11 noviembre, 2012

En las películas deberían advertirlo. Que eso nunca pasará en tu vida.


Cuando era pequeña, estaba convencida de que acabaría encontrando a mi príncipe azul. Probablemente, eso fue culpa de la gran cantidad de películas de dibujos animados que me tragué, una tras otra, sin despegar los ojos de la pantalla, la mayor parte de las tardes después del colegio.
Soñaba con que él llegaría a mi vida de una forma sutil, pero que yo me acabaría dando cuenta, y entonces, nos besaríamos y seríamos felices para siempre. Con seis años, la vida es así de fácil.
Pero ahora han pasado doce años y la niña que era se ha perdido en alguna parte de mí. Mejor no encontrarla, donde quiera que esté. Porque, si viera que sigo igual de sola que siempre, no dejaría de llorar durante toda el día. Y ya tenía bastante con contener mis lágrimas reales.
Alguien debería poner una advertencia al inicio de cada película sobre un cuento de hadas.  Con letras grandes, y una voz en off que las leyera, deberían hacer saber a todas las niñas inocentes como la que yo fui, que lo más probable es que ningún príncipe acuda nunca a salvarlas. Deberían decir “los próximos noventa minutos son ficción, con buenos gráficos y una historia bonita. Pero nunca pasará en tu vida”. Quizá así, todas nosotras no creyéramos como estúpidas en un amor que, con seguridad, nunca tocaría a nuestra puerta.
Porque es cruel, la verdad. Es cruel llenarnos el cerebro de besos a medianoche, de miradas furtivas, de roces que causan taquicardias, de películas románticas donde la chica tímida e insegura siempre consigue al tío guapo y viven felices para siempre. Es cruel porque nosotras esperamos impacientes a que sea nuestro turno y este nunca llega.
A mí nadie me advirtió. Es más, el resto de la sociedad también asintió con la cabeza ante esas ideas fantasiosas, animándome a creer hasta que el cerebro se me llenara de cuentos de hadas. Y yo lo creí. Me acosté cada noche, soñando con que, quizá al día siguiente, lo conocería a él. Esperando a que me encontrara.
Pero nunca sucedió. Doce años después, sigo estando sola, pero ya no espero a nadie.
Ya me he dado cuenta de que los príncipes azules no vienen a salvarte; que tienes que hacerlo tú sola si quieres sobrevivir. Que los amigos la mitad de las veces te dan la espalda en los peores momentos, que no hay un “felices para siempre”. Que el 60% de los matrimonios acaba en divorcio, y que ese número aumenta cada día. Que, por muchas veces que te mire a los ojos y te diga que te quiera, puede estar acostándose con alguna de tus conocidas.
Que, por amor (o, en mi caso, por la falta de este) llorarás más noches de las que puedes llevar la cuenta.
No niego que haya parejas enamoradas. Qué va. Las veo cada día cuando paseo por la calle, de la mano esperando en la cola del cine, besándose como despedida en algún portal. Pero, ¿cuánto durarán? ¿Cuántas de sus promesas acabarán siendo mentira? ¿Cuál de los dos acabará con el corazón más roto?
Aunque, siendo sincera, mi condena es aun peor. Porque, al menos, ellos tienen esos momentos, esos recuerdos que los calentaran por las noches cuando lloren acurrucados en la almohada. En mi caso, solo queda el vacío provocado por haber estado sola toda la vida. De no haberme enamorado nunca, de no saber qué se siente al besar a una persona y pensar “ojalá pudiera estar con ella cada segundo de cada día durante toda la eternidad”. De que nadie haya pensado eso nunca de mí.
Me dejé engañar por las películas Disney y por las comedias románticas, que pintaban el final siempre de feliz. Y así acabé, destrozándome el corazón día tras día, hundiéndome al pensar que, por alguna razón, yo no me merecía esa felicidad que veía en la televisión o en el cine, que oía en tres cuartas partes de todas las canciones.
Sé que no estar enamorada (y ser correspondida) no es el peor de los males del mundo. Sé que existen enfermedades incurables, torturas horripilantes y situaciones más desesperadas que el hecho de no tener a nadie que te mande un mensaje de buenos días. Pero, cuando me siento tan sola como ahora mismo, no soy capaz de recordarlo. Solo echo en falta un “te quiero” susurrado al oído y unos labios bebiéndose los míos. Añoro con toda mi alma un amor de cuento de hadas que nunca llegará.


En esta entrada, me estoy dibujando a mí misma. Los domingos siempre me invade la soledad y me pongo melancólica, lo siento.
Canción del día: Rogger rabit. Por alguna razón, esa melodía me consuela, aunque solo sea un poco.
Pero bueno, ¡también tengo otro tipo de noticias! Como está escrito a la derecha de la entrada desde hace un par de semanas, he abierto un blog nuevo (http://destinywillfindus.blogspot.com.es/), en donde estoy escribiendo una única historia (nada de relatos cortos, quiero decir, si no una historia de verdad). ¿Te gustaría pasarte por allí? Porque me sacarías una enorme sonrisa.
Aun estoy empezando, pero es un proyecto que me gusta bastante, así que espero poder ponerle un punto y final y no dejarlo a medias :) 
Y por cierto, gracias por leerme.

20 octubre, 2012

El dolor es el único recuerdo al que me puedo aferrar.


Jack Dawson (Boom).


