro. Cada detalle que conocía de él influía. Su pasión por la pintura, su gusto por la música rock, la forma en la que sonreía siempre, sin razón aparente. Y sus bromas, sobre todo su sentido del humor.
La tercera razón llegó, como un puñal en mi corazón, el día en el que el avión me llevaría de regreso a Londres. Había pasado en aquel país, tan cercano y, a la vez, tan lejano del mío, dos semanas. Julie y Lissa me habían compartido con Connor. Él nos había presentando a algunos de sus amigos, habíamos visitado el país todos juntos. Nos habían enseñado a beber en Escocia, los mejores sitios para comer y cómo bailar en una ruidosa taberna.
Habíamos llegado siendo tres jovencitas inglesas tranquilas y educadas, pero nos marchábamos siendo tres salvajes medio escocesas que reían demasiado alto y se burlaban de la vida. Había sido, efectivamente, el viaje de nuestras vidas.
La tercera razón llegó en la despedida. Quizá fueron sus ojos, que mostraban una auténtica pena aunque su rostro siguiera sonriendo. Quizá fuera la forma en la que agarraba por los hombros, apretándome ligeramente, casi impeliéndome a quedarme.
Probablemente, fueron sus palabras. Cuando me miró, suspiró con desgana y murmuró:
-          Astrid, sweet Astrid, vuelve. – Había esperanza en su voz. – Vuelve una vez más conmigo. Porque sé que te voy a echar de menos desde que te subas a ese avión hasta que vuelva a sostenerte entre mis brazos.
Sí, seguramente fueron sus palabras las que acabaron de enamorarme. Aunque, sinceramente, yo apostaría que fue el beso desgarrador que las acompañó, y que se llevó un fragmento de mí, que se quedó en Escocia para siempre, junto a Connor. Un beso que gritaba a los cuatro vientos un te voy a echar de menos y que suplicaba un vuelve pronto. Un beso que prometía un te esperaré.
Y yo le devolví el beso, entrelazando las manos detrás de su nuca, tres centímetros por encima de mí. Mi beso le respondió con un no te olvidaré.
Y mis lágrimas fueron una constatación del volveré a por ti que no pronuncié en voz alta, pero que quedó grabado a fuego en ambos.
Goodbye, sweet Astrid.

Este texto sí que lo he escrito con ganas. Con muchas ganas. Me he enamorado de Connor junto a Astrid, he acariciado a Autumn, he cogido el avión y me he perdido en Escocia con Lissa y Julie. He sentido una vez más mis palabras, aunque quizá solo las sienta yo. Pero bueno, no me arrepiento. 
Yo también quiero viajar a Escocia y encontrar un metro noventa y siete de sensual acento, claro. Pero no todos tenemos la misma suerte.
Quiero añadir algunos detalles sobre la historia que le dan ese regusto especial.
Astrid significa, en griego, estrella. Y luv es la pronunciación cerrada de un "love" que se queda clavado en las vértebras. 
¿Sabes qué? Hoy incluso tengo canción. La que me ha inspirado. También le debo mucho a un amigo que me ha ayudado con el tema del acento escocés y de la creación de Astrid. Aunque él no leerá esto, se lo agradezco igual.
Summer paradise. Goodbye, sweetie. See you soon.

23 julio, 2012

Siempre fue una gata callejera.


Supongo que siempre fue una gata callejera. Lo supe desde el día que la encontré, agazapada en un callejón, temblando con el frío de una noche de enero que se negaba a dejar marchar el invierno. Apenas tenía un abrigo raído y un par viejo de guantes con más agujeros que tela. Pero, aun así, rehuyó mi contacto cuando intenté llevarla a casa. Porque pertenecía a la calle. Sabía vivir entre contenedores de basura, sabía sobrevivir buscando comida entre los restos que tiraban los restaurantes. Sabía qué zonas debía evitar y qué noches eran peligrosas. Pero era incapaz de permitir que alguien la cogiera y la pusiera a salvo, porque no se fiaba ni de su propia sombra.
Nunca supe qué la llevo a ese estado. Si había nacido en las calles y se había limitado a permanecer allí durante el resto de su vida; aunque lo dudaba. Más bien, parecía que había sido abandonada y había acabado malviviendo a base de lo que pudiera encontrar día a día. Por eso, me rehuyó la primera vez que la intenté proteger. Y la segunda, y la tercera.
Pero insistí. Algo en mi interior se negó a abandonar a aquella chica, que apenas parecía tener la mayoría de edad, congelándose y muriendo poco a poco de hambre, de frío o de soledad. Me estremecía solo de imaginarla por la noche, con las mejillas pálidas, la piel fría y los labios amoratados, hecha un ovillo para espantar en vano al frío que se colaba entre los rasgones de sus viejas ropas usadas.
