07 julio, 2013

You only live once.

Cuando la conocí, vivía escondida tras una gruesa raya negra alrededor de los ojos, un pintalabios rojo sangre, una sonrisa de plástico y una mirada gélida. Miraba sin ver, en realidad, porque no le importaba nada ni nadie. Solo estaba ahí por estar, por comerse el tiempo o, más bien, irlo matando entre sueño y sueño.
Respiraba por entretenimiento, comía por diversión. Pero le encantaba dormir.
Para Kaylie, el mueble más bonito y perfecto de su casa era la cama y se pasaba todo el tiempo que no estaba deambulando por las calles traseras y perdidas del barrio bajo las sábanas. A veces, mientras estaba allí metida, alejada de la realidad, se llevaba música para armonizar el silencio, pero, en la mayoría de las ocasiones, le bastaba y de sobra con el sonido de su respiración como único acompañamiento.
Nunca le apetecía leer, aunque antes había amado la lectura. Durante años, devoró todos los libros que cayeron en sus manos, pero luego eso pasó y ella perdió el gusto por perderse entre las letras negras de las páginas blancas, que olían a aventuras, a alegrías, a lágrimas derramadas y encerradas para siempre entre la portada y la contraportada. Supongo que en los libros había demasiadas emociones, demasiada vida, y ella estaba entumecida. Vivía en un páramo helado y se resguardaba en su cama para no enfrentarse al frío de fuera, a la realidad del mundo más allá de las sábanas.
Tampoco le gustaba ya demasiado el cine, ni los juegos, ni siquiera las personas. Prefería oír la lluvia empapando la ciudad a cualquier conversación, sobre todo si se trataban temas estúpidos. No soportaba hablar de política, ni de economía. Detestaba cualquier asunto que la llevara a pensar sobre la mierda de mundo en el que vivíamos.
Así, en ese estado de media consciencia la hallé yo. Sinceramente, cuando años más tarde, me paré y reflexioné sobre todo lo que había pasado, llegué a la conclusión de que Kaylie estaba perdida dentro de ella misma en ese momento. No sabía dónde quería estar, ni con quién. No pensaba qué dirección tomar, solo ponía un pie delante de otro sin levantar la vista del suelo, sin detenerse ni un segundo a plantearse a dónde iba a llegar si seguía en esa dirección. Probablemente, de no habernos tropezado esa noche de finales de enero, ella habría acabado autodestruyéndose poco a poco, sin ni siquiera darse cuenta de que lo estaba haciendo, sin enterarse de nada ni siquiera cuando fuera ya demasiado tarde.
Aquella noche, en la que aun hacía demasiado frío y la nieve no se había derretido del todo (ni en la calle ni en su corazón), ella solo llevaba un vestido negro por encima de las rodillas y las botas altas de tacón que siempre volverían a mi memoria cuando pensara en la persona que era en esa época.
Tenía una sonrisa postiza que le daba un aspecto vacío y su cabello caía de cualquier manera, revuelto por la brisa nocturna, que podía congelarte los huesos si te descuidabas durante el tiempo suficiente. Pero ella no parecía sentir el frío mientras hacía resonar sus tacones contra la acera, reclamando como suyo el suelo que pisaba.
Cuando la vi, pensé que era hermosa. Pero no clase de mujer hermosa que encuentras en las revistas de moda o la belleza propia de una actriz de cine. Había en ella el tipo de hermosura propia de las cosas cuyo tiempo está limitado, como una flor que sabes que no sobrevivirá al invierno. Era preciosa en ese momento y, precisamente el saber que se marchitaría pronto, hacía que uno se diera cuenta de su perfección. Quizá esa apariencia también se debiera al halo de vulnerabilidad, a los ojos desenfocados incapaces de encontrar la dirección. O quizá todo eso estuviera en mis ojos y yo, simplemente, estuviera destinado a encontrarla, porque alguien debía hacerlo. Porque alguien debía salvarla antes de que acabara consumiéndose a sí misma a través de la cocaína o el alcohol barato.