Sentado en el borde de la cama, con los pies descalzos apoyados sobre el frío mármol marrón del suelo, y completamente desnudo, disfruté de la punzada de dolor que me atravesaba el pecho de parte a parte. Sentí como se me formaba un nudo desgarrador en el estómago, cómo mi cuerpo se tensaba ante las ganas de llorar. Apreté la mandíbula, cerré los puños aferrándome al colchón y disfruté.
De algún modo, me había acabado convirtiendo en un masoquista. Ahora era adicto al terrible sufrimiento que me embargaba cada mañana cuando me despertaba entre las sabanas perfumadas por el olor de una desconocida a la que apenas había mirado más de dos veces, encerrado entre las cuatro paredes de un dormitorio cuyas paredes parecían querer aplastarme contra mis propios huesos. Me asfixiaba en aquellas casas de mujeres con las que había compartido cama y unas pocas horas de sexo la noche pasada. Pero eso no importaba. No disfrutaba de ese acto mecánico. Lo hacía por la mañana siguiente, por el dolor.
Esa terrible agonía se había convertido en la única prueba que aún tenía de que, una vez, había sido ella mi compañera de madrugadas. De que todo lo que vivimos, cada segundo junto a ella, no había sido producto de mi imaginación o una alucinación en la que creía con demasiada fuerza. Eran esos momentos, ese dolor, el que me permitía estar seguro de que seguía amándola y de que ella había estado en mi vida de verdad, aunque no durante el tiempo suficiente. Y cómo la echaba de menos. Cada segundo, cada respiración. El dolor, que al principio había sido desgarrador, ahora se había convertido en un fiel compañero y, aunque permanecía inmutable en intensidad, casi resultaba cálido. Me había acostumbrado tanto a él como a haberla perdido para siempre.
Pero, curiosamente, solo era capaz de recordarla a la perfección tras estar entre los brazos de otra. Únicamente cuando despertaba al día siguiente, podía volver a ver con claridad la intensa mirada de sus ojos azules, sentir su cabello negro haciéndome cosquillas en el pecho y sus labios jugueteando con el lóbulo de mi oreja, mientras ella reía en un murmullo por cualquier tontería. Había días en los que deseaba con tanta fuerza retroceder en el tiempo, que casi era capaz de soñar cómo las manecillas del reloj empezaban a girar en sentido contrario. Solo por estrecharla entre mis brazos una vez más. Por verla sonreírme mientras iba camino de la ducha, con la melena enmarañada y los ojos somnolientos.
Aun sentada en la cama, rememorándola, sentí como los dedos de un pie, también descalzo y que no eran de la propietaria que yo deseaba, me recorrían la columna vertebral, empezando por abajo y ascendiendo lentamente.
Ese contacto tan sencillo me hizo apretar con más fuerza los dientes y ponerme completamente rígido. Me levanté casi de un salto, apenas disimulando mi incomodidad y disgusto, pero fingí que buscaba algo para no herir los sentimientos de la chica desconocido con la cual me había acostado la noche anterior; otra pobre víctima inocente con la que solo había buscado la satisfacción de una mañana de penuria.
-          ¿Puedo fumar aquí? – pregunté por educación. En realidad, me daba igual su respuesta, puesto que no iba a quedarme tiempo suficiente en el apartamento como para fumarme un cigarro. Solo era una excusa como otra cualquiera para alejarme de su cama, de su olor, de su tacto, del sonido de su respiración. Todo en ella era incorrecto, pero aquella chica no tenía la culpa de no ser la persona que yo deseaba que fuera.
-          Sí, claro – respondió ella. En su tono de voz se notaba una leve inseguridad, probablemente producto de haber caído en la cuenta de mi cambio de actitud. Anoche, era un ligón que la consideraba la chica más guapa del mundo. Por la mañana, ni siquiera la había mirado ni una sola vez a la cara.
Pero en mi mundo, siempre era así. Necesitaba ser un buen actor, saber fingir lo que los demás querían ver y oír para logar mis propósitos.
Aquella chica había estado buscando un hombre joven, soltero y que supiera decirle las palabras correctas mientras ella se sonrojaba y yo había sido ese hombre. Durante las primeras horas del día. Pero ahora que el sol había vuelto a salir, ya no tenía que seguir simulando ser esa persona. Ya había obtenido lo que quería: una nueva mañana con el recuerdo de la persona que en realidad estaba buscando.
Fingí estar buscando mis pantalones para ganar algo de tiempo, aunque recordaba perfectamente haberlos dejado encima de la silla de la esquina derecha. Finalmente, me dirigí hacia allí, saqué la caja de tabaco y extraje uno de los cigarros y el mechero negro con el dibujo de una llama.
Encendí el pitillo sin prestar demasiado atención, con lo que conseguí quemarme un poco los dedos, cosa que no me importó lo más mínimo.
