17 marzo, 2013

Por ti, me lanzo de cabeza al desastre.


Agarré el café con fuerza entre mis manos e inspiré hondo, en un intento desesperado por reunir el coraje que sabía que iba a necesitar.
El sonido de la cafetería me rodeaba. El tintineo de la caja registradora cada vez que el camarero cobraba un pedido. Las charlas insustanciales, las risas. La mujer de la mesa del fondo a la derecha que no paraba de toser, probablemente víctima de alguna de las enfermedades que siempre venían acompañando al frío de Diciembre. De fondo, en un volumen tan bajo que apenas se podían distinguir los acordes, sonaba una canción suave, impregnada de dulzura.
Cada vez que alguien entraba en la cafetería, la campanilla anunciaba un nuevo cliente. Y cada vez que oía aquel sonido, el corazón se me detenía dos milésimas de segundos en el pecho y me giraba aterrada, deseando, y al mismo tiempo no haciéndolo, que él llegara de una vez por todas a nuestra cita de las cuatro y cuarto.
Mi mirada volvió a dirigirse hacia el reloj, ansiosa. La aguja pequeña efectivamente marcaba las cuatro, pero la grande anunciaba que Peter llegaba tarde, deslizándose rítmicamente hacia las y media.
Bebí un sorbo del café, notando inevitablemente el temblor de mis manos en aquel sencillo gesto. El maldito nudo de mi estómago cada segundo parecía ser más y más sólido, amenazando con ahogarme, y el líquido que se deslizaba por mi faringe no hacía nada por aliviarlo.
Intenté no contar los segundos que pasaban sin remedio, pero me encontré marcando su paso con la punta del pie, sin apartar la vista de la superficie vacía de la mesa, que solo estaba ocupada por mis manos crispadas.
Una repetición del sonido de campanilla me hizo volverme, aterrada y esperanza a partes iguales. Luego, mi corazón titubeó durante un instante, para luego emprender una carrera desaforada, golpeando alocado contra mis costillas. Peter me buscó por la cafetería abarrotada y me dedicó una sonrisa cálida al verme sentada sola en la mesa pegada a la pared, medio escondida del resto del mundo, medio esperando que él nunca me viera.
Se paró antes de acercarse para pedir un café.
Al igual que hacía desde que era niña, en ese momento, con los nervios a flor de piel y el temblor en los dedos, tiré de las mangas de la camisa hacia abajo, cubriendo las manos, señal de mi debilidad. Inspiré hondo y me obligué a ser fuerte.
Llevaba los dos últimos días sin dormir, sin comer, viviendo solo con una obsesión en la cabeza. Sabiendo lo que deseaba, pero al mismo tiempo, desconociendo qué hacer. Porque, como en todos los grandes dilemas de la vida, mi corazón y la razón se enfrentaban con uñas y dientes, ambos exigiendo ser escuchados e indicándome direcciones contrarias. 
Pero, en el fondo, yo sabía la verdad. Sabía  la resolución con la cual podría seguir adelante, y, con cual, en cambio, me encadenaría a mí misma a una rutina lenta que me iría desgarrando poco a poco por dentro. Me conocía lo suficiente como para saber que, si me cortaba las alas y me obligaba a tomar tierra, a permanecer con los pies con el suelo en lugar de con la cabeza en las nubes, sería infeliz durante el resto de los días en los que viviera.
Me obligué a pensar en eso mientras Peter se acercaba a mi mesa. Y cuando se inclinó para rozar mis labios con los suyos, me alejé rápidamente, dejando que el contacto apenas se prolongara unos segundos. Él percibió mi renuencia ante su saludo y frunció el ceño.
-          ¿Pasa algo, Luce? – se apresuró a preguntar, sentándose en el sitio frente a mí.
Su mano buscó la mía por encima de la mesa, pero volví a huir de su contacto, escondiéndolas en mi regazo.
-          Lo cierto es que sí – comencé. Dudé, me paré. Respiré hondo y me repetí a mí misma las palabras que había ensayado en mi mente sin cesar desde que aquella mañana había tomado la decisión finalmente. Una decisión que, en realidad, no lo era, pues desde el primer momento la dirección por la que me iba a encaminar estaba escrita.
Él esperó a que continuara y, por un momento, la tristeza que embargó su mirada estuvo a punto de hacerme retroceder. Pero ninguno nos merecíamos eso. Nos estaría condenando a una infelicidad a largo plazo de la que era mejor escapar cuanto antes.
-          Nos hemos estado viendo desde hace ya casi un mes – bajé la vista hacia la mesa de nuevo, rehuyendo fijar la vista en sus ojos. – La verdad, Peter, es que me gustas. – Me armé de valor y volví a levantar la vista, clavándola en él. Se merecía que lo mirase a la cara cuando le dijera todo lo que me estaba ahogando por dentro, en el momento en que supiera la verdad. – Eres un chico increíble. Eres comprensivo, eres dulce y una de las personas más agradables e inteligentes que conozco.
-          ¿Por qué siento que hay un pero detrás de esa frase? – su voz denotó la profunda angustia que sentía. Su rostro se descompuso.
-          Ya he dicho que eras inteligente, ¿recuerdas? – intenté bromear. Ninguno rio, por descontado, aunque conseguí elevar ligeramente las comisuras de mis labios en un patético intento de aligerar el tenso ambiente.