Llevarla hasta mi casa, dos manzanas más allá de donde la encontré, me costó una larga retahíla de bufidos enfadados y un arañazo en el brazo y otro en la mejilla derecha. Me obligué a no maldecirla, porque no era justo. Era como castigar a un perro por morder a la persona que lo apalea. Solo intentaba defenderse, porque le habían enseñado que debía hacerlo con todo el mundo. Por alguna razón, mi gata callejera había aprendido que la gente solo podía hacerle daño y por eso, se cerraba a cal y canto, hasta de las personas que le tendían la mano en son de paz.
Creo que tardó meses en confiar en mí, aunque no contribuyó mucho a la causa que la mantuviera encerrada en mi casa durante la primera semana tras encontrarla. Sabía que me estaba equivocando, pero, ¿cómo iba a permitir que escapara mientras yo estaba en el trabajo o durmiendo y volviera a sufrir toda la miseria entre la que había estado hasta que la rescaté? Me aseguré de que, mientras estuviera dentro de las paredes de mi piso, las ventanas estuvieran cerradas y bloqueadas, al igual que la puerta de la entrada.
Cuando la traje la primera noche, la llevé hasta el baño y la metí en la enorme bañera, mientras la llenaba de agua caliente, que emitía un suave vapor que calentaba la estancia. Ella ronroneó por lo bajo, disfrutando del cambio de temperatura. Pero, como todo felino, me gruñó con fiereza al obligarla a meterse dentro del agua.
Aun así, su cuerpo lo agradeció, relajándose tras tanto tiempo con un acuciante y constante frío cortando su piel. Una vez toda la porquería acumulada en su dermis desapareció por el sumidero, pude apreciarla de verdad. Su pelo caoba, que se ondulaba en las puntas en la mitad de la espalda. La piel pálida y frágil, con todas y cada una de sus venas visibles bajo ella, como si mostraran el plano de una ciudad que solo conociera ella. Ojos almendrados del color del vino tinto, con unas motitas marrón chocolate que solo podías percibir si te fijabas lo suficiente, y unas pecas en el puente de la nariz que le conferían el aspecto infantil que me había hecho dudar de su edad. En realidad, debía de tener unos veintidós.
Me miró con los ojos entrecerrados, mientras mi corazón empezaba a latir desenfrenado. A ella no pareció cohibirla en lo más mínimo salir desnuda de la bañera estando yo pendiente de sus movimientos, pero a mí me alteró la respiración y me erizó el vello de todo el cuerpo ver las curvas de su busto completamente descubiertas. Me atraganté con mi propia saliva.
Si hay algo que nunca podré olvidar de aquella noche, fueron las agónicas ganas que tuve en ese momento de besarla y de atraer su cuerpo hasta el mío. Nunca había visto nada más hermoso. Pero sabía que no podía, porque un gato callejero no se deja tocar por un desconocido. Primero tienes que ganarte su confianza, demostrarle que puede acercarse a tu mano sin que vayas a dañarlo.
Por ello, me obligué a girarme, mientras le daba una toalla.
Ella no musitó una sola palabra, ni esa noche ni durante el siguiente mes y medio. Yo le hablaba continuamente. Le dije que mi nombre era Zac, pero ella no dio muestras de que le importara. Se limitaba a mezclar sus miradas de odio hacía mí y las deseosas hacia la puerta, esperando que la dejara marcharse.
La llamé Katia, por una razón clara: lo único que sabía de ella, era que era una gata callejera.
Conseguí que comiera y durmiera al calor de la chimenea de mi piso durante cinco días. Luego, dejó de hacerlo todo. Permanecía al lado de la ventana, mirando la calle con añoranza. Y entonces, supe que no podría retenerla para siempre. Era un espíritu libre y prefería vivir medio muerta en la calle que encerrada en la seguridad de un hogar.
A la mañana del séptimo día de haberla encontrado, me despedí de ella, le di ropa nueva, una manta, comida y agua y la dejé marchar, sin llorar ni suplicarle que se quedase.
Katia me miró con desconfianza mientras sostenía la puerta abierta para que me abandonara. Creo que esperaba que la cerrara de pronto con crueldad y la retuviera contra su voluntad, porque ella realmente esperaba que la maltratara. Probablemente, porque era lo que todo el mundo había hecho siempre con ella.
