20 octubre, 2012

El dolor es el único recuerdo al que me puedo aferrar.


Jack Dawson (Boom).


Sentado en el borde de la cama, con los pies descalzos apoyados sobre el frío mármol marrón del suelo, y completamente desnudo, disfruté de la punzada de dolor que me atravesaba el pecho de parte a parte. Sentí como se me formaba un nudo desgarrador en el estómago, cómo mi cuerpo se tensaba ante las ganas de llorar. Apreté la mandíbula, cerré los puños aferrándome al colchón y disfruté.
De algún modo, me había acabado convirtiendo en un masoquista. Ahora era adicto al terrible sufrimiento que me embargaba cada mañana cuando me despertaba entre las sabanas perfumadas por el olor de una desconocida a la que apenas había mirado más de dos veces, encerrado entre las cuatro paredes de un dormitorio cuyas paredes parecían querer aplastarme contra mis propios huesos. Me asfixiaba en aquellas casas de mujeres con las que había compartido cama y unas pocas horas de sexo la noche pasada. Pero eso no importaba. No disfrutaba de ese acto mecánico. Lo hacía por la mañana siguiente, por el dolor.
Esa terrible agonía se había convertido en la única prueba que aún tenía de que, una vez, había sido ella mi compañera de madrugadas. De que todo lo que vivimos, cada segundo junto a ella, no había sido producto de mi imaginación o una alucinación en la que creía con demasiada fuerza. Eran esos momentos, ese dolor, el que me permitía estar seguro de que seguía amándola y de que ella había estado en mi vida de verdad, aunque no durante el tiempo suficiente. Y cómo la echaba de menos. Cada segundo, cada respiración. El dolor, que al principio había sido desgarrador, ahora se había convertido en un fiel compañero y, aunque permanecía inmutable en intensidad, casi resultaba cálido. Me había acostumbrado tanto a él como a haberla perdido para siempre.
Pero, curiosamente, solo era capaz de recordarla a la perfección tras estar entre los brazos de otra. Únicamente cuando despertaba al día siguiente, podía volver a ver con claridad la intensa mirada de sus ojos azules, sentir su cabello negro haciéndome cosquillas en el pecho y sus labios jugueteando con el lóbulo de mi oreja, mientras ella reía en un murmullo por cualquier tontería. Había días en los que deseaba con tanta fuerza retroceder en el tiempo, que casi era capaz de soñar cómo las manecillas del reloj empezaban a girar en sentido contrario. Solo por estrecharla entre mis brazos una vez más. Por verla sonreírme mientras iba camino de la ducha, con la melena enmarañada y los ojos somnolientos.
Aun sentada en la cama, rememorándola, sentí como los dedos de un pie, también descalzo y que no eran de la propietaria que yo deseaba, me recorrían la columna vertebral, empezando por abajo y ascendiendo lentamente.
Ese contacto tan sencillo me hizo apretar con más fuerza los dientes y ponerme completamente rígido. Me levanté casi de un salto, apenas disimulando mi incomodidad y disgusto, pero fingí que buscaba algo para no herir los sentimientos de la chica desconocido con la cual me había acostado la noche anterior; otra pobre víctima inocente con la que solo había buscado la satisfacción de una mañana de penuria.
-          ¿Puedo fumar aquí? – pregunté por educación. En realidad, me daba igual su respuesta, puesto que no iba a quedarme tiempo suficiente en el apartamento como para fumarme un cigarro. Solo era una excusa como otra cualquiera para alejarme de su cama, de su olor, de su tacto, del sonido de su respiración. Todo en ella era incorrecto, pero aquella chica no tenía la culpa de no ser la persona que yo deseaba que fuera.
-          Sí, claro – respondió ella. En su tono de voz se notaba una leve inseguridad, probablemente producto de haber caído en la cuenta de mi cambio de actitud. Anoche, era un ligón que la consideraba la chica más guapa del mundo. Por la mañana, ni siquiera la había mirado ni una sola vez a la cara.
Pero en mi mundo, siempre era así. Necesitaba ser un buen actor, saber fingir lo que los demás querían ver y oír para logar mis propósitos.
Aquella chica había estado buscando un hombre joven, soltero y que supiera decirle las palabras correctas mientras ella se sonrojaba y yo había sido ese hombre. Durante las primeras horas del día. Pero ahora que el sol había vuelto a salir, ya no tenía que seguir simulando ser esa persona. Ya había obtenido lo que quería: una nueva mañana con el recuerdo de la persona que en realidad estaba buscando.
Fingí estar buscando mis pantalones para ganar algo de tiempo, aunque recordaba perfectamente haberlos dejado encima de la silla de la esquina derecha. Finalmente, me dirigí hacia allí, saqué la caja de tabaco y extraje uno de los cigarros y el mechero negro con el dibujo de una llama.
Encendí el pitillo sin prestar demasiado atención, con lo que conseguí quemarme un poco los dedos, cosa que no me importó lo más mínimo.