Solo entonces, tras dar la primera calada y llenarme los pulmones de humo, fui capaz de mirar a la chica que seguía tumbada sobre la cama, con la mirada fija en todos mis movimientos.
No era fea. Tenía el cabello rubio y corto, liso; los labios finos, las mejillas sonrosadas y una mirada dulce de color verde claro. Parecía una buena chica, inteligente, quizá demasiado buena para la sociedad de mierda de hoy en día. Pero, aun así, aun viendo todos esos rasgos positivos en ella, toda su belleza objetiva, la odié.
Odié el color demasiado translúcido de sus ojos, que carecía de profundidad. Odié su pelo rubio, que reflejaba la luz del sol. Y odié la mirada suplicante que me dirigió, rogándome que no le hiciera daño cuando ambos sabíamos que me marcharía desde que pudiera. Pero, sobre todo, odié que me hubiera llevado a su cama, la odié tan solo por ser ella y no otra. La odié como había odiado a todas las mujeres que había tocado desde que ella se fue de mi vida.
Sentí la repulsión en el estómago y no pude contener la mueca de disgusto que asomó a mi rostro. Ella la vio y se encogió, tapando su cuerpo desnudo con la sábana color melocotón. Parpadeó, con un ligero miedo titilando en sus pupilas.
-          ¿Quieres… quieres desayunar o algo? – murmuró. Quería arreglar la situación y eliminar el asco con el que ahora no podía dejar de contemplarla.
Me esforcé en apartar la vista y me concentré en los actos mecánicos de vestirme. Me puse los pantalones, me abotoné la camisa y me calcé de forma rápida, sin despegar el cigarro de mis labios, exhalando el humo entre ellos.
-          No, gracias. Ya me voy.
-          ¿Seguro? – la nota angustiada de su voz era ineludible. – Confiaba en que quisieras… no sé, que fuéramos juntos a alguna parte. O quizá prefieras llamarme para quedar otro día – esta vez, sonó casi esperanzada.
Cerré los ojos e inhalé profundamente, llevándome conmigo una buena bocanada de nicotina. Tenía ganas de gritarle que se fuera a la mierda, pero me abstuve. También me planteé por un segundo largarme de allí sin más, sin decir ni una sola palabra de despedida, pero tampoco me pareció lo correcto. Simplemente, era lo que yo, un capullo sin sentimientos, deseaba hacer, independientemente del daño que le hiciera a ella. Aunque la iba a herir de todas formas con mi rechazo y ella, indudablemente, se sentiría utilizada. Y estaría en lo cierto.
-          Lo siento, preciosa, pero no. – Pronuncié las palabras despacio. Me esforcé en vocalizarlas, en su forma fonética, para no impregnarlas del veneno que me corroía por dentro y que quería escupirle en la cara.
Levanté la vista y la vi sentada, con la espalda apoyada en la pared, encogida como un cachorro asustado al que están a punto de abandonar. Observé sus ojos lastimeros y me sentí como la mayor mierda del mundo, como el hijo de perra que era desde que la había perdido. Porque, al fin y al cabo, cuando mi Annalysse desapareció de mi vida, se había llevado todo el sentido que esta tenía. Ahora, me limitaba a realizar todos los actos de manera automática y solo seguía viviendo por los momentos de sufrimiento de cada mañana en camas de desconocidos.
Con tanta culpa, dolor, rabia e impotencia circulando por mis venas, ya no fui capaz de retener más a mi lengua.
-          Esto – hice un gesto con la mano, señalándonos a ella y a mí – solo ha sido sexo de una noche. No te llamaré y, por supuesto,  no iremos a desayunar. No quiero saber tu número, no, ni tu nombre tampoco. – La miré a los ojos en ese instante, solo para corroborar que las lágrimas estaban a punto de desbordarse por sus mejillas. Exhalé lentamente. – Sé que pensarás que soy un capullo y, ¿sabes qué? Tienes razón. Por eso, es mejor que no me vuelvas a ver. Mi vida… - me tapé la cara con las manos – ahora mismo va cuesta abajo y he perdido los frenos. Me estoy auto-destruyendo y, créeme, no soy una buena influencia. Sí, soy un capullo, pero deberías darme las gracias por no obligarte a permanecer en mi presencia ni un instante más, porque acabaría envenenándote por dentro.
Suspiré, me puse en pie y salí del apartamento sin volver la vista atrás, sin esperar ninguna respuesta. ¿Para qué coño la necesitaba? Aquella chica… (joder, ni siquiera recordaba su nombre) estaría mejor sin mí. Y Annalysse, también, por mucho que me doliera saberlo. Era un puto veneno que corrompía todo cuanto se me acercaba, incluso las cosas más hermosas.
Una vez en la calle, terminé de fumarme el cigarro, que se consumió entre mis labios, y lo tiré al suelo para pisotearlo con la bota. Luego, busqué la moto, aparcada en un callejón trasero, me puse la chaqueta de cuero negro que llevaba siempre conmigo, y me marché.
Aceleré hasta que la moto pareció volar sobre el asfalto. La adrenalina me nubló la mente y el aire, frío y cortante, me despejó la cabeza y revolvió el pelo. Entonces, volví a recordarla, pequeña, frágil, con su piel de porcelana…
Aceleré un poco más, huyendo de mí mismo.