No puedo negar que tuve ganas de hacerlo. Que quería retenerla conmigo, aunque para ello tuviera que hacerla infeliz, pero sabía que ella no me lo perdonaría jamás. Así que apreté la mandíbula y la dejé marchar, seguro de que nunca volvería a verme reflejado en sus inquisitivos ojos de ese extraño tono. Ella pasó a mi lado corriendo, huyendo de la cárcel que le había impuesto.
La eché de menos cada día. Me había acostumbrada a mi gata. Me gustaba verla acurrucada en el sofá con los pies en el reposabrazos y la mirada perdida en la televisión apagada. Era adorable verla jugar con mi perra, haciéndole cosquillas en la barriga. Una delicia observar como degustaba las sencillas comidas que sabía que no podría disfrutar cuando estuviera en la calle.
Durante dos semanas, la eché de menos. Pero no me arrepentía de lo que había hecho. No habría podido dejarla morir en la acera y tampoco encerrarla para siempre. Todas mis elecciones las había tomado siguiendo lo que la razón y el corazón me dictaban, así que de ninguna manera eran decisiones incorrectas.
Un día, súbitamente, volvió. Al llegar del trabajo, ella me esperaba acurrucada sobre mi felpudo, con la espalda apoyada en la puerta. Tenía la nariz enrojecida por el frío, pero al menos no parecía tan destrozada como cuando la había encontrad por primera vez.
No pude contener la sonrisa. Ella no me habló tampoco en aquella ocasión, pero me siguió al interior del piso, saludó a la perra revolviéndole el pelaje de la cabeza y se sentó a comer conmigo. Le hablé durante horas, contándole cada estúpido detalle que se me ocurría. Realmente, no prestaba atención a mis palabras, con el corazón saltando por la alegría de volver a verla. Creo que ella tampoco me escuchaba, pero seguía todos mis movimientos con ojos analíticos.
Se quedó dormida en el sofá y, a la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no estaba.
Seguía siendo una gata callejera, al fin y al cabo.
A partir de entonces, siempre volvió. A veces pasaban semanas entre una de sus visitas y la siguiente, pero nunca dudaba de su regreso. La encontraba cuando volvía del trabajo, siempre. Nunca por las mañanas. Me miraba con sus ojos castaños y sonreía. Cenábamos juntos.
Cuando por fin habló, lo primero que me dijo fue “la comida estaba maravillosa”. Yo estaba fregando. Me quedé paralizado, incapaz de creer que aquella voz fuera la suya: clara, suave, cristalina. Perfecta. Me giré y ella me sonrió tímidamente. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que me había ganado su confianza. Todo un mérito.
Nunca llegó a vivir conmigo del todo, pero poco a poco me enamoré de ella hasta las trancas. Ambos sabíamos que nunca estaríamos juntos de verdad, que ella no era de esas chicas que esperan en casa con la cena preparada. Que ni siquiera era una de esas chicas que tienen casa. Pero a mí no me importaba. La quería tal como era, con su malhumor y sus fugas. Era mi gata callejera. Y creo que ella también me quería, a su manera.
Aprendió a abrirse poco a poco. Nunca me dijo su nombre o me contó su pasado. Me confió que prefería ser Katia a la persona que había sido antes. Le sonsaqué todos sus gustos. Y ella se trasladó a dormir a mi cama, con sus piernas entrelazadas en las mías y mi respiración en su pelo.
No éramos una pareja corriente, eso es verdad. Con el tiempo, ella pasaba cinco de cada siete días en mi casa, pero, de vez en cuando, se marchaba sin previo aviso y tardaba una semana en volver con el rabo entre las piernas y las mejillas sucias. Yo la esperaba sentado tras la ventana, viendo la televisión o escuchando música, atento al momento de verla aparecer en mi puerta.
Era incapaz de permanecer siempre en el mismo lugar, pero, sin duda, consideraba esto su hogar. Y nos quería, ¿sabes? Aunque no fuera una fuente de abrazos y besos, sé que nos quería. Sobre todo a ti, cariño.
Mamá siempre te quiso. Desde que tú naciste, se mantuvo más tiempo dentro de casa que fuera. Redujo sus salidas a la mitad y, luego, las erradicó por completo. Ella sabía que aquello la mataría poco a poco, porque un espíritu libre no puede permanecer encerrado, pero eligió que prefería verte dormir cada noche que vagabundear por las calles heladas. Te quiso más que a nada en el mundo, fuiste lo más bello de su vida.
Nunca dejó de ser una gata callejera, pero encontró el punto que le devolvió la confianza en los demás. Yo conseguí salvarla de morir en la calle, pero tú la salvaste de la frialdad de su interior. Por eso, no debes culparte. Porque, aunque se haya ido, ella siempre seguirá cuidando de ti y observándote dormir noche tras noche. Y yo siempre seguiré queriéndola, sabiendo que vivirá para siempre en las calles de la ciudad aunque no vuelva a acudir a mi puerta.

