09 diciembre, 2013

Hello, wherever you are.

El viento jugaba a perseguir a  las hojas que habían acabado estampándose contra el asfalto cuando el otoño no había querido saber nada más de ellas.
Ella caminaba, con el frío intentando buscar cualquier recoveco entre sus ropas para acariciar la piel desnuda de debajo. Se arrebujó aún más en el amplio abrigo de lana, que llevaba tanto tiempo con ellas en sus aventuras que ya no se podía saber con certeza cuál había sido su color original ni cuál de los parches llevaba más tiempo cubriendo los pequeños agujeros. El viento también quería jugar con su cabello, pero ella se había negado colocándose la capucha. Paseaba por las calles con la seguridad del que sabe a dónde va, qué atajos debe coger, qué caminos hay que evitar, a pesar de que aquella ciudad no era la suya.
Pero, al fin y al cabo, ella no tenía ciudad. No tenía un sitio estable a donde volver, era una huérfana de patria que viajaba por el mundo en busca del lugar exacto donde encontrar el hogar que nunca había tenido. Pero, fuera a donde fuera, el viento siempre la acababa arrastrando con él. Una ciudad más, se decía siempre. La próxima será la definitiva. Pero siempre volvía a emigrar, huyendo de sí misma sin poder conseguirlo.
París casi había conseguido atraparla, con su belleza antigua, como de cuadro de algún siglo ya pasado. El río dividiendo la ciudad y la torre Eiffel desafiando a la gravedad con su armazón de acero. El acento era música en los oídos y la comida se deshacía en la boca, pero… su corazón no encuentro el consuelo que buscaba, a pesar de haberse enamorado de los paisajes, de la gente y de la cultura. Volvió a huir. En Londres no hubo mejor suerte. Se las arreglaba para buscar una pega que, en realidad, no existía más que en su mente asustada. Había viajado en tantos trenes que ya había perdido la cuenta. Se había acostumbrado a dormir sobre cualquier superficie, en movimiento o no, sobre la que pudiera acomodar sus huesos, viejos a pesar de que ella aún era muy joven.
Sus ojos habían contemplado grandes maravillas que no habían conseguido derretir el hielo que la quemaba por dentro. Y seguía huyendo. Un nuevo amanecer sobre una nueva ciudad. Una buhardilla donde esconderse del paso del tiempo.
Y sufría. Porque, aunque nunca pudiera quedarse, echaba de menos lo que dejaba tras de sí. No solo los amigos pasajeros, el gato callejero que había vivido con ella dos meses en Roma, el vecino que le sonreía por las mañanas cuando volvía de comprar el pan. Sí, echaba de menos esos pequeños gestos, pero nada tanto, tantísimo como lo echaba de menos a él.
Ojalá pudiera volver. Ojalá pudiera encontrarle y pedirle que lo olvidara todo y la estrechara en sus brazos como si no hubieran pasado cuatro años desde que ella se marchó. Ojalá el miedo no le atenazara el estómago cada vez que descolgaba el teléfono y marcaba los tres primeros dígitos de su número, pero nunca podía acabar. No podría soportar que él no la perdonara. Prefería vivir huyendo de sus fantasmas que oír las palabras de rechazo de sus labios, ni siquiera a través de una línea telefónica.
Era su tortura diaria, infinita, hasta el fin de su vida. Hacía tiempo que había dejado de llorar, porque sabía demasiado bien que las lágrimas no arreglaban nada.
Y ahora volvía a correr por las calles de una ciudad desconocida, luchando contra sus demonios, que le susurraban al oído que era hora de marcharse, que allí tampoco lograría encontrar lo que buscaba, porque ella sabía dónde estaba lo que buscaba. Solo que no se atrevía a ir a buscarlo. Cobarde, eres una cobarde.
Al fin llegó al portal del piso donde vivía, pero que solo representaba para ella cuatro paredes blancas llenas de muebles que no necesitaba y de huecos vacíos que nunca expondrían sus recuerdos felices.
Estaba a punto de empezar a subir la horrible escalera, cuando oyó la voz de la portera llamarla. Se giró, obligando a sus labios a formar la sonrisa que su corazón no sentía.
La cartera le devolvió la sonrisa de simple cortesía y le entregó una carta. No se entendían bien, porque no hablaban el mismo idioma, así que solo le dio la carta y se marchó, sin más explicaciones que esa.
Ella miró la carta, llena de sellos de un montón de países, todos ellos parte de su ruta hasta llegar allí. Observó la letra, elegante, familiar, y el corazón se encogió en su pecho. Se sentó en los escalones, intentando reunir el valor para despegar el sobre y leer el contenido, mientras temblaba como una niña en medio de una tormenta.
Finalmente, sus dedos ateridos rompieron la parte superior del sobre y cogió el pequeño papel que había dentro. Lo desdobló con el miedo amenazando con desbordarla y leyó conteniendo el aliento.
Hello, wherever you are.
Esa siempre fue nuestra frase, porque cuando estábamos juntos tendíamos a perdernos sin movernos del sitio. Pero, donde quiera que estuviéramos, siempre estábamos juntos. Sé por qué te fuiste. Cuatro años es mucho tiempo, muchísimo, demasiado para pasarlo sin la única persona sin la que no puedo vivir.
Vuelve. Vuelve, por favor. Te necesito a mi lado durante las noches de lluvia y, cuando tú no estás, todas lo son.
La carta se arrugó entre sus manos debido a la fuerza con la que la sostenía. Lloró. Lloró como hacía mucho que no lloraba y, por primera vez, fue de alegría.

