20 abril, 2014

Olvidémonos de los segundos y vivamos cada momento. Pero juntos, siempre juntos.

Mamá siempre decía que los relojes y ella no se llevaban bien, que no le hacía falta estar pendiente del segundero para saber cómo vivir. Que llegar a los sitios no es cuestión de horas, sino de momentos, que ella siempre estaba en el lugar que debía en el momento perfecto. Si no, ¿cómo habría conocido a tu padre, Anna? Fue el destino, no el maldito reloj. Repetía una y otra vez cuando veía a mis hermanos corriendo de un lado para otro, gritando que llegaban tarde, que no los esperásemos para cenar, que ese fin de semana estaban muy ocupados. Tic, tac. El reloj los controlaba y mamá suspiraba y negaba con la cabeza. Pero al menos me tenía a mí.
Supongo que, después de todo, heredé ese odio a los relojes de ella, aunque no nos pareciéramos en nada más. Yo, la más pequeña de cuatro hijos, el resto de ellos varones, era la única de la familia que se parecía a papá. Compartíamos el color y la forma de los ojos, el pelo rebelde, la risa escandalosa, la pasión por el chocolate y los libros. Pero de mamá heredé el arte de nunca dejarme llevar por las prisas, de disfrutar cada segundo y degustarlo sin perderlo controlando el movimiento de la aguja del reloj.
Quizá por eso me convertí en lo que la sociedad podría considerar una fracasada, porque tardé más años de la cuenta en sacarme la carrera (no había sido culpa mía, la verdad, había demasiado que experimentar y tan poco tiempo que tuve que apartar los estudios para no perderme la belleza de las cosas que solo se pueden vivir una vez) y los novios no me duraban más del par de semanas que tardaban en darse cuenta que en realidad era un desastre con patas que volvía todo al revés a su paso y, por descontado, la mayor parte de la gente no quiere eso. Les gustan sus vidas ordenadas, a las ocho en punto en el trabajo, a las nueve y cuarto ir al baño, y a las cuatro salir de la oficina. Todos sincronizados como si fueran títeres en manos de un obsesivo compulsivo.
Una vez incluso estuve con un chico que se empeñaba en que el sexo durara veintidós minutos, sin importar dónde estuviéramos ni la hora del día que fuera. Veintidós minutos para llegar al orgasmo. Cuando me buscaba por las noches y sentía su piel contra la mía, era como si alguien hubiera activado el cronómetro y me obligara a ajustarme a su patrón. Eso estuvo a punto de matarme, asfixiándome poco a poco, rompiendo mis engranajes en su afán por regular su movimiento al compás del resto del mundo, todos a la vez, todos iguales.
Mamá siempre tuvo razón. Las cosas importantes requieren su tiempo y, al final, lo que cuenta son los momentos, los momentos en mayúsculas que se te quedan grabados a fuego y que rememoras cuando estás tumbada en la cama, con los ojos cerrados, e inconscientemente vuelves atrás. Y todos tenemos un momento, ¿no crees? Un momento que sobresale entre todos los demás, un momento que te eriza el vello solo con recordarlo, un momento que darías lo que fuera por volver a vivir. Un momento de extrema felicidad, donde todo desaparece y solo queda ese instante.
Andrew, tú eres mi momento. Por encima de todo lo demás, por encima del viaje sin rumbo por Australia con mis amigas, por encima del día de mi graduación, por encima de la vez que me tiré en paracaídas o de cuando me hice el primer tatuaje, tú eres mi momento preferido. Y si pudiera, ahora, quince años después de haberte besado por primera vez, reviviría uno por uno cada segundo que hemos pasado juntos, sin prisas, sin remordimientos, sin dejarnos llevar por los dictados del mundo ni por las reglas estúpidas de una sociedad hipócrita, volviendo tu mundo del revés día tras día. Tal y como vivimos, tal y como somos, cada segundo que pasamos juntos son mi momento.

Y todos los que aún nos quedan por vivir.