La verdad es que no sé si he conseguido narrar correctamente toda la historia, pero creo que sí. Lo he intentando una vez más, he intentado escribir sintiendo cada una de las palabras. Puede que no sea mi mejor entrada, pero estoy bastante orgullosa de ella. Estoy orgullosa de Katia, que también es mi gata callejera. 
A veces, renunciamos a aquello que nos alegra por las personas que queremos. Pero suele compensar. Katia renunció a vivir su vida como sabía, pero no le importó, porque prefería el amor de su hija. 
Ni siquiera tengo una canción para hoy.

16 julio, 2012

Disfruta la vida a cada instante. Nunca sabemos cuál será el último.


Los rayos del sol iluminaban cada rincón del jardín de un modo que resultaba ofensivo.
Realmente, nunca me había gustado demasiado la lluvia. Pero, en aquel instante, necesitaba las pequeñas gotas cayendo del suelo y empapando al grupo de personas vestidas de un negro riguroso que se reunían en mi jardín, hablando en voz baja con una falsa voz afligida.
Necesitaba la lluvia, que siempre me había inspirado una enorme tristeza, melancolía, angustia. Necesitaba que el mundo se llenara de todos esos sentimientos negativos con la presencia de las lágrimas constantes de las nubes, para que el profundo dolor que se había instalado en mi caja torácica fuera compartido por el resto del mundo.
Apoyé la palma de la mano en el cristal y deseé con toda la fuerza de mi alma herida que lloviera. Que se apagara el brillo del sol, oculto para siempre tras las negras nubes de tormenta.
Y, quizá, con un poco de suerte, todos aquellos malditos hipócritas desaparecían con el arrecio del mal tiempo. Se irían de mi casa, llevándose con ellos sus dulces palabras de consuelo, que me provocaban arcadas y unas terribles ganas de matar. Siempre tenía que agachar la cabeza para evitar que vieran las tendencias homicidas en mi mirada y guardaba los puños, firmemente cerrados, tras la espalda. Eso me confería un aspecto triste, que era lo que se esperaba de mí en aquellos momentos, en lugar de esos terribles impulsos de desmembrar a todo aquel que pronunciara un “no sabes cuánto lo lamento”. Tenía ganas de hacer que lo lamentaran de verdad, que sus palabras no estuvieran vacías después de todo. Era un sentimiento egoísta, pero deseaba que todos los seres humanos compartieran la agonía que sufría a cada instante, solo para que dejaran de decir estupideces como “comprendo lo que estás pasando”.
Cerré los ojos. No había derramado una sola lágrima desde el accidente. La enorme pena se había instalado debajo del pulmón izquierdo en su mayoría, aunque se había repartido sobre todo por el pecho. Luego, sentía las punzadas a lo largo de todo el cuerpo, como agujas torturando mi piel. Sabía que no había ningún síntoma físico real, solo la terrible angustia que sufría mi mente, que se transformaba en el dolor. Y aun así, no era capaz de llorar, por lo que me era imposible liberarme de toda aquella aflicción. Quizá fuera mejor, probablemente lo deseara. Porque aquel sordo dolor de mi pecho me recordaba cada instante que lo sucedido era real, que no era una pesadilla de la cual poder despertar.
Había habido un accidente. Una semana atrás, en la carretera de Middle West, en el kilómetro 32. Aquel día, sí llovía, lo que había desencadenado la desgracia. Eso, unas ruedas un poco gastadas y un coche circulando demasiado rápido.
En mi mente, podía reproducir una y otra vez los últimos instantes de la vida de mis padres, aunque no hubiera presenciado su muerte con mis propios. Podía imaginarlos sentados en la parte delantera del Audi, hablando y riendo, escuchando música en voz baja acompasada con el sonido de la lluvia tamborileando en los cristales. A mamá siempre le había gustado la lluvia. Qué ironía, supongo.