Por fin era hora de volver a casa.




Hello, wherever you are. La entrada está basada en los primeros segundos de la canción, cuando dice esa frase. El resto no es demasiado especial, pero... esa frase se me mete muy dentro. Solo es un pequeño fragmento, pero espero que llegue a la altura de los anteriores.

28 agosto, 2013

¿Qué puede resultar del choque de una tormenta y un volcán en erupción?

-          No voy a enamorarme de ti  - susurró ella, con la cabeza escondida sobre mi clavícula y la nariz hundida en mi cuello. Sentía sus largas pestañas haciéndome cosquillas en la piel con cada parpadeo y su respiración no dejaba de producirme leves escalofríos a lo largo de la espalda.
En el silencio que siguió a sus palabras, mientras mis ojos vagaban por el cielo infinito que se extendía sobre nuestras cabezas, sentí que su mano derecha se aferraba a mi chaqueta y me atraía levemente hacia ella. No pude contener la sonrisa que tiró de mis comisuras, pero me abstuve de mover las manos. Las dejé sobre el césped, sosteniendo mi peso y el de ella.
-          No voy a enamorarme de ti – repitió, aunque esta vez su voz flaqueó ligeramente, menos decidida. Parecía incapaz de creerse su propia mentira, como yo no lo hacía. – No lo haré, porque eres malo para mi salud. Estoy segura de que me vas a volver loca, loca de remate. Vas a matarme de un infarto. O me expulsarán de la universidad por alguna estúpida razón que me da miedo descubrir. Algo pasará, de eso estoy segura. Y sé que todo será por enamorarme de ti.
-          Tienes razón – asentí, sonriendo aún más. Sabía tan bien como ella que acabaría arrastrándola conmigo a todos los problemas, a todas las huidas desenfrenadas y las clases perdidas. Sabía que no era bueno para ella, y, al mismo tiempo, era todo lo que ella necesitaba.
-          ¡Exacto! No me enamoraré de ti.
-          Eso ya lo has dejado claro – mi voz burlona delató la sonrisa que seguía sin poder contener.
Ella alzó su mirada, sus ojos azules entrecerrados con determinación.  Estaba tan cerca de mí que podía ver las manchas doradas que salpicaban sus iris aquí y allá, destellos de luz alrededor de la pupila. También notaba las diminutas pecas de color canela que se repartían por el puente de su nariz y tímidamente sobre sus mejillas. Y por supuesto, mi atención solía desviarse a sus suaves labios, que temblaban ligeramente muriendo de ganas de que los besara, aunque ella jamás lo admitiría.
Porque, a pesar de lo que su cuerpo le pedía, de lo que su mente exigía a gritos, seguía empeñada en negar la conexión que nos unía. Y mientras ella siguiera diciendo que no, yo no podría besar cada centímetro de su piel y perderme en el laberinto de sus curvas, por mucho que me estuviera consumiendo por hacerlo, por pasar cada instante con ella antes de que la vida se nos escapara entre los dedos.
-          Sé que no me crees, pero no soy como todas las demás. No voy a caer entre tus brazos, ¡en serio! Eres peor que la peste. Mucho más dañino.
-          ¿Y tú no? – repliqué, enarcando una ceja. Nuestros ojos se encontraron, creando una chispa demasiado propensa a explotar.
Ella desvió la mirada hacia su mano, apenas a unos centímetros de la mía sobre el césped, tan cerca que podría tocarla en un solo instante. Y joder que si tenía ganas de hacerlo.
-          Supongo que me parezco una tormenta. Es bonita verlas de lejos, pero cuando te acercas, descubres que destruyen todo a su alrededor.
-          Me encantan las tormentas – susurré sobre su pelo.
-          ¿Aunque te destrocen la vida? ¿Aunque salgas volando? – volvió a levantar sus ojos hacia mí y una emoción brilló claramente en ellos: la esperanza. Me estaba preguntando si estaba dispuesto a quererla, a pesar de que era muy probable que nada fuera bien entre nosotros, porque, ¿qué puede resultar del choque de una tormenta y un volcán en erupción?
-          Siempre que me haga salir volando – prometí.

Ella me dedicó la más bella de sus sonrisas y buscó mis labios con los suyos, suaves, temblorosos, asustados, apasionados. Y por fin, por fin, descubrí cómo era el paraíso.

07 julio, 2013

You only live once.