Parece que esta historia es aparte de las otras que he escrito y, en cierto modo, así es. Es un personaje nuevo, pero es parte de otra historia, concretamente es la continuación (no relacionada) del texto Es curioso, ¿sabes?, que fue la antepenúltima entrada que subí (dos atrás después de esta).
De momento, tengo pensada varios capítulos para esta historia, así que quizá habrá un blog nuevo o una sección completamente aparte para ella, porque quiero tomarla como un punto y aparte del resto. Por un lado, seguiré escribiendo las entradas inconexas de siempre y, por otro, intentaré seguir con esta. La trama es un pelín compleja, porque cada capítulo (al menos, por el momento) está narrado por un personaje distinto, porque no tengo un narrador definitivo. Eso ya lo haré más adelante. Ahora, solo estoy presentando a los personajes, una breve introducción de cada uno que deja muchos misterios pendientes.
Creo que no pueda haber quejas (por parte de Irene, quiero decir) puesto que he subido no solo una entrada, sino dos en el mismo día, y con una promesa casi segura de una continuación (al menos, de esta).
Y hasta aquí he llegado por hoy. See you.

The only hope for me is you.


Diario de Andy, primera entrada.


A menudo pienso que si, por alguna razón, un día yo desapareciera de pronto, nadie se daría cuenta de mi ausencia durante mucho tiempo.
No me refiero a suicidarme, exactamente. Más bien, si me fuera de viaje de manera espontánea o me quedara en casa encerrada durante una semana o dos. O alguien me raptara, no lo sé. Eso no es lo importante, lo que verdaderamente me planteo es otra cosa.
Lo que yo pienso a menudo es que, si yo desapareciera sin más, nadie se enteraría pronto. Últimamente, esa idea me ha asaltado con frecuencia. Hasta ahora, nunca me había importado demasiado vivir sola (incluso disfrutaba de mi preciosa casa solitaria), pero, ahora, de pronto, me encuentro reflexionando continuamente sobre qué pasaría si me cayera mientras me ducho y me diera un golpe en la cabeza. Nadie se enteraría. Ningún compañero de piso acudiría en mi rescate, y los vecinos podrían nunca darse cuenta de que ya no salgo cada mañana rumbo al trabajo como de costumbre.
No digo que esté completamente sola en el mundo. Tengo amigos. Pocos, es cierto. No estoy segura de que, al contarlos con los dedos de una mano, no me sobrara alguno de ellos, pero siempre me han parecido más que suficientes.
Supongo que, en su mayor parte, es culpa mía. Siempre me he apartado del mundo casi de forma voluntaria, refugiándome en la seguridad de una sala vacía antes que enfrentarme a las expectativas de los demás. Llevo día y noche una coraza que impide que nadie penetre en mi corazón y se gane mi confianza. Es mi única defensa para impedir que me vuelvan a hacer daño; por eso levanté el muro infranqueable que me separa del resto de las personas, sea quienes sean. Porque, después de que mi padre me abandonara a los cinco años, ya no me siento capaz de creer que nadie va a quererme de verdad nunca.
Verdaderamente, es terrible. Tengo tanto miedo de que me hagan daño, de que me vuelvan a abandonar, que no permito que nadie se infiltre en mis defensas. No les doy oportunidad de quererme. Pero, al mismo tiempo, me amarga saber que nadie me conoce en realidad, que nadie me lleva siempre en sus pensamientos o se preocupa por mí algo más de un par de minutos al día durante una conversación insustancial.
Y eso me lleva a otra cuestión que me aterra aún más. El día que muera, que me vaya para siempre de este mundo, ¿cuánto tiempo tardarán en olvidarme? ¿Cuánto tiempo les llevará a mis “seres queridos” limpiarse las lágrimas y seguir adelante con sus vidas, como si yo nunca hubiera existido? Me convertiré en un recuerdo vano, en olvido. Y, cuando mi cuerpo ya no esté aquí, no me quedará nada. No habrá ningún rastro de que una vez existí, ninguna persona que diga “¿recuerdas a Andy? Cómo la echo de menos” con nostalgia. Me convertiré en nada. Los muertos viven de recuerdos, de las personas que siguen echándolos de menos cuando se marchan. ¿A quién tendré yo?
Pero, al fin y al cabo, eso lo he logrado yo misma, a base de alejar a todo el mundo a patadas, de ser borde, de usar el sarcasmo como si de una espada afilada se tratase, y de hacer daño a cualquier que permaneciese demasiado tiempo conmigo. De ese modo, yo también he conseguido no amar a nadie, lo que considero aún peor que saber que nadie me ama a mí.
Estoy sola. Veinticuatro horas al día sola, por mucho que me rodee una multitud de gente. Da igual que, en el trabajo, la mitad de la plantilla me dé los buenos días; ninguno sabe más de mí que mi nombre y apellidos. No importa la cantidad de fotos de fiestas y celebraciones que guarde en una carpeta del portátil; sigue habiendo partes de mí, partes fragmentadas y rotas, que nadie conoce, por la simple razón de que me aterra que alguien descubra esa debilidad. Esa parte, la niña de cinco años que sigue llorando porque su padre no la quería, es la que está enterrada más profundamente tras la armadura, a tres metros bajo mis pulmones y ahogada por mi risa falsa y por mis palabras llenas de mentiras: “estoy bien”, “no, no me pasa nada”.
Mentir se me da tan bien, que ya no me hace falta hacerlo con palabras. Sé exactamente qué expresión debo componer para fingir que todo está bien dentro de mí y de mi cabeza, para que nadie sepa que por dentro soy un profundo lago de oscuridad en el que el fondo es tan profundo que ya no puedo salir a la superficie. Al menos, no sola. Pero soy demasiado cobarde para ser capaz de confiar en alguien y pedir ayuda.
Por eso, escribo en este diario. No puedo contarle a nadie cómo me siento, pero puedo redactarlo en estas páginas que nadie leerá jamás. Puedo poner pedacitos de mi corazón en cada frase, llorar cada letra, chillar cada pensamiento, que nadie se enterará; pero, al menos, será un pequeño consuelo, un alivio para el enorme silencio que me aplasta desde dentro y me comprime el pecho.
Tengo veintidós años y estoy sola. Esa es la realidad patente en el día a día de mi vida. Respiro, como, duermo y vivo sola, sin confiar en nadie. Pero sí confío en el futuro. En que, algún día, todo esto cambie.
Mi madre decía que, por muy terrible que sean las circunstancias, siempre nos queda la esperanza.