Podía imaginarlos llegando a la curva, demasiado cerrada. Papá desaceleró un poco, por precaución, pero el coche que venía de frente no lo hizo. Se tropezaron en la curva, en el punto más peligroso de la carretera. Aunque posiblemente “tropezaron” no fuera la palabra adecuada. Los coches chocaron. Mamá gritó. Papá maldijo e intentó controlar las ruedas, que patinaron por el mojado asfalto. El coche resbaló y resbaló, hasta precipitarse pendiente abajo, aún con la música sonando, probablemente el recopilatorio de música de los 80 que le había regalado a mamá por su cuadragésimo cumpleaños. Y, como acompañamiento en los últimos instantes antes de que el coche acabara en el fondo del barranco, destrozada y aplastado por todos lados, serían los gritos de mis padres, ambos sabiendo que se precipitaban rápidamente hacia la muerte. Estoy casi segura de que el último pensamiento que pasó por sus mentes aterrorizadas fue el miedo por mí, una huérfana de diecisiete años con problemas con las matemáticas y la tendencia a teñirse el pelo de colores estridentes. Aunque, una parte de mí, la parte que representa a la niña asustada que en el fondo sigo siendo, espera que, en realidad, sus últimos pensamientos se los dedicaran el uno al otro. Que se cogieran de las manos mientras volaban hacia el final y se miraban a los ojos, con todo el amor que sentían desbordándose de su mirada.
Por las noches, cuando el insomnio llama a mi puerta (como todos los días de la última semana), pienso eso. Recuerdo lo mucho que se amaban y que ahora, estén donde estén, estarán juntos. Tan inseparables como lo fueron desde el día que se conocieron.
A veces, eso alivia el dolor insoportable de mi corazón. Pero, a menudo, no.
Los golpes en la puerta, a mi espalda, no me sobresaltaron. Mi tía Ruth llevaba tocando cada veinte minutos con la esperanza de que abriera y le permitiera abrazarme y acariciarme el pelo mientras me decía monótonas frases de consuelo que no mitigaran ni un ápice lo que sentía. Pero yo me negaba en rotundamente a dejarla entrar, no solo en la habitación, si no en mi vida. De algún modo, eso sería asumir la pérdida de una forma en la que no estaba preparada. Solo quería quedarme sentada en la que había sido la cama de matrimonio de mis padres y regodearme en mi sufrimiento. Sola.
Otros golpes sonaron a mi espalda. Esta vez sí me sorprendieron, porque no habían pasado veinte minutos. ¿Se estaba volviendo Ruth más insistente? La conocía lo suficiente para dudarlo. Tocaba porque creía que era lo correcto, no porque deseaba reportarme consuelo realmente. Por eso, se obligaba a hacerlo tras un determinado tiempo, para sentirse bien consigo misma, como si fuera su buena obra del día.
Golpes rápidos, insistentes.
-          Sam, o me abres, o echo la puerta abajo. – Tardé más de cinco segundos en reconocer la voz, simplemente porque no la esperaba. ¿Quién se la había dicho?
Me levanté y fui a abrir la puerta, sabiendo que sería capaz de cumplir su amenaza. Siempre cumplía, hasta cuando me miró a los ojos y me dijo que cogería la manzana más alta del árbol si la quería, cuando teníamos cinco años.
Sonreí un poco más al recordar otra de sus tantas promesas. Tendríamos nueve años cuando me cogió de la mano, me arrastró lejos de mi grupo de amigas y, mirándome a los ojos, me dijo que nunca le gustaría otra niña que no fuera yo. Recuerdo el modo en el que me ruboricé, mi exclamación de sorpresa y de vergüenza. Las palabras entrecortados. Él sonrió, contento con haberme hecho llegar el mensaje, y se marchó dejándome boquiabierta.
Abrí la puerta finalmente. Él estaba allí, tan alto como siempre. Con los mismos ojos color aguamarina, los mismos labios fruncidos. También iba vestido de negro, pero esta vez no me asaltaron instintos asesinos. Con él, no. Era la única persona del mundo capaz de verme tal cual era y quererme. La única persona que de verdad podía comprender mi pena.
-          ¿Cómo te has enterado? – susurré. No le había contado ni una palabra de lo sucedido, porque no quería ver lástima en sus ojos, ni que él me viera pálida y ojerosa, con el pelo sucio tras días sin fuerzas para ducharme. Ahora solo era una leve sombra de quien había sido. La muerte de mis padres me había arrebatado partes demasiado importantes de mi vida, partes de mí misma sin las que tendía a la auto-destrucción.
-          ¿En serio esperabas que no me enterara? – Entrecerró los ojos y bufó, furioso. Me sorprendí al no ver en sus ojos nada de aquella compasión que tanto odiaba inspirar en los demás. Pero él era él. El único capaz de mirarme con rabia en aquellas circunstancias. – Cuando no contestaste a mis llamadas durante una semana, llamé a tu tía. Y ella me lo dijo todo. ¿Por qué coño no me lo dijiste, Sam? – Apretó la mandíbula.
-          No quería… no quería que me vieras así. Y… no quería decirlo… porque… porque… - me miré los zapatos, intentando tragarme el nudo de mi garganta – decirlo en voz alta significaba admitir que era cierto.