Cuando la conocí, vivía escondida tras una gruesa raya negra alrededor de los ojos, un pintalabios rojo sangre, una sonrisa de plástico y una mirada gélida. Miraba sin ver, en realidad, porque no le importaba nada ni nadie. Solo estaba ahí por estar, por comerse el tiempo o, más bien, irlo matando entre sueño y sueño.
Respiraba por entretenimiento, comía por diversión. Pero le encantaba dormir.
Para Kaylie, el mueble más bonito y perfecto de su casa era la cama y se pasaba todo el tiempo que no estaba deambulando por las calles traseras y perdidas del barrio bajo las sábanas. A veces, mientras estaba allí metida, alejada de la realidad, se llevaba música para armonizar el silencio, pero, en la mayoría de las ocasiones, le bastaba y de sobra con el sonido de su respiración como único acompañamiento.
Nunca le apetecía leer, aunque antes había amado la lectura. Durante años, devoró todos los libros que cayeron en sus manos, pero luego eso pasó y ella perdió el gusto por perderse entre las letras negras de las páginas blancas, que olían a aventuras, a alegrías, a lágrimas derramadas y encerradas para siempre entre la portada y la contraportada. Supongo que en los libros había demasiadas emociones, demasiada vida, y ella estaba entumecida. Vivía en un páramo helado y se resguardaba en su cama para no enfrentarse al frío de fuera, a la realidad del mundo más allá de las sábanas.
Tampoco le gustaba ya demasiado el cine, ni los juegos, ni siquiera las personas. Prefería oír la lluvia empapando la ciudad a cualquier conversación, sobre todo si se trataban temas estúpidos. No soportaba hablar de política, ni de economía. Detestaba cualquier asunto que la llevara a pensar sobre la mierda de mundo en el que vivíamos.
Así, en ese estado de media consciencia la hallé yo. Sinceramente, cuando años más tarde, me paré y reflexioné sobre todo lo que había pasado, llegué a la conclusión de que Kaylie estaba perdida dentro de ella misma en ese momento. No sabía dónde quería estar, ni con quién. No pensaba qué dirección tomar, solo ponía un pie delante de otro sin levantar la vista del suelo, sin detenerse ni un segundo a plantearse a dónde iba a llegar si seguía en esa dirección. Probablemente, de no habernos tropezado esa noche de finales de enero, ella habría acabado autodestruyéndose poco a poco, sin ni siquiera darse cuenta de que lo estaba haciendo, sin enterarse de nada ni siquiera cuando fuera ya demasiado tarde.
Aquella noche, en la que aun hacía demasiado frío y la nieve no se había derretido del todo (ni en la calle ni en su corazón), ella solo llevaba un vestido negro por encima de las rodillas y las botas altas de tacón que siempre volverían a mi memoria cuando pensara en la persona que era en esa época.
Tenía una sonrisa postiza que le daba un aspecto vacío y su cabello caía de cualquier manera, revuelto por la brisa nocturna, que podía congelarte los huesos si te descuidabas durante el tiempo suficiente. Pero ella no parecía sentir el frío mientras hacía resonar sus tacones contra la acera, reclamando como suyo el suelo que pisaba.
Cuando la vi, pensé que era hermosa. Pero no clase de mujer hermosa que encuentras en las revistas de moda o la belleza propia de una actriz de cine. Había en ella el tipo de hermosura propia de las cosas cuyo tiempo está limitado, como una flor que sabes que no sobrevivirá al invierno. Era preciosa en ese momento y, precisamente el saber que se marchitaría pronto, hacía que uno se diera cuenta de su perfección. Quizá esa apariencia también se debiera al halo de vulnerabilidad, a los ojos desenfocados incapaces de encontrar la dirección. O quizá todo eso estuviera en mis ojos y yo, simplemente, estuviera destinado a encontrarla, porque alguien debía hacerlo. Porque alguien debía salvarla antes de que acabara consumiéndose a sí misma a través de la cocaína o el alcohol barato.
Estaba sola, pero la verdad es que siempre lo estuve desde que aquello pasó. Yo también caminaba solo aquella noche, aunque ya no recuerdo por qué.
Caminé despacio, observándola, percatándome de su gesto ausente, de sus uñas comidas, de la pintura que ocultaba la persona que en realidad era (herida, cobarde, perdida). Y tomé la decisión de alegrar su noche, por si acaso llevaba tiempo sin disfrutar ninguna desde hacía mucho, que era lo que parecía.
Choqué con ella de forma deliberada, aunque conseguí fingir un accidente. La agarré por los hombros y evité que cayera a los adoquines. Ella me miró, confusa. Por un segundo, pensé que tenía la misma expresión que un niño recién nacido, viendo por primera vez a otro humano, sin entender que él mismo era uno.
-          Perdona – me disculpé y sonreí para no asustarla, pues sentía que saldría corriendo el cualquier momento.
Ella zarandeó la cabeza y se separó de mí. Parecía más pequeña, más sola.
-          ¿Estás bien?
El silencio que siguió a mi pregunta me dejó claro que ella no tenía ni idea de qué responder. Poco después descubrí que nadie le había preguntado eso desde hacía mucho tiempo, porque nadie quería saber la respuesta, porque todos sus conocidos sabían que estaba destrozada y no querían la confirmación de sus labios.
Ladeó la cabeza mientras lo pensaba y entonces su belleza fue casi insoportable.
-          ¿Cómo se sabe si estás bien? – me preguntó ella a su vez.
Era la pregunta más extraña que nadie me había hecho jamás y, a su vez, tan profunda, tan complicada, que no fui capaz de pensar una respuesta durante un buen rato.
-          Supongo – musité al final – que es algo que sabes.
-          Pero, ¿cómo? – insistió ella. - ¿Cómo sabes si estás bien o mal?
-          Estás bien… cuando te sientes feliz, creo. Cuando no sientes angustia o dolor.
Ella se quedó callada de nuevo, sopesando mi respuesta. Luego, se encogió de hombros con delicadeza.
-          Creo que sí entonces. Creo que soy tan feliz como puedo llegar a ser. Aunque no estoy segura… porque hay dolor, mucho dolor, pero lleva tanto tiempo aquí -  se llevó una mano al pecho – que es algo familiar. Puede que me haya acostumbrado a él, como a un compañero de piso que al principio odiabas. Eso es lo que hace la convivencia, ¿no? Pero… - frunció los labios – si “estar bien” significa no sentir angustia o dolor… entonces creo que nunca jamás podré estar bien. – No lo dijo con pesadumbre. Simplemente, era algo lógico, pues ella creía que el sufrimiento que había dentro de su pecho no tenía cura, que duraría para siempre y que, cuando muriera, ese dolor moriría con ella. Esa su compañera inseparable.
Sim embargo, el destino de Kaylie cambió cuando se tropezó con el mío.
Aquella noche, me prometí a mí mismo ayudarla a seguir adelante. La saqué a rastras de su cama para enseñarle los pequeños placeres de la vida, los paisajes que te cortaban la respiración, el vuelo de una mariposa, el canto de las aves que emigran, el sonido del mar chocando contra las rocas, la risa de los niños, la lluvia estrellándose contra su propia piel, el color del amanecer en París y el del atardecer en Londres (en un mismo día). Las delicias asiáticas, el océano Atlántico, el olor de un cuadro recién pintado.
Pasamos tanto tiempo juntos que, una vez conseguí enseñarle las maravillas del mundo y cumplí mi objetivo, ya no pudimos separarnos. Y entonces, le enseñé a Kaylie el amor, la clase de amor que te penetra a través de los poros y se te mete en los huesos, en los músculos y en los cartílagos, se extiende por tu cuerpo en cada latido y te atonta el cerebro.