Hoy introduzco un personaje nuevo, que narra su historia en primera persona. Ella también está rota (lo admito, siento predilección por los personas que están fragmentados), pero esta vez la historia la cuenta ella misma. 
Me gustaría volver a escribir alguna que otra entrada ocasional e ir desarrollando esta historia, pero no quiero prometer algo que no estoy segura de que pueda cumplir. Al fin y al cabo, es un quiero hacerlo, no un lo haré. Quizá sí, quizá no.
Si tuviera que elegir una canción para esta entrada, supongo que sería The only exception, porque es una canción que me gusta muchísimo y me inspira, es la canción que he escuchado mientras redactaba la entrada. Pero no es la única. Pero como tengo que elegir una (no quiero tampoco poner muchas canciones), elijo esa.
Quizá, y solo quizá, esta noche aparezca por el blog otra historia más.

25 septiembre, 2012

Es curioso, ¿sabes?


La observé a través del cristal polarizado. Estaba completamente sola dentro de la sala de interrogatorios, sentada en la silla, encogida y con las piernas pegadas al pecho. El agente la había obligado a sentarse de modo que nosotros pudiéramos verle el rostro, justo la misma imagen que ella vería frente así, reflejada en el espejo que se mostraba en la otra cara de la habitación. Un viejo truco de policías.
Pero la mirada de la chica no se detenía ni un instante en su reflejo. La ocultaba en los cordones negros de sus zapatos deportivos, en la pared de color apagado o en un algo que solo sus ojos percibían. Parecía terriblemente pequeña encerrada a solas en aquella habitación, como si el mundo estuviera a punto de desplomarse encima de ella. La sudadera de la policía y los pantalones que le habían cambiado por su ropa ensangrentada le quedaban demasiado grandes, varias tallas gigantescos, con lo que parecía una niña pequeña a la que habían abandonado, y su semblante transmitía todo el miedo y la confusión que sus ojos, incapaces de estar fijos en un punto, intentaban ocultar.
La observé, intentando ver en ella un rastro de culpa, pero solo fui capaz de seguir contemplando al ser humano encogido y muerto de miedo que tenía ante las narices.
-          ¿Ella? – pregunté por tercera vez para asegurarme.
Tras el cristal polarizado solo estaba conmigo mi compañero de homicidios. Una de las pocas personas a las que les habría confiado mi vida en caso de que fuera necesario, tras demostrarme durante los últimos seis años una lealtad inquebrantable y un compañerismo sin igual. Era incapaz de recordar cuántas veces nos habríamos cubierto la espalda y salvado el culo mutuamente.
-          Sí. En serio. – Bebió un trago de su café solo, negro. Nunca había entendido cómo era capaz de soportar no añadirle ni una pizca de leche ni azúcar, pero él siempre había asegurado que solo le gustaba así.
-          Pues no tiene pinta de ser la brutal asesina de tres mafiosos rusos cargados de munición hasta los dientes. – No podía despegar los ojos de ella. En ese momento, se apartó un mechón de pelo negro de encima de la cara y se lo colocó tras la oreja, en un acto automático que ni ella misma se dio cuenta que hacía. – Parece en shock.
-          Probablemente lo esté. Intenta hablar con ella. A ti se te dan bien los interrogatorios. – Becks me sonrió antes de beber de nuevo de su taza.
-          No creo que pueda sacarle mucho a esa chica. Nunca había visto a nadie tan perdido en sí mismo. – Ni tan frágil. Me daba miedo atravesar la puerta de la sala y romperla en mil pedazos solo con la fuerza de mi voz.
-          Solo inténtalo, Will. – Replicó la voz de la jefa del Departamento, que entraba en ese momento. Asentí con la cabeza y salí de la sala.
La puerta de la sala de interrogaciones estaba solo a unos pocos centímetros de la mía. Inspiré hondo, agarré el pomo con seguridad y entré.
La luz mortecina de la bombilla era la única que iluminaba la habitación. El mobiliario consistía en una única mesa grande de metal y dos sillas del mismo material, una frente a otra, encarándose. Aparte de eso, no había nada más. Lancé una mirada de reojo al espejo, tras el cual sabía que me estaba observando la mitad del departamento de Homicidios. Nadie había quedado indiferente ante aquel caso tan extraño.
Según palabras del forense, el crimen se había llevado a cabo sobre las tres de esa mañana, mientras el barrio dormía. El número 24 era la residencia extra-oficial del líder de la mafia rusa que lideraba el tráfico de drogas de la zona, al cual se le imputaban también diversos homicidios, secuestros y alguna que otra violación. Un buen tipo, sin duda.
Tanto él como dos de sus hombres habían sido hallados muertos por la mañana por la asistenta venezolana. La mujer había encontrado al primero de los matones en la cocina, con seis puñaladas en el pecho, una de las cuales rasgó la carótida y otra dañó gravemente el hígado. El hombre murió en apenas unos segundos.
La asistenta llamó a la policía tras encontrar el cadáver. Ellos fueron los que descubrieron a Vladimir Sokolov y a su segundo al mando en el sótano, rodeados de un envío de droga que acababan de recibir, de un par de millones de dólares en un maletín y de un montón de su sangre, que había manchado todo el suelo manando de las diez puñaladas del subalterno y de las quince del líder mafioso. Todas ellas en puntos estratégicos que acabarían con la vida de un hombre mientras este sufría hasta desangrarse por completo.
Y, al lado de ambos cadáveres, totalmente cubierta de sangre de los pies a la cabeza, estaba ella. Mi sospechosa. Sosteniendo el enorme cuchillo de carnicería que había sido el causante de la muerte de tres hombres, con el pelo negro como una noche sin luna pegado al cuerpo y todo ella impregnada del rojo característico de ser testigo (o causante) de una muerte.
Aun habiéndola encontrada en esas circunstancias, con el arma del delito aferrada la mano, empapada de la sangre de las víctimas y completamente sola en la enorme casa, nadie apostaba un centavo a que ella fuera la asesina.
Al fin y al cabo, ¿quién iba a creer que una chica que apenas aparentaba tener veinte años, casi no llegaba al metro sesenta y cinco y parecía a punto de echarse a llorar fuera la culpable de semejante monstruosidad? Las pruebas estaban en su contra, pero su apariencia desvalida y sus ojos aterrados testificaban a su favor.
