Pero había días en los que Amaia se sentaba en el alféizar de la ventana, con los pies colgando a metros de altura, escapaba de sí misma y se atrevía a soñar.
Dejando volar la imaginación, se convertía en una gaviota y recorría las costas de todo el mundo. A veces, incluso se permitía imaginar al caballero perfecto, que la llevaba en volandas hasta el castillo de los finales felices, donde vivirían para siempre en una felicidad interminable y jamás se vería obligada a madrugar. Porque Amaia también era una chica, también era humana y, aunque le pesaran los pies, le gustaba, no muy a menudo, elevar el vuelo hacia las nubes.
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