Y creo que eso, por encima de todas las cosas, fue lo que la hizo empezar a decir, por fin, que “estaba bien”.


Stay     

 Visita rápida a mis historias de siempre antes de volver a centrarme en mi Destiny. 
No sé si vuelvo a ser yo o si estoy más perdida que nunca. Pero, ¿realmente eso importa?

26 mayo, 2013

My heart is where you are.

Hoy hace ya doscientos diecinueve días. Casi siete meses y medio.
Ese es el tiempo que ha pasado desde la última vez que nos vimos tú y yo, uno frente al otro, tus pupilas reflejadas en las mías. Un total de 5.256 horas que se me han hecho eternas porque, en cada uno de esos segundos, tú no estabas conmigo.
Estamos ya en julio. Este año ha pasado arrastrándose, poco a poco, avanzando tan despacio que casi podía sentir su movimiento en los huesos.
 ¿Recuerdas tu promesa? Me juraste que la noche de la lluvia de estrellas estaríamos juntos.
Ahora, tumbada sobre la hierba en nuestro claro particular, el que se esconde en medio del bosque en ninguna parte y al que solo sabemos llegar tú y yo, veo las estrellas fugaces cruzar el cielo negro y tú no estás a mi lado.
Doscientos diecinueve días después, sigues perdido en alguna parte del mundo, investigando y tratando de buscar una salida al problema energético que asfixia a nuestro planeta, aunque con escaso resultado.
Y yo sigo echándote de menos, como haré durante el resto de días en los que faltes.
Pensé que durante este momento, estando sola cuando siempre imaginé que tú estarías a mi lado, estrechándome contra tu pecho y susurrándome al oído todos los deseos que las estrellas fugaces cargarían consigo, me sentiría triste. Que la soledad se me colaría en la caja torácica y me apretaría el corazón. Que no sería capaz de aguantar tu ausencia sin derramar un río de lágrimas capaz de ahogarme.
Pero estaba equivocada. A pesar de que no podría desear ninguna otra cosa como quiero verte de nuevo, besarte, perderme en tus iris azules, oler tu perfume a madera y hombre, y tocarte tu cara para asegurarme de que no se trata de un sueño, no me siento sola esta noche.
Supongo que te preguntarás por qué.
Simplemente, me he dado cuenta de que, en alguna parte, estés donde estés, tú también estás bajo el mismo cielo que yo. Y que, probablemente, las estrellas también pasarán por tu lado del mundo y con ellas irán todos mis deseos, todos mis sueños, y que se encargarán de asegurarte que todo va bien, que aunque te extraño con todas mis fuerzas, la vida sigue adelante. Que sigo esperándote, que siempre lo haré.
Y tú podrás pedirle tus deseos y, quién sabe, quizá se cumplan.
Hoy he descubierto que nunca podré estar sola, porque mi corazón está donde quiera que tú estés. Tu recuerdo vive bajo mis uñas y en la comisura de todas mis sonrisas, así que, cariño, en realidad nunca me faltas. Solo que no te tengo por completo, solo las partes de ti que conservo dentro de mí, como una reminiscencia que espera tu regreso para estar entera de nuevo.
No importa cuánto tardes, cuántas vueltas tengas que dar al mundo, aquí estaré cuando termines. Y todos los meses de julio, vendré a nuestro prado para pedirle a las estrellas fugaces que, por favor, por favor, no me dejes echarte de menos mucho más tiempo.