Nadie había conseguido que musitara una palabra. Los técnicos médicos que la reconocieron aseguraron que estaba en perfecto estado físico, pero que no salía del fuerte shock que le había supuesto lo sucedido aquella noche.
Todos en el Departamento estábamos seguro de que los mafiosos la habían raptado y la mantenían secuestrada en su sótano y de que ella solo había sido un testigo impotente del crimen que se había desarrollado ante sus ojos. Pero eso significa que sabía quién era el asesino, era la única que lo había visto y seguía con vida. Por eso ahora estaba en mi sala de interrogatorios. Yo había sido el elegido para sentarme frente a ella bajo la luz tenue del bombillo y sonsacarle la verdad.
Tomé asiento frente a ella. Abrí la boca para decir algo, pero me di cuenta de que ni siquiera conocía su nombre, así que la volví a cerrar, intentando buscar algo que decir.
Ella no me había mirado ni una sola vez desde que entré en la sala. Tenía la vista perdida y su expresión dejaba de manifiesto que su cerebro no era capaz de procesar todos los hechos en los que la habían obligado a estar presente.
Lo intenté una vez más.
-          Hola. – Ninguna reacción. – Me llamo William Woods; soy el detective de Homicidios al que le han asignado al caso en el que… fuiste encontrada.
Esperé unos pocos segundos, pero no conseguí ningún signo de reconocimiento o saludo. Para ella, yo sencillamente no estaba en esa habitación. Me sentí terriblemente solo de pronto, como si intentara atravesar un enorme escudo de cristal, invisible pero impenetrable, que impedía que nadie accediera a ella. Estiré un poco el brazo sin darme cuenta, intentando agarrar su mano, pero me di cuenta del gesto antes de llegar a tocarla y me detuve en el acto. No me sentía capaz de un contacto físico. Aun temía que ella se disgregara en diminutos fragmentos al más leve gesto. Parecía… tan asolada. Perdida.
-          Sé que no tuviste nada que ver con el asesinato. Tranquila, no estoy aquí para acusarte. – Hice todo lo que pude por dispersar la tensión, aparentar ser simpático y afable y no un duro policía que encarcela criminales. – Solo queremos que nos digas qué pasó. Qué viste.
Se apartó el pelo de la cara, tal y como la había visto hacer por el cristal, pero no dijo nada. No me miró. No habló. Nada de nada.
Empezaba a sentir una enorme decepción por dentro y una enorme impotencia por ser incapaz de devolverla a la vida. Quería… necesitaba conseguir que volviera, pero no tenía ni idea de cómo.
-          ¿Me escuchas? Te protegeremos, lo prometo. Solo tienes que decirme quién es el culpable y me aseguraré de que nunca te encuentre.
Un ruido rompió el silencio que se produjo tras mis palabras. Al principio, no supe qué era. Tardé unos diez segundos en darme cuenta de que había sido una risa. De que ella se estaba riendo entre dientes.
-          Es curioso, ¿sabes?
Cerré las manos en dos puños al oír su voz de manera inesperada. Era baja y suave, una voz que encajaba a la perfección con su aspecto frágil, con su piel pálida de venas marcadas, sus enormes ojos azules oscuros huidizos y su posición encorvada.
-          ¿El qué? – conseguí preguntar tras recuperar la voz. Aun no me creía que hubiera pronunciado una frase después de su mutismo de las últimas horas.
-          Que todos defendáis mi inocencia a capa y espada. Que queráis protegerme. – Se rió de nuevo, en apenas un susurro. Desde que había empezado a hablar, su voz no superaba el volumen de un murmullo.
De pronto, me miró. Clavó sus iris del color del mar en días de tormenta en mi rostro con fijeza.
Y todo cambió.
La dulce, frágil y asustada chica que había estado frente hasta ese momento desapareció sin dejar rastro. En su lugar, me encontré con una mirada afilada y unos ojos fríos como el hielo, con unos labios fruncidos y una sonrisa burlona que parecía reírse de mí.
Bajó las piernas y acercó la silla hasta quedar pegada a la mesa. Su rostro estaba mucho más cerca de mí, solo a medio metro, lo que me permitía escuchar todas sus palabras aunque su voz no hubiera elevado ni un ápice el volumen.
-          Sois terriblemente estúpidos, de eso no hay duda. Encontráis a una persona empapada de los pies a la cabeza con la sangre de sus víctimas, con su mano aferrada al cuchillo que les quitó la vida puñalada a puñalada y sus huellas repartidas por los cadáveres y, aun así, sois incapaces de daros cuenta de quién ha sido el asesino. – Su sonrisa burlona se acrecentó hasta convertirse en una gran mueca de desprecio. Sus palabras se habían clavado una por una en mi piel como frías dagas; su voz había dejado de ser dulce y era el más letal veneno existente, emponzoñándome la razón. La cabeza me empezó a dar vueltas, el mundo se tambaleaba mientras mi cerebro se negaba a admitir la verdad que la chica me escupía a la cara.
Se acercó más a mi rostro, entrecerrando los ojos. Su mano derecha se crispó sobre la mesa, apretando las uñas sobre el metal.
-          ¿Qué me protegeréis? – Lanzó una dura carcajada que pareció atravesarme de parte a parte los pulmones, cortándome la respiración. – Lo dices como si esos estúpidos mafiosos de tres al cuarto fueran la amenaza, como si pudieran hacerme algún daño. Y no sabéis lo mucho que estáis equivocados. La amenaza nunca fueron ellos.
Sus dedos escalaron por mi brazo hasta llegar a la muñeca. En cada punto donde ella me tocaba sentía una descarga eléctrica, mientras el miedo me colapsaba la garganta. No podía apartar la vista de sus ojos azules, totalmente letales. Unos ojos que gritaban a los cuatro puntos que su dueña era capaz de apuñalar a un hombre suficientes veces para que no quedara de él más que un cadáver lleno de cortes, que decían con claridad que no era la primera vez que mataba y que no tenía ningún problema, ningún remordimiento en hacerlo de nuevo.
-          Habéis tenida a vuestra buscada asesina justo delante de las narices. La amenaza siempre he sido yo. – Sus uñas se cerraron en torno a mi muñeca, haciendo que el dolor llegara en una ráfaga repentina que me hizo alejar mi silla de la mesa, con el fin de alejarme de la psicópata que estaba encerrada conmigo en la habitación.
Me quedé quieto, contemplándola por primera vez de verdad, sin su disfraz de chica débil que necesita ser rescatada, que tiene miedo. Con su disfraz de humana. Y sentí pánico como nunca en mi vida lo había sentido. Un pánico que me impelía a salir huyendo de aquel monstruo con aspecto angelical, pero que realmente era un siervo del demonio.