Solo entonces, tras dar la primera calada y llenarme los pulmones de humo, fui capaz de mirar a la chica que seguía tumbada sobre la cama, con la mirada fija en todos mis movimientos.
No era fea. Tenía el cabello rubio y corto, liso; los labios finos, las mejillas sonrosadas y una mirada dulce de color verde claro. Parecía una buena chica, inteligente, quizá demasiado buena para la sociedad de mierda de hoy en día. Pero, aun así, aun viendo todos esos rasgos positivos en ella, toda su belleza objetiva, la odié.
Odié el color demasiado translúcido de sus ojos, que carecía de profundidad. Odié su pelo rubio, que reflejaba la luz del sol. Y odié la mirada suplicante que me dirigió, rogándome que no le hiciera daño cuando ambos sabíamos que me marcharía desde que pudiera. Pero, sobre todo, odié que me hubiera llevado a su cama, la odié tan solo por ser ella y no otra. La odié como había odiado a todas las mujeres que había tocado desde que ella se fue de mi vida.
Sentí la repulsión en el estómago y no pude contener la mueca de disgusto que asomó a mi rostro. Ella la vio y se encogió, tapando su cuerpo desnudo con la sábana color melocotón. Parpadeó, con un ligero miedo titilando en sus pupilas.
-          ¿Quieres… quieres desayunar o algo? – murmuró. Quería arreglar la situación y eliminar el asco con el que ahora no podía dejar de contemplarla.
Me esforcé en apartar la vista y me concentré en los actos mecánicos de vestirme. Me puse los pantalones, me abotoné la camisa y me calcé de forma rápida, sin despegar el cigarro de mis labios, exhalando el humo entre ellos.
-          No, gracias. Ya me voy.
-          ¿Seguro? – la nota angustiada de su voz era ineludible. – Confiaba en que quisieras… no sé, que fuéramos juntos a alguna parte. O quizá prefieras llamarme para quedar otro día – esta vez, sonó casi esperanzada.
Cerré los ojos e inhalé profundamente, llevándome conmigo una buena bocanada de nicotina. Tenía ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero me abstuve. También me planteé por un segundo largarme de allí sin más, sin decir ni una sola palabra de despedida, pero tampoco me pareció lo correcto. Simplemente, era lo que yo, un capullo sin sentimientos, deseaba hacer, independientemente del daño que le hiciera a ella. Aunque la iba a herir de todas formas con mi rechazo y ella, indudablemente, se sentiría utilizada. Y estaría en lo cierto.
-          Lo siento, preciosa, pero no. – Pronuncié las palabras despacio. Me esforcé en vocalizarlas, en su forma fonética, para no impregnarlas del veneno que me corroía por dentro y que quería escupirle en la cara.
Levanté la vista y la vi sentada, con la espalda apoyada en la pared, encogida como un cachorro asustado al que están a punto de abandonar. Observé sus ojos lastimeros y me sentí como la mayor mierda del mundo, como el hijo de perra que era desde que la había perdido. Porque, al fin y al cabo, cuando mi Annalysse desapareció de mi vida, se había llevado todo el sentido que esta tenía. Ahora, me limitaba a realizar todos los actos de manera automática y solo seguía viviendo por los momentos de sufrimiento de cada mañana en camas de desconocidos.
Con tanta culpa, dolor, rabia e impotencia circulando por mis venas, ya no fui capaz de retener más a mi lengua.
-          Esto – hice un gesto con la mano, señalándonos a ella y a mí – solo ha sido sexo de una noche. No te llamaré y, por supuesto,  no iremos a desayunar. No quiero saber tu número, no, ni tu nombre tampoco. – La miré a los ojos en ese instante, solo para corroborar que las lágrimas estaban a punto de desbordarse por sus mejillas. Exhalé lentamente. – Sé que pensarás que soy un capullo y, ¿sabes qué? Tienes razón. Por eso, es mejor que no me vuelvas a ver. Mi vida… - me tapé la cara con las manos – ahora mismo va cuesta abajo y he perdido los frenos. Me estoy auto-destruyendo y, créeme, no soy una buena influencia. Sí, soy un capullo, pero deberías darme las gracias por no obligarte a permanecer en mi presencia ni un instante más, porque acabaría envenenándote por dentro.
Suspiré, me puse en pie y salí del apartamento sin volver la vista atrás, sin esperar ninguna respuesta. ¿Para qué coño la necesitaba? Aquella chica… (joder, ni siquiera recordaba su nombre) estaría mejor sin mí. Y Annalysse, también, por mucho que me doliera saberlo. Era un puto veneno que corrompía todo cuanto se me acercaba, incluso las cosas más hermosas.
Una vez en la calle, terminé de fumarme el cigarro, que se consumió entre mis labios, y lo tiré al suelo para pisotearlo con la bota. Luego, busqué la moto, aparcada en un callejón trasero, me puse la chaqueta de cuero negro que llevaba siempre conmigo, y me marché.
Aceleré hasta que la moto pareció volar sobre el asfalto. La adrenalina me nubló la mente y el aire, frío y cortante, me despejó la cabeza y revolvió el pelo. Entonces, volví a recordarla, pequeña, frágil, con su piel de porcelana…
Aceleré un poco más, huyendo de mí mismo.