I think of you tonight… Oh, darling… I wish you were here.



Vainilla twilight (la última frase en inglés está directamente extraída de esa canción).

17 marzo, 2013

Por ti, me lanzo de cabeza al desastre.


Agarré el café con fuerza entre mis manos e inspiré hondo, en un intento desesperado por reunir el coraje que sabía que iba a necesitar.
El sonido de la cafetería me rodeaba. El tintineo de la caja registradora cada vez que el camarero cobraba un pedido. Las charlas insustanciales, las risas. La mujer de la mesa del fondo a la derecha que no paraba de toser, probablemente víctima de alguna de las enfermedades que siempre venían acompañando al frío de Diciembre. De fondo, en un volumen tan bajo que apenas se podían distinguir los acordes, sonaba una canción suave, impregnada de dulzura.
Cada vez que alguien entraba en la cafetería, la campanilla anunciaba un nuevo cliente. Y cada vez que oía aquel sonido, el corazón se me detenía dos milésimas de segundos en el pecho y me giraba aterrada, deseando, y al mismo tiempo no haciéndolo, que él llegara de una vez por todas a nuestra cita de las cuatro y cuarto.
Mi mirada volvió a dirigirse hacia el reloj, ansiosa. La aguja pequeña efectivamente marcaba las cuatro, pero la grande anunciaba que Peter llegaba tarde, deslizándose rítmicamente hacia las y media.
Bebí un sorbo del café, notando inevitablemente el temblor de mis manos en aquel sencillo gesto. El maldito nudo de mi estómago cada segundo parecía ser más y más sólido, amenazando con ahogarme, y el líquido que se deslizaba por mi faringe no hacía nada por aliviarlo.
Intenté no contar los segundos que pasaban sin remedio, pero me encontré marcando su paso con la punta del pie, sin apartar la vista de la superficie vacía de la mesa, que solo estaba ocupada por mis manos crispadas.
Una repetición del sonido de campanilla me hizo volverme, aterrada y esperanza a partes iguales. Luego, mi corazón titubeó durante un instante, para luego emprender una carrera desaforada, golpeando alocado contra mis costillas. Peter me buscó por la cafetería abarrotada y me dedicó una sonrisa cálida al verme sentada sola en la mesa pegada a la pared, medio escondida del resto del mundo, medio esperando que él nunca me viera.
Se paró antes de acercarse para pedir un café.
Al igual que hacía desde que era niña, en ese momento, con los nervios a flor de piel y el temblor en los dedos, tiré de las mangas de la camisa hacia abajo, cubriendo las manos, señal de mi debilidad. Inspiré hondo y me obligué a ser fuerte.
Llevaba los dos últimos días sin dormir, sin comer, viviendo solo con una obsesión en la cabeza. Sabiendo lo que deseaba, pero al mismo tiempo, desconociendo qué hacer. Porque, como en todos los grandes dilemas de la vida, mi corazón y la razón se enfrentaban con uñas y dientes, ambos exigiendo ser escuchados e indicándome direcciones contrarias. 
Pero, en el fondo, yo sabía la verdad. Sabía  la resolución con la cual podría seguir adelante, y, con cual, en cambio, me encadenaría a mí misma a una rutina lenta que me iría desgarrando poco a poco por dentro. Me conocía lo suficiente como para saber que, si me cortaba las alas y me obligaba a tomar tierra, a permanecer con los pies con el suelo en lugar de con la cabeza en las nubes, sería infeliz durante el resto de los días en los que viviera.
Me obligué a pensar en eso mientras Peter se acercaba a mi mesa. Y cuando se inclinó para rozar mis labios con los suyos, me alejé rápidamente, dejando que el contacto apenas se prolongara unos segundos. Él percibió mi renuencia ante su saludo y frunció el ceño.
-          ¿Pasa algo, Luce? – se apresuró a preguntar, sentándose en el sitio frente a mí.
Su mano buscó la mía por encima de la mesa, pero volví a huir de su contacto, escondiéndolas en mi regazo.
-          Lo cierto es que sí – comencé. Dudé, me paré. Respiré hondo y me repetí a mí misma las palabras que había ensayado en mi mente sin cesar desde que aquella mañana había tomado la decisión finalmente. Una decisión que, en realidad, no lo era, pues desde el primer momento la dirección por la que me iba a encaminar estaba escrita.
Él esperó a que continuara y, por un momento, la tristeza que embargó su mirada estuvo a punto de hacerme retroceder. Pero ninguno nos merecíamos eso. Nos estaría condenando a una infelicidad a largo plazo de la que era mejor escapar cuanto antes.
-          Nos hemos estado viendo desde hace ya casi un mes – bajé la vista hacia la mesa de nuevo, rehuyendo fijar la vista en sus ojos. – La verdad, Peter, es que me gustas. – Me armé de valor y volví a levantar la vista, clavándola en él. Se merecía que lo mirase a la cara cuando le dijera todo lo que me estaba ahogando por dentro, en el momento en que supiera la verdad. – Eres un chico increíble. Eres comprensivo, eres dulce y una de las personas más agradables e inteligentes que conozco.
-          ¿Por qué siento que hay un pero detrás de esa frase? – su voz denotó la profunda angustia que sentía. Su rostro se descompuso.
-          Ya he dicho que eras inteligente, ¿recuerdas? – intenté bromear. Ninguno rio, por descontado, aunque conseguí elevar ligeramente las comisuras de mis labios en un patético intento de aligerar el tenso ambiente.