***
Salió por su propio pie a la mañana del día siguiente, escoltada por un policía que la miraba con afán protector, prendado de su dulzura. De su inocencia totalmente fingida, que ocultaba una personalidad perversa y letal.
Intenté de todos los modos conseguir que la cerraran, pero nadie había sido testigo de sus palabras. Solo yo. Por una razón u otra, no había habido nadie tras el cristal cuando aquella psicópata no solo confesó el crimen, si no que se desveló a sí misma como el monstruo diabólico que en realidad era. Nadie, excepto yo, sabía esa verdad que quedaba tapada bajo una apariencia frágil y asustadiza.
Tras revisar las cámaras, descubrí que todos los archivos que habían sido grabados por la cámara de la sala de interrogatorios donde yo había estado habían sido borrados o destruidos. La cámara llevaba rota todo el día. El audio había sido apagado por error por unos de los guardas al derramar sobre el panel un poco de agua. Demasiada casualidad.
No había ni una sola prueba física de mi testimonio. Incluso las marcas de uñas en mi muñeca habían desaparecido como por arte de magia.
Y nadie me creyó.
Así que lo único que pude hacer fue observar mientras dejaban escapar a una asesina sin alma por la puerta como si fuera una pobre víctima desamparada. La estábamos dejando en libertad y no dudaba ni un solo segundo que volvería a matar. Pronto.
Mientras salía por la puerta, ella se giró levemente y sus ojos volvieron a clavarse en mi rostro, mientras me dedicaba la misma sonrisa burlona del día anterior, aquella que me revolvía el estómago y me aterraba a partes iguales.
En ese momento, me juré que no descansaría en paz hasta conseguir acabar con aquel monstruo, aunque ello me costara la vida.

¡Aquí estoy! Sé que llevo algún tiempo apagada o fuera de cobertura, pero bueno. Espero volver poco a poco a escena. Esta entrada es un poooco más sangrienta de lo normal, pero tenía bastantes ganas de escribir algo así. Y, quién sabe, quizá incluso tenga otra parte. Pero no puedo prometer más que esta de momento.
¡Y encima un martes! Una que yo me sé se alegrará de esto.
La canción de la entrada es Equinox, de Skrillex. El videoclip (para mi gusto) está muy bien y está relacionado con el "tema" del texto, lo mucho que engañan las apariciencias, sobre todo cuando las personas parecen dulces e inocentes.  

03 septiembre, 2012

Este es nuestro punto y final.