La canción que se oía de fondo en la cafetería cambió en ese momento y se convirtió en una suave melodía acompañada de palabras francesas que no entendí; pero, aun así, de algún modo, me dieron el impulso que necesitaba para continuar.
-          Eres la clase de chico que haría feliz a cualquier mujer. Eres… la opción correcta, la que te proporciona seguridad y un futuro estable en una casa con porche y dos hijos en una escuela privada. Me imagino mi futuro contigo y nos veo cenando juntos cada noche mientras hablamos de la jornada, y quedamos con otras parejas para hacer un picnic el fin de semana. – Me detuve para coger aire. – Esa es la clase de futuro que cualquier chica sensata desearía.
-          Pero no es lo que tú deseas – susurró él.
Negué lentamente con la cabeza, confirmando sus palabras.
-          No lo soy. Eres la opción correcta, pero no eres la opción que deseo elegir. No quiero un futuro perfecto. Sé que contigo conseguiría estabilidad, tranquilidad, pero… - mi mirada se dirigió hacia el enorme ventanal que daba a la calle. Allí, fuera de la cafetería, había empezado a nevar con delicadeza, los suaves copos flotando por todas partes y volviendo la ciudad blanca poco a poco. – Lo prefiero a él.
-          Lo sabía. – Emitió una risa baja, apesadumbrada. – Sabía que esto estaba relacionado con Andrew.
-          Lo siento – suspiré, sin ser capaz de afrontar mirarlo.
-          Te romperá el corazón, lo sabes, ¿verdad? Te hará daño.
Asentí con la cabeza mientras los ojos se me llenaban de las lágrimas que no había podido seguir conteniendo. Se deslizaron por mis mejillas, dejando un rastro húmedo a su paso, y muriendo en las comisuras de mis labios.
-          Lo sé. Pero… no lo puedo evitar. – Sonreí con tristeza. – Sé que probablemente me hará daño, sí. Sé que discutiremos un par de decenas de veces al día. Pero… prefiero discutir con él a estar con cualquier otro – me encogí de hombros. – Sé que me destruirá, pero será la condena más dulce que exista. Prefiero vivir sobre su moto a doscientos kilómetros por hora antes que permanecer encerrada en una existencia yerma y vacía de pasión. Prefiero los besos desenfrenados en mitad de una tormenta, aun sabiendo que seguramente acabaré lastimada por esta decisión. Él me produce escalofríos solo con su sonrisa. Me hace sentir viva, viva de verdad, con la sangre martilleando en mis venas y las ganas de gritar en el pecho.
>> He intentado ser buena – seguí con los ojos el trayecto de los copos, perdida en mis propios pensamientos. – De verdad que lo he intentado; alejarme de él, ponerme a salvo a mí misma, lejos del peligro que supone su cercanía. Pero… me muero por dentro cada vez que beso otros labios que no son los suyos, y tengo el mono si paso más de unas cuantas horas sin oírlo tomarme el pelo y reírse. He intentado, por una vez, elegir lo correcto. Pero… - sonreí levemente al pensar en Andrew, con su cabello despeinado y sus ojos pícaros, que prometían devorarme – supongo que estoy loca y por eso prefiero encaminarme a la autodestrucción.
Volví a girarme hacia Peter, que me observaba casi con lástima mientras escuchaba en silencio. Vi con claridad en su gesto que no era capaz de comprenderme, pero eso no importaba. Yo sabía lo que mi corazón estaba gritando y no necesitaba a nadie más para seguir sus latidos.
-          Entonces… esto es un adiós. – En un intento de ser amable, Peter tendió su mano hacía mí, de una manera fría y formal.
Me reí y acepté su mano. Él suspiró.
-          Ojalá me eligieras a mí. Te haría mucho más feliz que él.
Sacudí la cabeza.
-          Contigo, nunca sería feliz del todo. Siempre habría una parte de mí, una parte que me hace ser realmente quien soy, consumiéndose por dejarla encerrada. Necesito la adrenalina, los gritos, las peleas. La reconciliación. La forma en la que él y yo chocamos y volvemos a encontrarnos. La chispa que nos hace perder la cabeza cuando estamos juntos. Aunque él sea demasiado impulsivo y yo me enfade cada vez que habla con otra. Aunque nos hagamos daño, lo necesito, más que el oxígeno en cada bocanada de aire.
-          Espero que seas feliz – se despidió Peter y me sorprendí al descubrir que hablaba con sinceridad. – Espero que él no te haga sufrir.
Tras esas palabras, se levantó, se dio la vuelta y se marchó, sin volver a mirar atrás.
-          Yo también lo espero. – Musité, aunque ya no me oyó.
 Me quedé allí sentada, contemplándolo alejarse de mí y de mi vida para siempre. Durante una fracción de segundo, me planteé si estaba tomando la decisión correcta. Pero, al mirar los copos de nieve cayendo de nuevo al otro lado de la ventana, supe que era así.
Fueran las que fueran las consecuencias, no podía eludir los dictados de mi corazón. Y ellos me dirigían irremediablemente hacia Andrew, con su mirada devastadora y el frenesí que suponía nuestro día a día. Aunque él fuera indomable. Aunque se pusiera celoso de cualquier tío que me mirara y recurriera a la violencia con demasiada facilidad. Aunque fumara una caja de cigarrillos al día y se emborrachara todos los sábados.
Porque, en el fondo, los dos éramos iguales, dos almas descontroladas que se necesitaban aunque en ello se les fuera la vida.