La canción que se oía de fondo en la cafetería cambió en ese momento y se convirtió en una suave melodía acompañada de palabras francesas que no entendí; pero, aun así, de algún modo, me dieron el impulso que necesitaba para continuar.
-          Eres la clase de chico que haría feliz a cualquier mujer. Eres… la opción correcta, la que te proporciona seguridad y un futuro estable en una casa con porche y dos hijos en una escuela privada. Me imagino mi futuro contigo y nos veo cenando juntos cada noche mientras hablamos de la jornada, y quedamos con otras parejas para hacer un picnic el fin de semana. – Me detuve para coger aire. – Esa es la clase de futuro que cualquier chica sensata desearía.
-          Pero no es lo que tú deseas – susurró él.
Negué lentamente con la cabeza, confirmando sus palabras.
-          No lo soy. Eres la opción correcta, pero no eres la opción que deseo elegir. No quiero un futuro perfecto. Sé que contigo conseguiría estabilidad, tranquilidad, pero… - mi mirada se dirigió hacia el enorme ventanal que daba a la calle. Allí, fuera de la cafetería, había empezado a nevar con delicadeza, los suaves copos flotando por todas partes y volviendo la ciudad blanca poco a poco. – Lo prefiero a él.
-          Lo sabía. – Emitió una risa baja, apesadumbrada. – Sabía que esto estaba relacionado con Andrew.
-          Lo siento – suspiré, sin ser capaz de afrontar mirarlo.
-          Te romperá el corazón, lo sabes, ¿verdad? Te hará daño.
Asentí con la cabeza mientras los ojos se me llenaban de las lágrimas que no había podido seguir conteniendo. Se deslizaron por mis mejillas, dejando un rastro húmedo a su paso, y muriendo en las comisuras de mis labios.
-          Lo sé. Pero… no lo puedo evitar. – Sonreí con tristeza. – Sé que probablemente me hará daño, sí. Sé que discutiremos un par de decenas de veces al día. Pero… prefiero discutir con él a estar con cualquier otro – me encogí de hombros. – Sé que me destruirá, pero será la condena más dulce que exista. Prefiero vivir sobre su moto a doscientos kilómetros por hora antes que permanecer encerrada en una existencia yerma y vacía de pasión. Prefiero los besos desenfrenados en mitad de una tormenta, aun sabiendo que seguramente acabaré lastimada por esta decisión. Él me produce escalofríos solo con su sonrisa. Me hace sentir viva, viva de verdad, con la sangre martilleando en mis venas y las ganas de gritar en el pecho.
>> He intentado ser buena – seguí con los ojos el trayecto de los copos, perdida en mis propios pensamientos. – De verdad que lo he intentado; alejarme de él, ponerme a salvo a mí misma, lejos del peligro que supone su cercanía. Pero… me muero por dentro cada vez que beso otros labios que no son los suyos, y tengo el mono si paso más de unas cuantas horas sin oírlo tomarme el pelo y reírse. He intentado, por una vez, elegir lo correcto. Pero… - sonreí levemente al pensar en Andrew, con su cabello despeinado y sus ojos pícaros, que prometían devorarme – supongo que estoy loca y por eso prefiero encaminarme a la autodestrucción.
Volví a girarme hacia Peter, que me observaba casi con lástima mientras escuchaba en silencio. Vi con claridad en su gesto que no era capaz de comprenderme, pero eso no importaba. Yo sabía lo que mi corazón estaba gritando y no necesitaba a nadie más para seguir sus latidos.
-          Entonces… esto es un adiós. – En un intento de ser amable, Peter tendió su mano hacía mí, de una manera fría y formal.
Me reí y acepté su mano. Él suspiró.
-          Ojalá me eligieras a mí. Te haría mucho más feliz que él.
Sacudí la cabeza.
-          Contigo, nunca sería feliz del todo. Siempre habría una parte de mí, una parte que me hace ser realmente quien soy, consumiéndose por dejarla encerrada. Necesito la adrenalina, los gritos, las peleas. La reconciliación. La forma en la que él y yo chocamos y volvemos a encontrarnos. La chispa que nos hace perder la cabeza cuando estamos juntos. Aunque él sea demasiado impulsivo y yo me enfade cada vez que habla con otra. Aunque nos hagamos daño, lo necesito, más que el oxígeno en cada bocanada de aire.
-          Espero que seas feliz – se despidió Peter y me sorprendí al descubrir que hablaba con sinceridad. – Espero que él no te haga sufrir.
Tras esas palabras, se levantó, se dio la vuelta y se marchó, sin volver a mirar atrás.
-          Yo también lo espero. – Musité, aunque ya no me oyó.
 Me quedé allí sentada, contemplándolo alejarse de mí y de mi vida para siempre. Durante una fracción de segundo, me planteé si estaba tomando la decisión correcta. Pero, al mirar los copos de nieve cayendo de nuevo al otro lado de la ventana, supe que era así.
Fueran las que fueran las consecuencias, no podía eludir los dictados de mi corazón. Y ellos me dirigían irremediablemente hacia Andrew, con su mirada devastadora y el frenesí que suponía nuestro día a día. Aunque él fuera indomable. Aunque se pusiera celoso de cualquier tío que me mirara y recurriera a la violencia con demasiada facilidad. Aunque fumara una caja de cigarrillos al día y se emborrachara todos los sábados.
Porque, en el fondo, los dos éramos iguales, dos almas descontroladas que se necesitaban aunque en ello se les fuera la vida.