Quizá encuentres esta carta hoy o mañana. Quizá nunca. Quizá la encuentres cuando hayas perdido la esperanza de hacerlo. A mí me suele suceder. Puedo buscar algo con todas mis fuerzas, pero no lo hallo hasta que lo doy por perdido.
Tú deberías darme por perdida, ¿sabes? Porque esta es, por supuesto, una carta de despedida. Es el adiós que soy demasiado cobarde para pronunciar en voz alta, porque sé que no podría decirlo mirándote a los ojos y viendo como gritas de pena por dentro, cómo me suplicas sin palabras que no te abandone.
Sin duda, podría seguir fingiendo que todo va bien. Podría sonreírte cada mañana, preparar el café y hablar del tiempo. Podría esperarte por las noches, para darte un beso cuando vuelvas del trabajo y me cuentes tus problemas. Podría continuar yendo a buscar tu ropa a la tintorería los miércoles y acompañándote a tus cenas de empresa, usando mi mejor vestido. Podría hacerte el amor cada noche, pero eso no cambiaría nada. Por muchas cosas que hiciera,  nuestro amor seguiría marchito en mi corazón, como lleva tanto tiempo. Podría seguir a tu lado para toda mi vida, pero continuaría ahogándome. Muriéndome día a día viviendo la rutina que me ha impuesto nuestra intimidad compartida, regodeándome en las lágrimas de infelicidad que resbalaban por mis mejillas cada vez que sales por la puerta de casa. Solo me quedan fuerzas ya para fingir que soy feliz cuando tú estás, porque, aunque ya no te amo, nunca podré dejar de quererte del todo.
Fuiste, eres y siempre serás mi primer amor. El que se me clavó con más fuerza en el corazón, del que nunca me olvidaré. Cambiaste mi mundo cuando te conocí, me enseñaste cómo se vive la vida a doscientas mil revoluciones por hora, a saltar desde el precipicio con los ojos vendados, y las ganas de abandonarlo todo por una noche entre tus dedos.
Pero ya no queda ni rastro de ese sentimiento. Ya no me provocas taquicardias, ni siquiera cuando tus labios me buscan. Antes, en cada uno de nuestros besos, encontraba magia. Fuegos artificiales en el estómago, incendios en mis venas, mariposas colapsándome la garganta y escalofríos en la nuca. Ahora, es solo ese gesto vacío de bienvenida y despedida. Y lo odio. Odio haber perdido todas esas sensaciones, odio habernos perdidos. Odio que ese gesto, así como nuestra vida, carezca de emoción y sea solo una sucesión de hechos que me dejan inerte. Odio no poder amarte como tú lo haces, porque, de verdad, que quiero hacerlo. Odio hacerte daño marchándome sin ni siquiera ofrecerte una explicación a parte de esta carta que no sé si encontrarás algún día.
Pero ya no lo soporto más. Aun soy joven. Ambos lo somos. Con veintidós años, ya sé lo que es un amor de verdad, de esos que te revientan por dentro. Pero ese fuego está consumido y sus cenizas no son suficientes para calentarme por dentro.
Me llevo todas mis cosas, pero te dejo a ti todas las que compramos juntos, las que conformaron nuestra vida de enamorados. Tíralas, si quieres. Véndelas. O quémalas, me lo merezco. En realidad, merezco algo mucho peor, pero sigo teniendo la esperanza de que lo entiendas y, algún día, puedas perdonarme por esto. Que no me odies para siempre.
Yo no te olvidaré, lo prometo. Y cada vez que piense en ti, se me escapará una lágrima por todo lo que perdí, pero tú mismo lo dijiste: “el amor es una fuerza incontrolable. Nunca sabemos cuándo aparecerá para demolerlo todo a su paso”. Tenías razón. Pero ahora sé que tampoco sabemos nunca cuándo desaparecerá sin ninguna razón, dejando a su marcha un terrible dolor.
Lo siento. Lo siento muchísimo. Ojalá pudiera mirarte a los ojos mientras digo esto en lugar de dejarte una carta manchada de lágrimas. Ojalá pudiera volver a encender el fuego del amor en mi corazón. Ojalá pudiera suprimir el amor que tú sientes por mí.
Pero lo que jamás haría sería borrar los últimos cuatro años. Porque, ¿sabes? Fueron los mejores de mi vida. Has sido lo mejor de mi vida, los recuerdos que conservaré con afecto.
Siempre he creído en la necesidad de los puntos finales. Toda historia necesita uno. Un punto de inflexión a partir del cual comenzar una nueva parte de la vida, porque si no, nuestra historia perdería el sentido. Necesitamos los puntos finales para seguir avanzando. A veces el miedo nos hace alargar la historia más de la cuenta. O el dolor. Pero, tarde o temprano, siempre acaban llegando.
Este es nuestro punto y final, cariño. Quizá nunca encuentres esta carta, pero quizá no importe. Eres demasiado listo como para no haberte dado cuenta de mis ojos rojos y de la tristeza que se esconde cada día en mis pupilas, así que esta carta es solo una estúpida explicación de mi comportamiento egoísta.
No importa. La verdad es que, a estas alturas, poco importa nada.
Solo quiero que sepas que, aunque esto no pueda ser un hasta luego, si no un adiós feinitivo, siempre tendrás un pedacito de mi corazón. Pase lo que pase.


Hoy tenía ganas de una historia triste. Porque comienza Septiembre. Es un mes que nunca me ha gustado. Simboliza el fin de la libertad del verano, el comienzo de la prisión de las clases, el adiós a los buenos momentos en la arena de la playa. Pero bueno, hay que seguir adelante. 
Sé que estoy algo desaparecida (como me recuerda Irene de vez en cuando), pero es que no quiero obligarme a escribir y acabar subiendo basura en lugar de entradas de verdad. Prefiero una entrada de verdad al menas que tres intentos de ellas. 
Al menos, hoy tengo canción. A mí me encanta, me parece justo el tipo de canción perfecta para esta entrada. Yo me pongo esta canción cada vez que la leo y me siento totalmente en la mente y en las palabras de la autora de la carta.  Wicked games. Espero que os enamore tanto como a mí.
Ya me despido. Pero, tranquilos, que lo mío es solo un "hasta pronto".