Place de la République  Una dulce canción francesa de fondo. 
(Esta entrada se la debo a la chica que me enseñó la canción, y un millón de cosas más. Gracias por escucharme siempre, aunque a menudo sea insoportable).

04 marzo, 2013

Cada cual carga con su condena.


Tic. Tac. Tic. Tac.
En el profundo silencio de la noche, que se extendía a mi alrededor casi como algo tangible, como un peso sobre mi pecho, podía oír casi con eco el continuo golpeteo del segundero del reloj, aunque este estaba en la cocina, a un par de habitaciones de distancia de la mía.
Me di la vuelta una vez más, revolviendo las sábanas entre mis piernas y apoyé la cabeza contra la almohada, cerrando los ojos con fuerza. Por decimoquinta vez aquella noche, deseé poder caer en las redes del sueño. Deseé con todo mi corazón que el sueño me hiciera perder la conciencia y me permitiera ir a la deriva durante horas hasta que el sonido del despertador interrumpiera alguna pesadilla matutina.
Agarré con fuerza la sábana contra mi hombro y mantuve el ritmo de respiración. El tic-tac seguía marcando todos los segundos en los que permanecía despierta, en los que el sueño se me escapaba sin remedio entre los dedos.
También podía oír con claridad los ronquidos de mi padre en la habitación de al lado, un rítmico sonsonete sin fin que empezaba a convertirse en mi tortura particular, martilleándome el cerebro, recordándome a cada instante mi incapacidad.
Me puse boca arriba, suspiré y me maldije en silencio.
Hacía muchos años que llevaba padeciendo aquella condena y, aun así, no me había acostumbrado a las malditas noches en vela.
El insomnio no era un trastorno que pudiera matarte, al menos directamente. Sí, la falta de sueño durante mucho tiempo te podría matar, pero, cuando sufres esa enfermedad, tu cuerpo siempre descansa justo el tiempo suficiente al día como para que puedas seguir jodido sintiendo pasar el paso de las horas despierto el resto de la noche.
No, cuando padeces insomnio, no mueres por la falta de sueño. Mueres por las horas vacías en la madrugada. Te mueres poco a poco al oír las respiraciones acompasadas del resto de ocupantes de tu casa, descansando pacíficamente, sin preocupaciones, mientras tu cerebro se repite una y otra la misma cantinela incesante.
No puedes dormir. Te pasarás otra noche en vela.
Y el puto segundero de la cocina, cuyo infernal sonido se te clava en el cerebro como una garra.
Poco a poco, vas cayendo en la locura. Durante la noche, los límites entre la coherencia y la incoherencia se desdibujan.
No sé si alguna vez has sentido lo que intento describir, pero, si no es así, por mucho que pueda decir, por muy exactas que sean mis palabras, no podrás comprender a qué me refiero. El insomnio es una maldición terrible que solo aquellos que la padecen pueden entender.
El resto del mundo solo piensa: mira qué problema, simplemente tardas un poco más en dormirte, o quizás, hay cosas peores que quedarte despierto de noche.
Indudablemente, sí que hay cosas peores. Un cáncer es mucho peor, no lo pongo en duda, o morirte de hambre.
Pero tampoco es justo decir que el insomnio es inofensivo. Cuando lo padeces, poco a poco vas perdiendo la cordura. Te mueres por ser capaz de ser normal, de tumbarte en la cama, cerrar los ojos y caer dormido como hace el resto del mundo. Pero no puedes. Por muy fuerte que lo desees, por mucho que lo intentes, no lo consigues. Y eso, poco a poco, va desgastando tu cordura, hasta que te encuentras a las tres de la madrugada mirando el techo, sin ninguna posibilidad de descanso, y buscando una salida para aquella situación.
Es entonces cuando todas aquellas cosas que a la luz del día te parecen tan irrazonables, empiezan a cobrar cierto sentido. Piensas que cualquier solución es buena, aunque parezca una locura.
Con tal de poder descansar, de que tu cerebro desconectara y dejara de torturarte una y otra vez con la misma letanía desgarradora, te planteas cosas que, de otro modo, nunca te cruzarían por la mente.