Place de la République  Una dulce canción francesa de fondo. 
(Esta entrada se la debo a la chica que me enseñó la canción, y un millón de cosas más. Gracias por escucharme siempre, aunque a menudo sea insoportable).

04 marzo, 2013

Cada cual carga con su condena.


Tic. Tac. Tic. Tac.
En el profundo silencio de la noche, que se extendía a mi alrededor casi como algo tangible, como un peso sobre mi pecho, podía oír casi con eco el continuo golpeteo del segundero del reloj, aunque este estaba en la cocina, a un par de habitaciones de distancia de la mía.
Me di la vuelta una vez más, revolviendo las sábanas entre mis piernas y apoyé la cabeza contra la almohada, cerrando los ojos con fuerza. Por decimoquinta vez aquella noche, deseé poder caer en las redes del sueño. Deseé con todo mi corazón que el sueño me hiciera perder la conciencia y me permitiera ir a la deriva durante horas hasta que el sonido del despertador interrumpiera alguna pesadilla matutina.
Agarré con fuerza la sábana contra mi hombro y mantuve el ritmo de respiración. El tic-tac seguía marcando todos los segundos en los que permanecía despierta, en los que el sueño se me escapaba sin remedio entre los dedos.
También podía oír con claridad los ronquidos de mi padre en la habitación de al lado, un rítmico sonsonete sin fin que empezaba a convertirse en mi tortura particular, martilleándome el cerebro, recordándome a cada instante mi incapacidad.
Me puse boca arriba, suspiré y me maldije en silencio.
Hacía muchos años que llevaba padeciendo aquella condena y, aun así, no me había acostumbrado a las malditas noches en vela.
El insomnio no era un trastorno que pudiera matarte, al menos directamente. Sí, la falta de sueño durante mucho tiempo te podría matar, pero, cuando sufres esa enfermedad, tu cuerpo siempre descansa justo el tiempo suficiente al día como para que puedas seguir jodido sintiendo pasar el paso de las horas despierto el resto de la noche.
No, cuando padeces insomnio, no mueres por la falta de sueño. Mueres por las horas vacías en la madrugada. Te mueres poco a poco al oír las respiraciones acompasadas del resto de ocupantes de tu casa, descansando pacíficamente, sin preocupaciones, mientras tu cerebro se repite una y otra la misma cantinela incesante.
No puedes dormir. Te pasarás otra noche en vela.
Y el puto segundero de la cocina, cuyo infernal sonido se te clava en el cerebro como una garra.
Poco a poco, vas cayendo en la locura. Durante la noche, los límites entre la coherencia y la incoherencia se desdibujan.
No sé si alguna vez has sentido lo que intento describir, pero, si no es así, por mucho que pueda decir, por muy exactas que sean mis palabras, no podrás comprender a qué me refiero. El insomnio es una maldición terrible que solo aquellos que la padecen pueden entender.
El resto del mundo solo piensa: mira qué problema, simplemente tardas un poco más en dormirte, o quizás, hay cosas peores que quedarte despierto de noche.
Indudablemente, sí que hay cosas peores. Un cáncer es mucho peor, no lo pongo en duda, o morirte de hambre.
Pero tampoco es justo decir que el insomnio es inofensivo. Cuando lo padeces, poco a poco vas perdiendo la cordura. Te mueres por ser capaz de ser normal, de tumbarte en la cama, cerrar los ojos y caer dormido como hace el resto del mundo. Pero no puedes. Por muy fuerte que lo desees, por mucho que lo intentes, no lo consigues. Y eso, poco a poco, va desgastando tu cordura, hasta que te encuentras a las tres de la madrugada mirando el techo, sin ninguna posibilidad de descanso, y buscando una salida para aquella situación.
Es entonces cuando todas aquellas cosas que a la luz del día te parecen tan irrazonables, empiezan a cobrar cierto sentido. Piensas que cualquier solución es buena, aunque parezca una locura.
Con tal de poder descansar, de que tu cerebro desconectara y dejara de torturarte una y otra vez con la misma letanía desgarradora, te planteas cosas que, de otro modo, nunca te cruzarían por la mente.