Parece que esta historia es aparte de las otras que he escrito y, en cierto modo, así es. Es un personaje nuevo, pero es parte de otra historia, concretamente es la continuación (no relacionada) del texto Es curioso, ¿sabes?, que fue la antepenúltima entrada que subí (dos atrás después de esta).
De momento, tengo pensada varios capítulos para esta historia, así que quizá habrá un blog nuevo o una sección completamente aparte para ella, porque quiero tomarla como un punto y aparte del resto. Por un lado, seguiré escribiendo las entradas inconexas de siempre y, por otro, intentaré seguir con esta. La trama es un pelín compleja, porque cada capítulo (al menos, por el momento) está narrado por un personaje distinto, porque no tengo un narrador definitivo. Eso ya lo haré más adelante. Ahora, solo estoy presentando a los personajes, una breve introducción de cada uno que deja muchos misterios pendientes.
Creo que no pueda haber quejas (por parte de Irene, quiero decir) puesto que he subido no solo una entrada, sino dos en el mismo día, y con una promesa casi segura de una continuación (al menos, de esta).
Y hasta aquí he llegado por hoy. See you.

The only hope for me is you.


Diario de Andy, primera entrada.


A menudo pienso que si, por alguna razón, un día yo desapareciera de pronto, nadie se daría cuenta de mi ausencia durante mucho tiempo.
No me refiero a suicidarme, exactamente. Más bien, si me fuera de viaje de manera espontánea o me quedara en casa encerrada durante una semana o dos. O alguien me raptara, no lo sé. Eso no es lo importante, lo que verdaderamente me planteo es otra cosa.
Lo que yo pienso a menudo es que, si yo desapareciera sin más, nadie se enteraría pronto. Últimamente, esa idea me ha asaltado con frecuencia. Hasta ahora, nunca me había importado demasiado vivir sola (incluso disfrutaba de mi preciosa casa solitaria), pero, ahora, de pronto, me encuentro reflexionando continuamente sobre qué pasaría si me cayera mientras me ducho y me diera un golpe en la cabeza. Nadie se enteraría. Ningún compañero de piso acudiría en mi rescate, y los vecinos podrían nunca darse cuenta de que ya no salgo cada mañana rumbo al trabajo como de costumbre.
No digo que esté completamente sola en el mundo. Tengo amigos. Pocos, es cierto. No estoy segura de que, al contarlos con los dedos de una mano, no me sobrara alguno de ellos, pero siempre me han parecido más que suficientes.
Supongo que, en su mayor parte, es culpa mía. Siempre me he apartado del mundo casi de forma voluntaria, refugiándome en la seguridad de una sala vacía antes que enfrentarme a las expectativas de los demás. Llevo día y noche una coraza que impide que nadie penetre en mi corazón y se gane mi confianza. Es mi única defensa para impedir que me vuelvan a hacer daño; por eso levanté el muro infranqueable que me separa del resto de las personas, sea quienes sean. Porque, después de que mi padre me abandonara a los cinco años, ya no me siento capaz de creer que nadie va a quererme de verdad nunca.
Verdaderamente, es terrible. Tengo tanto miedo de que me hagan daño, de que me vuelvan a abandonar, que no permito que nadie se infiltre en mis defensas. No les doy oportunidad de quererme. Pero, al mismo tiempo, me amarga saber que nadie me conoce en realidad, que nadie me lleva siempre en sus pensamientos o se preocupa por mí algo más de un par de minutos al día durante una conversación insustancial.