¿Drogas? ¿Alcohol? Cualquier sustancia que adormezca los sentimientos y produzca sopor te sirve, piensas. Cualquier cosa que te haga escapar de la realidad de las horas alargándose en el silencio de la noche, donde solo estas tú. Y esa soledad también te emponzoña por dentro, sin nadie con quién hablar, sin nadie que te pueda consolar cuando ya no eres capaz de seguir conteniendo las lágrimas ante la desesperada situación que vives.
En tales situaciones, cuando el reloj da las cuatro o las cinco de la mañana y yo sigo igual, debo reconocer que incluso he pensado en el suicidio como escapatoria. La muerte, el sueño eterno. Por fin quedar dormida, aunque eso supusiera no despertar jamás. Son ideas terroríficas que, pensadas con calma, son locuras. A la mañana siguiente, cuando vuelve a salir el sol y el mundo despierta, te ríes y te repites que es una tontería, que en realidad esa no es la salida que buscas.
Pero… ah, en la angustia de las noches insomnes, no te parece una solución tan descabellada.
Es precisamente eso lo que hace peligroso el insomnio. Es cierto que, directamente, no te mata. No es como una enfermedad mortal, pero es un cáncer para la cordura de cualquier, da igual lo fuerte que piensas que eres. La oscuridad de la noche a tu alrededor mientras permaneces tumbada en la cama, sufriendo en silencio para no molestar al resto de habitantes de tu casa, acaba contigo poco a poco. Pierdes la razón. La locura deja de parecerlo y se vuelve tu amiga, porque es el único modo de evitar esa angustia que te embarga.
Desesperación es su estado más puro.
Con el tiempo, desarrollas un horrible terror que se te instala cada noche antes de irte a acostar. Cuando la tarde da paso a la oscuridad en el cielo, el pánico me hace encogerme en el asiento y rezo para que esa noche, por favor, por favor, que esa noche sí pueda dormir.
Superar el insomnio, “curarte”, es igual de complejo que desintoxicarte de una droga a la cual estás enganchado. Quizá sea aún peor, porque tú deseas de todo corazón librarte de ello, pero es muy difícil luchar contra tu cuerpo y mente. Y, aunque tengas la fuerza suficiente y lo logres, nunca serás normal. Siempre habrá un pequeño recoveco en tu mente en que viva al miedo a que todo se repita, a que todo vuelva. Una noche en vela desencadena todo el temor de tu interior y empiezas a pensar que otra vez todo será lo mismo, que has vuelto a caer en aquella maldición.
Tener insomnio es una tortura, una condena en tu propio cuerpo y ocasionado por tu propia mente. En las largas noches en silencio, con el segundero de fondo y el sonido de los ronquidos del resto del mundo, te deshaces.
Espero que mis palabras te hayan permitido entenderlo. Espero que, a partir de ahora, cuando alguien te cuente que padece insomnio, no menosprecies su problema. No es algo que tomar a broma. No es algo de lo que te ríes cuando lo sufres. De verdad, de verdad que es terrible.
Así que no nos juzgues con tanta dureza, porque te aseguro que nada de esto es un juego.
Es una puta condena, noche tras noche.



Esta entrada es mucho más que una entrada normal, por eso he vuelto a este blog con ella.
Yo padezco insomnio. Yo soy la protagonista de la historia. Cada una de las palabras de la entrada son mías. No de un personaje creado, no de alguien ficticio. Son mis vivencias personales.
Quizá alguien piense que exagero. Bien, puedes creerlo, pero yo no lo considero así. El insomnio es mi mayor condena, la que realmente me aterra más que cualquier otra cosa. 
Hace mucho que quería escribir esta entrada, porque me parece que es la más real que he escrito. Pero no podía. Era demasiado complicado exponerlo con palabras, captar de verdad lo que me sucedía. No sé si lo he conseguido, pero lo he intentado, de verdad. 
La buena noticia es que lo estoy intentando. Lo estoy tratando de superar. Pero, como ya he dicho, es algo muy muy complicado de conseguir y no son pocas las noches que aun paso en vela. Aun así, algún día espero poder tumbarme en la cama sin un resquicio del miedo a que el insomnio me acompañe una noche más.
Gracias por leerme, una vez más. Ah, y ya que estoy aquí, aprovecho para dejar una canción, que echo menos compartir alguna por aquí: Radioactive.