-          Pero… pero… ¡Aun así! – Levanté la vista hacia Jack. Una lágrima recorría su mejilla. Era la primera vez que lo veía llorar. - ¡Ellos también eran mi familia! Puede que no mis padres, pero… pasé tanto tiempo en esta casa durante los últimos diez años, que tenía derecho a saberlo. Saber que se habían ido.
Entonces, caí en la cuenta. Jack también sufría por la muerte de mis padres. Había estado tan centrada en mi propio dolor, que me había olvidado que el resto del mundo también lo sentía. Que mi tía Ruth ahora tenía a su única hermana a varios metros bajo tierra. Que mi abuelo Nicholas había perdido a su hijo. Que Jack había perdido a parte de su familia.
Sí, quizá yo fuera a la que más le doliese aquella pérdida, pero no era la única que sentía el desgarrador dolor de su ausencia. Ellos también los echaban de menos. Ellos tampoco volverían a disfrutar de su risa, de sus sándwiches tostados, de los domingos en la playa con toda la familia. Se habían ido. Todos estábamos condenados a su ausencia.
Miré a Jack a los ojos y el dolor en el pecho fue sustituido un poco por la culpa ante mis actos egoístas. ¿Cómo había podido callarme aquello? ¿Qué clase de persona no le contaría a su mejor amigo, a un miembro no carnal de su familia, a la persona que amaba, que sus padres habían muerto? Retrocedí un paso, asqueada de mí misma.
-          Lo siento, Jack. Dios, lo siento tanto. – Me costaba respirar. Apreté los labios e intenté recordar cómo se usaban los pulmones. Volví a sentarme en la cama, casi hiperventilando.
Él se arrodilló delante de mí, dejando su rostro a la misma altura que el mío. Posó una de sus manos, grandes, masculinas, bajo mi barbilla y obligó a nuestras miradas a encontrarse. Ya no había ni rastro de furia en sus ojos.
-          Eh. Tranquila. – Me colocó un mechón detrás de la oreja. – No te voy a prometer que todo irá bien, porque ambos sabemos que no es así. Se han ido y su ausencia nos pesará cada día. Pero… ellos querrían que continuaras con tu vida. Que siguieras adelante y aprovecharas cada experiencia.
Cerré los ojos y dejé que su voz, suave y tranquila, me meciera. Tenía razón. Mis padres siempre habían creído que debía vivir cada segundo, disfrutar la vida. Porque nunca sabes cuándo acabará. Eso decía mi padre.
Cuánta razón tenía.
-          Lo haré. Por ellos. Viviré cada instante, cada inspiración.
Jack sonrió, pero no había ni rastro de alegría en aquel gesto. Lentamente, me abrazó, estrechándome contra su cuerpo como si intentara protegerme de todo aquel sufrimiento. Pero el dolor provenía de mi interior, no de fuera. Y aun así, su proximidad, el calor de su cuerpo, el roce de sus labios en mi pelo, me reconfortó. Porque sabía que él estaba allí, conmigo, pasara lo que pasase.
Volví a contemplar la luz del sol a través de la ventana. En aquella ocasión, me alegré de verla. Parecía un rayo de esperanza en medio de la tormenta de mi interior.
Contemplé durante mucho rato la luz del sol, sin darme cuenta de las lágrimas que por fin había conseguido derramar sobre la camisa negra de Jack.

No estoy demasiada contenta con el resultado final. Pero, para volver a las andadas después de tanto tiempo sin escribir nada, creo que esta aceptable, ¿no? No sé. ¡Lo siento!
Al menos, una entrada es una entrada. Creo.
¿Opinión?

01 julio, 2012

Ahora ya es demasiado tarde.


-          ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, Amanda? – me preguntó con voz suave.
Lo miré con el ceño fruncido. No, no lo entendía.
Él esperaba mi respuesta sentado detrás del enorme escritorio de caoba que lo delataba como alguien que ostentaba un puesto importante en la cadena de mando. Y, aunque tenía fotos familiares y varios objetos personales, aquel mueble me seguía pareciendo frío y yermo, como si succionara la vida a su alrededor.
El hombre sentado tras él tampoco era una persona con la que yo pudiera simpatizar. Parecía demasiado amable, de una forma falsa y superficial. Era como si llevara puesta una máscara con una enorme sonrisa dibujada que realmente escondía una mirada de odio y una mueca de desprecio en los labios. Así me sentía hablando con él. Fingía ser agradable, fingía preocuparse, cuando en el fondo le daba igual.