Estaba sola, pero la verdad es que siempre lo estuve desde que aquello pasó. Yo también caminaba solo aquella noche, aunque ya no recuerdo por qué.
Caminé despacio, observándola, percatándome de su gesto ausente, de sus uñas comidas, de la pintura que ocultaba la persona que en realidad era (herida, cobarde, perdida). Y tomé la decisión de alegrar su noche, por si acaso llevaba tiempo sin disfrutar ninguna desde hacía mucho, que era lo que parecía.
Choqué con ella de forma deliberada, aunque conseguí fingir un accidente. La agarré por los hombros y evité que cayera a los adoquines. Ella me miró, confusa. Por un segundo, pensé que tenía la misma expresión que un niño recién nacido, viendo por primera vez a otro humano, sin entender que él mismo era uno.
-          Perdona – me disculpé y sonreí para no asustarla, pues sentía que saldría corriendo el cualquier momento.
Ella zarandeó la cabeza y se separó de mí. Parecía más pequeña, más sola.
-          ¿Estás bien?
El silencio que siguió a mi pregunta me dejó claro que ella no tenía ni idea de qué responder. Poco después descubrí que nadie le había preguntado eso desde hacía mucho tiempo, porque nadie quería saber la respuesta, porque todos sus conocidos sabían que estaba destrozada y no querían la confirmación de sus labios.
Ladeó la cabeza mientras lo pensaba y entonces su belleza fue casi insoportable.
-          ¿Cómo se sabe si estás bien? – me preguntó ella a su vez.
Era la pregunta más extraña que nadie me había hecho jamás y, a su vez, tan profunda, tan complicada, que no fui capaz de pensar una respuesta durante un buen rato.
-          Supongo – musité al final – que es algo que sabes.
-          Pero, ¿cómo? – insistió ella. - ¿Cómo sabes si estás bien o mal?
-          Estás bien… cuando te sientes feliz, creo. Cuando no sientes angustia o dolor.
Ella se quedó callada de nuevo, sopesando mi respuesta. Luego, se encogió de hombros con delicadeza.
-          Creo que sí entonces. Creo que soy tan feliz como puedo llegar a ser. Aunque no estoy segura… porque hay dolor, mucho dolor, pero lleva tanto tiempo aquí -  se llevó una mano al pecho – que es algo familiar. Puede que me haya acostumbrado a él, como a un compañero de piso que al principio odiabas. Eso es lo que hace la convivencia, ¿no? Pero… - frunció los labios – si “estar bien” significa no sentir angustia o dolor… entonces creo que nunca jamás podré estar bien. – No lo dijo con pesadumbre. Simplemente, era algo lógico, pues ella creía que el sufrimiento que había dentro de su pecho no tenía cura, que duraría para siempre y que, cuando muriera, ese dolor moriría con ella. Esa su compañera inseparable.
Sim embargo, el destino de Kaylie cambió cuando se tropezó con el mío.
Aquella noche, me prometí a mí mismo ayudarla a seguir adelante. La saqué a rastras de su cama para enseñarle los pequeños placeres de la vida, los paisajes que te cortaban la respiración, el vuelo de una mariposa, el canto de las aves que emigran, el sonido del mar chocando contra las rocas, la risa de los niños, la lluvia estrellándose contra su propia piel, el color del amanecer en París y el del atardecer en Londres (en un mismo día). Las delicias asiáticas, el océano Atlántico, el olor de un cuadro recién pintado.
Pasamos tanto tiempo juntos que, una vez conseguí enseñarle las maravillas del mundo y cumplí mi objetivo, ya no pudimos separarnos. Y entonces, le enseñé a Kaylie el amor, la clase de amor que te penetra a través de los poros y se te mete en los huesos, en los músculos y en los cartílagos, se extiende por tu cuerpo en cada latido y te atonta el cerebro.

Y creo que eso, por encima de todas las cosas, fue lo que la hizo empezar a decir, por fin, que “estaba bien”.


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No sé si vuelvo a ser yo o si estoy más perdida que nunca. Pero, ¿realmente eso importa?