¿Drogas? ¿Alcohol? Cualquier sustancia que adormezca los sentimientos y produzca sopor te sirve, piensas. Cualquier cosa que te haga escapar de la realidad de las horas alargándose en el silencio de la noche, donde solo estas tú. Y esa soledad también te emponzoña por dentro, sin nadie con quién hablar, sin nadie que te pueda consolar cuando ya no eres capaz de seguir conteniendo las lágrimas ante la desesperada situación que vives.
En tales situaciones, cuando el reloj da las cuatro o las cinco de la mañana y yo sigo igual, debo reconocer que incluso he pensado en el suicidio como escapatoria. La muerte, el sueño eterno. Por fin quedar dormida, aunque eso supusiera no despertar jamás. Son ideas terroríficas que, pensadas con calma, son locuras. A la mañana siguiente, cuando vuelve a salir el sol y el mundo despierta, te ríes y te repites que es una tontería, que en realidad esa no es la salida que buscas.
Pero… ah, en la angustia de las noches insomnes, no te parece una solución tan descabellada.
Es precisamente eso lo que hace peligroso el insomnio. Es cierto que, directamente, no te mata. No es como una enfermedad mortal, pero es un cáncer para la cordura de cualquier, da igual lo fuerte que piensas que eres. La oscuridad de la noche a tu alrededor mientras permaneces tumbada en la cama, sufriendo en silencio para no molestar al resto de habitantes de tu casa, acaba contigo poco a poco. Pierdes la razón. La locura deja de parecerlo y se vuelve tu amiga, porque es el único modo de evitar esa angustia que te embarga.
Desesperación es su estado más puro.
Con el tiempo, desarrollas un horrible terror que se te instala cada noche antes de irte a acostar. Cuando la tarde da paso a la oscuridad en el cielo, el pánico me hace encogerme en el asiento y rezo para que esa noche, por favor, por favor, que esa noche sí pueda dormir.
Superar el insomnio, “curarte”, es igual de complejo que desintoxicarte de una droga a la cual estás enganchado. Quizá sea aún peor, porque tú deseas de todo corazón librarte de ello, pero es muy difícil luchar contra tu cuerpo y mente. Y, aunque tengas la fuerza suficiente y lo logres, nunca serás normal. Siempre habrá un pequeño recoveco en tu mente en que viva al miedo a que todo se repita, a que todo vuelva. Una noche en vela desencadena todo el temor de tu interior y empiezas a pensar que otra vez todo será lo mismo, que has vuelto a caer en aquella maldición.
Tener insomnio es una tortura, una condena en tu propio cuerpo y ocasionado por tu propia mente. En las largas noches en silencio, con el segundero de fondo y el sonido de los ronquidos del resto del mundo, te deshaces.
Espero que mis palabras te hayan permitido entenderlo. Espero que, a partir de ahora, cuando alguien te cuente que padece insomnio, no menosprecies su problema. No es algo que tomar a broma. No es algo de lo que te ríes cuando lo sufres. De verdad, de verdad que es terrible.
Así que no nos juzgues con tanta dureza, porque te aseguro que nada de esto es un juego.
Es una puta condena, noche tras noche.



Esta entrada es mucho más que una entrada normal, por eso he vuelto a este blog con ella.
Yo padezco insomnio. Yo soy la protagonista de la historia. Cada una de las palabras de la entrada son mías. No de un personaje creado, no de alguien ficticio. Son mis vivencias personales.
Quizá alguien piense que exagero. Bien, puedes creerlo, pero yo no lo considero así. El insomnio es mi mayor condena, la que realmente me aterra más que cualquier otra cosa. 
Hace mucho que quería escribir esta entrada, porque me parece que es la más real que he escrito. Pero no podía. Era demasiado complicado exponerlo con palabras, captar de verdad lo que me sucedía. No sé si lo he conseguido, pero lo he intentado, de verdad. 
La buena noticia es que lo estoy intentando. Lo estoy tratando de superar. Pero, como ya he dicho, es algo muy muy complicado de conseguir y no son pocas las noches que aun paso en vela. Aun así, algún día espero poder tumbarme en la cama sin un resquicio del miedo a que el insomnio me acompañe una noche más.
Gracias por leerme, una vez más. Ah, y ya que estoy aquí, aprovecho para dejar una canción, que echo menos compartir alguna por aquí: Radioactive.