Me senté a su lado en el pasillo que conducía a
nuestras habitaciones, separadas por un par de centímetros, pero que parecían ser
kilómetros y kilómetros de territorio árido, yermo e intransitable.
Ella no me miró, nunca lo hacía. Pero me hizo saber
que sabía que estaba allí apoyando su cabeza sobre mis hombres, mientras su
largo cabello caoba me hacía cosquillas en las mejillas y en la parte superior
del brazo.
-
¿Estás bien? – me atreví a preguntarlo, aunque
ambos sabíamos la respuesta. Ya nunca estaría bien de nuevo, al menos en
bastante tiempo.
Ella no respondió, aunque, en realidad, no era
necesaria una respuesta. Cerré los ojos, luchando contra la furia y la
impotencia que me impelían a gritar, por su dolor y por el mío. Aun sabiendo
que yo no habría podido evitar aquel maldito y trágico accidente, me sentía inútil
por tampoco ser capaz de consolarla.
Cerré las manos en puños, tratando de contener la
rabia para no destrozar las paredes y mis manos a puñetazos, para no derramar
más sangre innecesaria. Pero nada de aquello lograba controlar la tempestad que
se había desatado en mi cuerpo. Ni siquiera las lágrimas acudieron en mi
auxilio aquella noche, con la lluvia tropezando con las planchas del techo
sobre nuestras cabezas. Y permanecimos allí, en el pasillo, demasiado cansados
de vivir sin apenas haber empezado a hacerlo, destrozados, vueltos del revés y
perdidos.
De pronto, sentí su mano sobre la mía, que seguía
firmemente cerrada, con los nudillos crispados. Me obligó a abrirla y entrelazó
nuestros dedos, en un sencillo gesto de apoyo que consiguió aligerar la carga
de mi corazón. Ella no me necesitaba a mí tanto como yo a ella, después de todo.
Aunque yo fingiera ser el duro, al que no le afectaba nada, ella era la que
realmente era fuerte, la que era capaz de permanecer completamente quieta
mientras el huracán luchaba en su contra para mandarla volando al abismo.
-
Quizá en un universo paralelo a este – susurró
muy bajito, seguramente para evitar que le temblara la voz – amar a alguien no
duele. Pero aquí y ahora, estamos condenados.
No fui capaz de articular una respuesta. Me quedé
callado, con la vista clavada en una de las grietas de las gruesas paredes de
cemente. Y maldije.
Maldije al destino, por ir siempre en nuestra
contra. Maldije a Dios, por no hacer nada por remediar todo este sufrimiento.
Maldije a la humanidad, por llevar la tremenda lastra de tantos defectos.
Maldije al amor, por condenarnos al dolor. Y maldije al maldito tornado que se
llevó la vida de nuestro padre, dejándonos a ella y a mí solos en aquel maldito
orfanato sin ninguna razón para seguir respirando. Excepto, quizá, el amor.
Corto, predecible y aburrido. Lo sé, lo sé. Lo siento, pero como siempre, las musas van y vienen. Y ni siquiera tengo una buena canción para compensarlo, así que dejaré que mi humillación quede aquí, indeleble.
Espero que al menos os haya gustado lo mínimo para volver de nuevo a visitarme, estrellas fugaces.
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