Y eso me lleva a otra cuestión que me aterra aún más. El día que muera, que me vaya para siempre de este mundo, ¿cuánto tiempo tardarán en olvidarme? ¿Cuánto tiempo les llevará a mis “seres queridos” limpiarse las lágrimas y seguir adelante con sus vidas, como si yo nunca hubiera existido? Me convertiré en un recuerdo vano, en olvido. Y, cuando mi cuerpo ya no esté aquí, no me quedará nada. No habrá ningún rastro de que una vez existí, ninguna persona que diga “¿recuerdas a Andy? Cómo la echo de menos” con nostalgia. Me convertiré en nada. Los muertos viven de recuerdos, de las personas que siguen echándolos de menos cuando se marchan. ¿A quién tendré yo?
Pero, al fin y al cabo, eso lo he logrado yo misma, a base de alejar a todo el mundo a patadas, de ser borde, de usar el sarcasmo como si de una espada afilada se tratase, y de hacer daño a cualquier que permaneciese demasiado tiempo conmigo. De ese modo, yo también he conseguido no amar a nadie, lo que considero aún peor que saber que nadie me ama a mí.
Estoy sola. Veinticuatro horas al día sola, por mucho que me rodee una multitud de gente. Da igual que, en el trabajo, la mitad de la plantilla me dé los buenos días; ninguno sabe más de mí que mi nombre y apellidos. No importa la cantidad de fotos de fiestas y celebraciones que guarde en una carpeta del portátil; sigue habiendo partes de mí, partes fragmentadas y rotas, que nadie conoce, por la simple razón de que me aterra que alguien descubra esa debilidad. Esa parte, la niña de cinco años que sigue llorando porque su padre no la quería, es la que está enterrada más profundamente tras la armadura, a tres metros bajo mis pulmones y ahogada por mi risa falsa y por mis palabras llenas de mentiras: “estoy bien”, “no, no me pasa nada”.
Mentir se me da tan bien, que ya no me hace falta hacerlo con palabras. Sé exactamente qué expresión debo componer para fingir que todo está bien dentro de mí y de mi cabeza, para que nadie sepa que por dentro soy un profundo lago de oscuridad en el que el fondo es tan profundo que ya no puedo salir a la superficie. Al menos, no sola. Pero soy demasiado cobarde para ser capaz de confiar en alguien y pedir ayuda.
Por eso, escribo en este diario. No puedo contarle a nadie cómo me siento, pero puedo redactarlo en estas páginas que nadie leerá jamás. Puedo poner pedacitos de mi corazón en cada frase, llorar cada letra, chillar cada pensamiento, que nadie se enterará; pero, al menos, será un pequeño consuelo, un alivio para el enorme silencio que me aplasta desde dentro y me comprime el pecho.
Tengo veintidós años y estoy sola. Esa es la realidad patente en el día a día de mi vida. Respiro, como, duermo y vivo sola, sin confiar en nadie. Pero sí confío en el futuro. En que, algún día, todo esto cambie.
Mi madre decía que, por muy terrible que sean las circunstancias, siempre nos queda la esperanza.



Hoy introduzco un personaje nuevo, que narra su historia en primera persona. Ella también está rota (lo admito, siento predilección por los personas que están fragmentados), pero esta vez la historia la cuenta ella misma. 
Me gustaría volver a escribir alguna que otra entrada ocasional e ir desarrollando esta historia, pero no quiero prometer algo que no estoy segura de que pueda cumplir. Al fin y al cabo, es un quiero hacerlo, no un lo haré. Quizá sí, quizá no.
Si tuviera que elegir una canción para esta entrada, supongo que sería The only exception, porque es una canción que me gusta muchísimo y me inspira, es la canción que he escuchado mientras redactaba la entrada. Pero no es la única. Pero como tengo que elegir una (no quiero tampoco poner muchas canciones), elijo esa.
Quizá, y solo quizá, esta noche aparezca por el blog otra historia más.