Desvié la vista hacia el pequeño sobre que sostenía con fuerza, dejando marcas de sudor en los bordes, debido a los nervios. Su blanco inmaculado solo se veía roto por las feas manchas y por la grafía con el nombre del hospital, así como con mi nombre escrito justo debajo en letra cursiva. Ahora, aquella letra me parecía una amenaza velada, sabiendo el contenido del sobre.
No. Tenía ganas de gritar una y otra vez la palabra, hasta que se quedara marcada a fuego en mis órganos. No entendía nada de lo que estaba sucediendo. Mi mente no podía procesarlo, se había quedado parada entre dos de las palabras que releía una y otra vez en la parte exterior del sobre y no avanzaba. Alguien me había convertido en piedra mientras permanecía en aquella silla aparentemente cómoda.
Tragué saliva.
No lo entendía. No quería entenderlo.
-          No… - susurré. La voz se me quebró al pronunciar aquella única sílaba. Entonces, me di cuenta de que estaba llorando, porque sentí las húmedas lágrimas deslizarse por mis mejillas.
Unas cuentas quedaron atrapadas en la curva de mis labios y su sabor salado me impregnó la boca. Otras, más atrevidas, acabaron el camino de mis mejillas y se lanzaron en una carrera suicida hasta ensuciar un poco más el sobre que apretaba cada vez con más fuerza entre mis dedos sudorosos.
Inspiré hondo, pero aun así, no obtuve el oxígeno suficiente. Boqueé, intentando encontrarlo sin éxito. Me estaba ahogando, maldita sea. ¿Quién había cortado el suministro de oxígeno en la habitación? Busqué desesperadamente una ventana que abrir, pero ya estaban abiertas de par en par todas las del despacho. Entonces, ¿por qué seguía sin poder respirar?
Porque te estás muriendo, murmuró una voz vacía en mi mente. No había miedo en aquella voz, pero sí que produjo esa sensación en mí tras oírla. Sollocé muy fuerte, mientras lloraba cada vez más. El sobre se resbaló entre mis dedos hasta tropezar con el suelo y me aferré con fuerza a los reposabrazos de la silla, intentando hallar un punto de apoyo firme en medio de toda aquella tormenta sin sentido. Un repentino huracán se había cernido de pronto sobre mi vida intentando llevarse en su camino todo lo que hasta entonces había considerado inamovible y sólido. Todos los muros que había considerado indestructibles estaban cayendo uno a uno. Y yo estaba allí en medio, parada, inmóvil, intentando gritar sin voz.
-          Sé que es duro – dijo la figura de apariencia humana desde detrás de su escritorio, el cual usaba como separación entre nosotros. – Le costará afrontarlo.
-          Me está mintiendo – le espeté. Lo miré con los ojos entrecerrados, aun respirando rápidamente por la escasez de oxígeno en mis pulmones. – No es cierto. ¡No puedo ser cierto! – elevé la voz hasta convertirla en un grito y cerré los ojos con fuerza. Más lágrimas, más respiración agitada, más fuerza apretando la silla. Mis nudillos blancos, el maquillaje corrido bajo los ojos, la garganta en vías de un destrozo completo.
-          Amanda… Lo siento mucho. – Aunque intentó que su voz sonara humana, no había nada. Vacío. Aquel puto hombre no tenía sentimientos.
Incapaz de seguir sentada, me puse de pie de un salto. Mi bolso, que había estado en mi regazo, cayó al suelo junto al sobre, pero ni siquiera  me fijé. Apreté la mandíbula y tuve que reprimir las ganas de abofetear a la fría máscara de carne y hueso que tenía ante mí.
-          ¿Que lo siente? ¡Genial! ¡Pero eso no cambia nada! – Clavé las uñas en la mesa, arañando la lisa superficie hasta entonces perfecta y haciéndome daño en los dedos en el intento. – Aunque usted lo sienta, yo sigo teniendo un cáncer incurable. Aunque usted diga que lo sienta, sentado detrás de su escritorio de madera y con su vida perfecta, yo seguiré muriéndome de un tumor cerebral que va a devorarme poco a poco hasta que, por fin, entre en coma. O muera entre horribles sufrimientos.
Tomé aire. Sentía cómo las palabras explotaban en cada uno de los rincones de mi cerebro y se propagaban al resto de mi cuerpo. Me sentí fuerte por un instante y decidí aprovechar la situación, puesto que, en los próximos meses hasta mi muerte, no volvería a sentirme así. Mi estado de salud empeoraría cada segundo del día. Me convertiría en un cuerpo escuálido y patético, con los huesos sobresaliendo y sin pelo; los ojos hundidos y la mirada perdida, esperando el día del adiós definitivo. Así que decidí disfrutar aquel momento, sabiendo que podría ser el último.
-          Ni siquiera tengo la oportunidad de la quimio o radiación. Está demasiado avanzado. – Imité la voz del médico de una forma demasiado aguda, ridícula. - ¡Tengo veinticuatro años, joder! No he terminado la carrera – Volvía a estar gritando, pero qué me importaba. Me quedaban seis putos meses de vida, así que ya estaba bien de moderaciones. Llevaba toda mi vida controlándome, siendo educada y buena persona. Y la respuesta a todos aquellos buenos actos, a las sonrisas de bienvenida, a ayudar a los demás, era un cáncer en el cerebro. – Aun no me he enamorado, ¿sabe? ¡Quería tres hijos! Y tengo un gato. ¿Qué le pasará a él? Mi madre no querrá cuidarlo.
De pronto, la realidad de la situación se cernió sobre mí, como si hubiera estado esperando muy quieta hasta el momento adecuado. Me desinflé como un globo pinchado, dándome cuenta de la magnitud del suceso. Me estaba muriendo.
Me estaba muriendo.
-          Iba a alquilar un piso con mi mejor amiga el mes que viene – murmuré, cada palabra produciendo el mismo dolor que un mazazo en el estómago. – En mayo del año que viene, sería la madrina de boda de mi prima. – Clavé la vista en mis zapatos, sin dejar de derramar lágrimas, llenas del dolor que me inundaba los pulmones. – Supongo que tendré que decirle que busque a otra, porque yo seré cenizas antes del fin de año.
-          Amanda… - el médico habló en un tono bajo y sosegado, intentando que volviera a mis cabales. No podía. ¿Qué había pasado con todos mis sueños? ¿Y mis esperanzas? Estaban hechas trizas, convertidas en polvo y arrastradas por el viento. Tan muertas como lo estaría yo en unos pocos meses; en medio año.
Seis meses de vida. Era todo lo que me quedaba. Ya no tenía tiempo de vivir un año en Nueva York. Nunca tendría hijos, ni jugaría con ellos. No los llevaría al parque. No vería envejecer a mi hermano pequeño, ni ejercería de abogada. No iba a terminar la carrera, ni a lograr prestigio en un buen bufete. Uno a uno, todos los sueños que había alimentado desde hacía dos décadas fueron extinguiéndose, aplastados por un tumor cerebral que devastaba cada cosa a su paso. Nada, no me quedaba nada.
Gemí en voz baja y me dejé caer al suelo. Apoyé la espalda contra la silla, rodeé mis rodillas con los brazos, enterré la cabeza entre mis piernas y lloré. No sé cuánto tiempo estuve allí, sin dejar de verter lágrimas por mis sueños rotos, mis esperanzas tiradas a la basura y mi cuerpo enfermo, que se degeneraba poco a poco. Parte de mí murió aquel día, cuando recibí la noticia de que el cáncer se había adueñado de mi vida y se había convertido en el señor de mi cuerpo. Fue un dieciocho de julio, viernes.
Siete meses y medio después, el día 14 de febrero, tumbada en la cama del hospital y con el olor a aséptico a mi alrededor, con mi madre apretándome fuerte la mano y mi hermano acariciándome el pelo, morí. No llegué a cumplir los veinticinco años. Nunca terminé la carrera;  la abandoné tras recibir la noticia.
No me enamoré. Siempre pensé que, una vez terminados los estudios, podría centrarme en el resto de mi vida. Que esta sería perfecta.
Pero los planes nunca salen como queremos. Y yo malgasté mi vida demasiado tiempo, hasta que fue tarde para enmendar mi error.

No sé de dónde viene esta idea, pero me he vuelto a refugiar en las historias tristes, porque creo que son las que mejor escribo. De cierto modo, la tristeza, la nostalgia, la pena, tienen algo que me llena, que me permite expresar mucho más que los sentimientos positivos. Me permite desgarrar corazones, inundar los pulmones, colapsar el cerebro. Me permite lágrimas. Gritos, miedo, sangre. Desesperación, rabia. 
Es mucho más dinámico, más natural (para mí) narrar desde lo negativo. Por eso últimamente estoy algo bloqueada; mi vida ahora mismo está en ebullición. No paro de moverme, de intentar capturar cada oportunidad, y no tengo tiempo para encontrarme a la tristeza. Pero hoy ha vuelto a llamar timidamente a mi puerta y me he alegrado de dejarla entrar.
Me siento un poco más yo cuando escribo entradas así.
Mi espantapájaros. (Irene, no hace falta que abras el link, ya me has dicho que no te gusta la canción).

(P.D. Te debo como un millón de gracias por haber venido conmigo a la obra. Esto no es suficiente recompensa.)